V
EL LOCO MÁS
SABIO DEL MUNDO
(THE FOOL ON THE
HILL)
“¡Oh, mísero de mí, oh infeliz:
Apurar cielos pretendo,
ya que me tratáis así,
¿Qué delito cometí
contra vosotros naciendo?
Aunque si nací, ya entiendo
Que delito he cometido…
¡Bastante causa ha tenido,
Vuestra justicia y rigor,
Pues el delito mayor,
del hombre
Es haber nacido!”
–Calderón de la Barca, La vida es Sueño
Hubo
un tiempo, hermanas y hermanos, en que realmente parecía que mi padre podría
curarse, recién que regresamos del hospital en Puebla, por ahí del año 2010. Pero
no bien los doctores de la Beneficencia Española lo dieron de alta, a petición
expresa de mi padre, contra todas las recomendaciones médicas, que le advertían
que su periodo de recuperación debía ser más largo, y que su rehabilitación
estaba a penas en su inicios, el insistió en largarse de allí lo más pronto
posible, para ir en busca de unas chelas en la primera vinatería o minisúper en
el camino, cosa que desde luego no era posible, pues aún se encontraba harto
delirante y fuera de la riesgosa realidad que los médicos intentaron,
infructuosamente, hacerle ver; Pero unos cuantos días más tarde, en su casa ya,
sí se daría permiso de empezar a beber nuevamente, esta vez con intenciones definitivas.
Siempre tuvo una tendencia a la autodestrucción, como dejo patente en su
primera novela, la Tumba, que lo vio brotar de un sepulcro, al cual, a veces,
cuando la tormenta se pone muy oscura, el mira con nostalgia.
Así
mismo, en aparente contradicción, siempre fue también un espíritu hedonista,
como dejó plasmado, más claro que al agua, en Se está haciendo tarde o Dos
horas de Sol, siempre con un remedo de consciencia heroica, peleando por
hacerse oír, y ganar la lealtad de su alma, entre el bullicio ensordecedor de
la locura colectiva.
Así
pues, permítanme hacer unos cuantos saltos en el tiempo con esta máquina de los
recuerdos, y les platico la Historia del
Loco más sabio del Mundo, quién también circula por estos lares con el alias
del Fool On the Hill, y quién, debo confesar, no es otro, en realidad, que mi
padre, el laureado y gran escritor, don José Agustín. Después de accidentarse
gravemente, y romperse la crisma contra una realidad distinta, por fin dejó de
escribir, oficio que había desempeñado felizmente desde los primeros años de su
infancia, hasta la irrupción traumática de su triste lesión cerebral, con la
que convive y resiste hasta nuestros días, con resignación taoísta, y una
pequeña ayuda de sus amigos, además de algunos somníferos y antidepresivos bien
potentes.
Pero
antes de que se rindiera, y decidiera no escribir más, ya lo había anunciado
públicamente varias veces, diciendo que la trilogía de Vida con mi viuda, Armablanca y su novela inconclusa, llamémosla “La locura de Dios”, serían sus últimos
libros, para entonces, poder despeñarse en una última gran temporada de
alcoholismo irredento, aunque no sé si esta fue una decisión consciente previa o
el producto de su lesión; pero hasta
entonces su mente seguía tan filosa como cuando era un niño precoz, aunque, en
mi opinión, ya un tanto oscurecido, a causa de cuarenta y tantos años de usar,
aprender y abusar de las substancias legales y prohibidas, diseñadas por los
dioses y los hombres para alterar y evolucionar o deprimir la mente humana.
Pero
algo que siempre le encantó, dentro de su mundo, el mundo de las letras, fue la
poesía. Aunque sólo cuando era un adolescente se atrevió a escribirla: pequeños
poemas rimados que dedicaba a mi mamá, antes de pensar siquiera en tener hijos;
o los escribía para expresar su joven
existencialismo, sus filosofías florecientes, y demás opiniones locochonas. Pero
poesía rimada, sí, señoras y señores, así es, el revolucionario autor de la
literatura conocida como de la onda, mentor literario de la contracultura
mexicana, disfrutó siempre más de la vieja poesía rimada y bien medida de los
clásicos del siglo antepasado, tales como Sor Juana, nuestra matrona del
barrio, o Calderón de la Barca, creador del Segismundo, y quién postulara que La vida es sueño; Sin olvidarnos nunca de
Federico García Lorca, a su vez un gran mentor de mi padre, en la enseñanza del
fuego escrito; Y otro de sus favoritos es Rubén Darío, pero especialmente, era
devoto recitador de un poema magistral y muy narrativo, que habla sobre San
Francisco de Asís y un Lobo endemoniado. Y de estos autores, y alguna de sus
obras, me propongo platicarles ahora, y de la pasión de mi padre por estos
símbolos enredados con sangre, en las puertas del cielo, rimas como olas en el
mar, que fascinaban su mente ágil, mientras las memorizaba todas, como lo hacía
también por gusto con todos los países del mundo y sus capitales, desde muy
joven, pues era una especie de niño genio, que recitaba sus insólitos conocimientos,
a cambio de unos pesos, a su tío, el alguna vez gobernador de Guerrero, y
también prolífico escritor, Alejandro Gómez Maganda.
Así
pues, yo crecí escuchando su decidida voz recitar muchas veces este tipo de
poesía, de muchos autores, y sé que gustaba de hacerlo en sus épocas de
teatrero, cuando compartía tertulias agitadas con Alejandro Aura o Hugo
Argüelles y sus respectivos secuaces y séquitos de actores y actrices
talentosos… Gracias a la influencia de aquellas brillantes amistades, mi padre
llegó a montar con éxito varias obras de teatro, en su época de oro. Pero
conforme el ring of fire se cierra sobre nuestra casa y nuestro cuello, las
poesía han venido centrándose principalmente en García Lorca y este el poema
del Lobo, que a mi parecer, es muy revelador sobre lo que realmente ocurre en
la luz interna de mi padre, en lo más recóndito de su mente, al interior profundo
de su alma, en la campana que divide su espíritu luminoso de su parte más
chocarrera e irreverente; Y que arrojará, espero, alguna iluminación sobre el
tema que traté de expresar en la entrega anterior, la cual versaba sobre la posible
premisa de su última novela inconclusa, misma que pretendía basar en el Libro de Job, y nombrar La Locura de Dios. Permítanme
explicarme, transcribiendo los primeros párrafos de estos versos tan magníficos,
y titulados: Los motivos del lobo, por
el gran poeta Rubén Darío:
LOS MOTIVOS DEL LOBO
El varón que tiene
corazón de lis,
alma de querube, lengua celestial,
el mínimo y dulce Francisco de Asís,
está con un rudo y torvo animal,
bestia temerosa, de sangre y de robo,
las fauces de furia, los ojos de mal:
el lobo de Gubbia, el terrible lobo,
rabioso, ha asolado los alrededores;
cruel ha deshecho todos los rebaños;
devoró corderos, devoró pastores,
y son incontables sus muertes y daños.
alma de querube, lengua celestial,
el mínimo y dulce Francisco de Asís,
está con un rudo y torvo animal,
bestia temerosa, de sangre y de robo,
las fauces de furia, los ojos de mal:
el lobo de Gubbia, el terrible lobo,
rabioso, ha asolado los alrededores;
cruel ha deshecho todos los rebaños;
devoró corderos, devoró pastores,
y son incontables sus muertes y daños.
Para este punto, como os podéis imaginar, si se remontan a la
primera vez que lo escuché recitar tan severas palabras, siendo yo un cachorro
xoloescuincle, mi azoro y suspenso no podían ser mayores, ya estaba bien
agarrado de la historia, y visionaba a San Francisco de Asís en la campiña italiana,
frente a un Lobo negro y sanguinario, inmenso, cubriendo el Sol:
Fuertes cazadores
armados de hierros
fueron destrozados. Los duros colmillos
dieron cuenta de los más bravos perros,
como de cabritos y de corderillos.
Francisco salió:
al lobo buscó
en su madriguera.
Cerca de la cueva encontró a la fiera
enorme, que al verle se lanzó feroz
contra él. Francisco, con su dulce voz,
alzando la mano,
al lobo furioso dijo:
fueron destrozados. Los duros colmillos
dieron cuenta de los más bravos perros,
como de cabritos y de corderillos.
Francisco salió:
al lobo buscó
en su madriguera.
Cerca de la cueva encontró a la fiera
enorme, que al verle se lanzó feroz
contra él. Francisco, con su dulce voz,
alzando la mano,
al lobo furioso dijo:
¡Paz, hermano lobo!
Imaginen a mi padre joven y destellante, irrumpir
con estos versos en la vida cotidiana, antes o después de comer en la mesa
redonda de madera, en su terraza llena de sol, cerveza en mano: Sus palabras atravesaban
todas las habitaciones de la casa y de mi alma, como un búho salido de la
noche, que entraba de golpe por la ventana, agitando las alas, y encendiendo
las velas con el viento que baila entre ellas, y yo, muy niño, sentía que
estaba en presencia de un ser extraño y poderoso, salido de alguna leyenda: ¡el
Rey de las Palabras Mágicas!… Pero continuemos con el poema de Don Darío, donde
San Francisco se encuentra con el terrible Lobo, arriesgando su vida, para
salvar a su pueblo de la ruina:
El animal
contempló al varón de tosco sayal;
dejó su aire arisco,
cerró las abiertas fauces agresivas,
y dijo:
contempló al varón de tosco sayal;
dejó su aire arisco,
cerró las abiertas fauces agresivas,
y dijo:
– ¡Está bien, hermano
Francisco!
–¡Cómo?, exclamó el santo: ¿Es ley que tú vivas
de horror y de muerte?
¿La sangre que vierte
tu hocico diabólico, el duelo y espanto
que esparces, el llanto
de los campesinos, el grito, el dolor
de tanta criatura de Nuestro Señor,
no han de contener tu encono infernal?
¿Vienes del infierno?
¿Te ha infundido acaso su rencor eterno
Luzbel o Belial?
–¡Cómo?, exclamó el santo: ¿Es ley que tú vivas
de horror y de muerte?
¿La sangre que vierte
tu hocico diabólico, el duelo y espanto
que esparces, el llanto
de los campesinos, el grito, el dolor
de tanta criatura de Nuestro Señor,
no han de contener tu encono infernal?
¿Vienes del infierno?
¿Te ha infundido acaso su rencor eterno
Luzbel o Belial?
Y mientras recitaba esta historia, para mí tan
fascinante, mi jefe hacía de su repentina interpretación un pequeño monólogo
teatral, donde representaba ambos papeles, y les imprimía las voces de dos
entes muy diferentes y confrontados, dando al Lobo su tono de voz más grave y
ronco, lleno de ira contenida, y a Francisco le daba su tono más amable y
conciliador, su timbre más pacífico, como si carente de toda maldad.
Y el gran lobo, humilde: ¡Es duro el invierno,
y es horrible el hambre! En el bosque helado
no hallé qué comer; y busqué el ganado,
y en veces comí ganado y pastor.
¿La sangre? Yo vi más de un cazador
sobre su caballo, llevando el azor
al puño; o correr tras el jabalí,
el oso o el ciervo; y a más de uno vi
mancharse de sangre, herir, torturar,
de las roncas trompas al sordo clamor,
a los animales de Nuestro Señor.
Y no era por hambre, que iban a cazar.
Francisco responde: En el hombre existe
mala levadura.
Cuando nace viene con pecado. Es triste.
Mas el alma simple de la bestia es pura.
Tú vas a tener
desde hoy qué comer.
Dejarás en paz
rebaños y gente en este país.
¡Que Dios melifique tu ser montaraz!
-Está
bien, hermano Francisco de Asís.
-Ante el Señor, que todo ata y desata,
en fe de promesa tiéndeme la pata.
El lobo tendió la pata al hermano
de Asís, que a su vez le alargó la mano.
Fueron a la aldea. La gente veía
y lo que miraba casi no creía.
Tras el religioso iba el lobo fiero,
y, baja la testa, quieto le seguía
como un can de casa, o como un cordero.
-Ante el Señor, que todo ata y desata,
en fe de promesa tiéndeme la pata.
El lobo tendió la pata al hermano
de Asís, que a su vez le alargó la mano.
Fueron a la aldea. La gente veía
y lo que miraba casi no creía.
Tras el religioso iba el lobo fiero,
y, baja la testa, quieto le seguía
como un can de casa, o como un cordero.
Y así, a veces de corrido, u otras en
fragmentos que yo iba hilando en mi mente, como un rompecabezas, la historia
proseguía, pero generalmente se detenía en las partes más optimistas del
cuento, que les recito en silencio a continuación, si aún desean saber lo que
ocurrió con el Lobo de San Francisco, en las coplas de don Rubén Darío:
Francisco llamó la gente a la plaza
y allí predicó.
Y dijo: ¡He aquí una amable caza.
El hermano lobo se viene conmigo;
me juró no ser ya vuestro enemigo,
y no repetir su ataque sangriento.
Vosotros, en cambio, daréis su alimento
a la pobre bestia de Dios. ¡Así sea!,
contestó la gente toda de la aldea.
Y luego, en señal
de contentamiento,
movió testa y cola el buen animal,
y entró con Francisco de Asís al convento.
* *
*
Era
ya una frase hecha, una catch frase muy al estilo de José Agustín, y cada vez que
se acordaba algo entre la familia, el proclamaba: “Así sea, contestó la gente
toda de la aldea!”, y yo nunca tuve claro que estaba recitando, hasta hace
poco, que logré darme cuenta que un montón de cosas que declamaba así, eran
parte todas de este poema. Pero antes, podían ser muy variadas las referencias
y provenir de múltiples fuentes, eran como disparos de rayos laser, había que
ser rápido para escucharlos, poner atención, pues a veces, parecían venir de
una sabiduría adquirida mucho tiempo atrás, vaya uno a saber si desde otras
vidas; Porque era mucha su erudición y conocimientos, cuando estaba chavo, cuando
yo lo conocí, más joven que yo ahora, y departir con él una simple sobremesa
podía convertirse en un relato increíble o una pequeña conferencia fascinante.
Pero, generalmente, respecto al poema del
Lobo, la narración de mi padre se detenía en este verso, y por años viví
creyendo que la historia terminaba así, pues mi jefe la cortaba en el punto más
alto de los poderes de San Francisco, y yo pensaba que había logrado domesticar
al Lobo y convertirlo en una fiera dócil y pacífica, como se quisiera creer de nuestros
propios demonios internos, pero muy pronto, es decir algunos años más tarde, los
dejaríamos nuevamente en libertad,
incapaces de domar a la bestia, ponerla a dormir:
Algún tiempo estuvo el lobo tranquilo
en el santo asilo.
Sus bastas orejas los salmos oían
y los claros ojos se le humedecían.
Aprendió mil gracias y hacía mil juegos
cuando a la cocina iba con los legos.
Y cuando Francisco su oración hacía,
el lobo las pobres sandalias lamía.
Salía a la calle,
iba por el monte, descendía al valle,
entraba en las casas y le daban algo
de comer. Mirábanle como a un manso galgo.
Un día, Francisco se ausentó. Y el lobo
dulce, el lobo manso y bueno, el lobo probo,
desapareció, tornó a la montaña,
y recomenzaron su aullido y su saña.
Otra vez sintióse el temor, la alarma,
entre los vecinos y entre los pastores;
colmaba el espanto los alrededores,
de nada servían el valor y el arma,
pues la bestia fiera
no dio treguas a su furor jamás,
como si tuviera
fuegos de Moloch y de Satanás.
Y
esto me recuerda las ocasiones en que mi padre se sumergía en estados de ánimos
más bien oscuros, y las disputas domésticas volvían a resurgir de la tierra, de
entre los muertos, como maldiciones sin sepultura. Era una neurosis recurrente y
hereditaria, que, entre otras reacciones secundarias del insomnio, lo hacía
manejar su automóvil, conmigo adentro, a grandes velocidades y gritándose con
otros conductores por cualquier razón, pretexto o alucine. Varias veces lo vi a
punto de bajarse de su auto a pelear con algún sujeto x, cosa que jamás se
concretaba. Pero traía en la sangre esa actitud belicosa, pues, según ellos
mismos contaban, mis tíos y él gustaban de las peleas callejeras y toda clase
de estragos etílicos, al punto de que, de no ser por sus respectivos talentos,
mi tío Guti, pintor, mi tío Alejandro, el piloto, y mi tío Gerardo de la Torre,
también escritor, además de mi padre, desde luego, que tiene sus días de
perfecto caballero y otros de tendencias más salvajes, libraron esos impulsos
negativos, sublimándolos a través de su trabajo creativo.
Pero
volvamos algunos cientos de años atrás, de regreso al relato sobre San Francisco y el Lobo, y a su conclusión desconcertante, un final abierto que nos
devuelve a todos al azoro y la impotencia ante la naturaleza, y sus designios
enigmáticos, cruentos y polémicos por decir lo menos, un final con respecto a
la naturaleza del bien y el mal, como la fuerza incontenible que encuentra un
obstáculo inamovible, al final ambos renuncian a la atracción de lo contrario,
y se retiran en una tregua forzada, para considerar las próximas batallas en el
incierto porvenir, el destino de nuestro proyecto como especie, que solo
conocerán quizás, los dioses salvajes que rigen nuestros senderos humanos.
Cuando volvió al pueblo el divino santo,
todos lo buscaron con quejas y llanto,
y con mil querellas dieron testimonio
de lo que sufrían y perdían tanto
por aquel infame lobo del demonio.
Francisco de Asís se puso severo.
Se fue a la montaña
a buscar al falso lobo carnicero.
Y junto a su cueva halló a la alimaña.
–¡En nombre del Padre del sacro universo,
conjúrote! -dijo- ¡oh lobo perverso!,
a que me respondas: ¿Por qué has vuelto al mal?
Contesta. Te escucho…
*
* *
Quizás
alguna vez lo escuché recitar todo el poema de corrido, pero no lo recuerdo,
así que cuando ahora, de la mano de la interred lo encontré completo, el remate
de don Darío me pareció contundente, revelador, sobre todo de la naturaleza de
mi padre, que aun cuando, también se identificaba con el buen San Francisco, en
realidad se reflejaba más con el personaje de las grandes fauces, pobladas de
filosos colmillos, “La boca del Lobo”, como solía decir cuando apagaba las
luces del coche, ya cerca de la casa y con una velocidad leve, al regresar de noche, y la calle se volvía una oscuridad completa, a través de la cual avanzábamos con mi padre
como capitán del barco, yo imaginando el hocico demoledor de un licántropo
gigante, que nos devoraba junto con la calle misma, pues escasamente había
alumbrado público en los primeros años en que llegamos a vivir aquí, en
Cuautla, Mugrelos, a la casa de todos ustedes.
En
fin, por si alguien anda muy distraído, creo que está de sobra decir, hermanas
y hermanos de la noche, que el Lobo representa nuestro monstruo interior,
furioso e insaciable, aquel que todos llevamos guardado, aunque de diferentes tamaños
y formas, nos guste o no, ¡La bestia de las siete mil millones de cabezas!,
pero, en fin, que prosiga y culmine, Don Rubén, con su relato fantástico:
Como en sorda lucha, habló el animal,
la boca espumosa y el ojo fatal:
–Hermano Francisco, no te acerques mucho...
Yo estaba tranquilo allá en el convento;
al pueblo salía,
y si algo me daban estaba contento
y manso comía.
Más empecé a ver que en todas las casas
estaban la Envidia, la Saña, la Ira,
y en todos los rostros ardían las brasas
de odio, de lujuria, de infamia y mentira.
Hermanos a hermanos hacían la guerra,
perdían los débiles, ganaban los malos,
hembra y macho eran como perro y perra,
y un buen día todos me dieron de palos.
Me vieron humilde, lamía las manos
y los pies. Seguía tus sagradas leyes,
todas las criaturas eran mis hermanos:
los hermanos hombres, los hermanos bueyes,
hermanas estrellas y hermanos gusanos.
Y así, me apalearon y me echaron fuera.
Y su risa fue como un agua hirviente,
y entre mis entrañas revivió la fiera,
y me sentí lobo malo de repente;
más siempre mejor que esa mala gente.
y recomencé a luchar aquí,
a me defender y a me alimentar.
Como el oso hace, como el jabalí,
que para vivir tienen que matar.
Déjame en el monte, déjame en el risco,
déjame existir en mi libertad,
vete a tu convento, hermano Francisco,
sigue tu camino y tu santidad.
El santo de Asís no le dijo nada.
Le miró con una profunda mirada,
y partió con lágrimas y con desconsuelos,
y habló al Dios eterno con su corazón.
El viento del bosque llevó su oración,
que era: Padre nuestro, que estás en los cielos...
Y así,
este poema se convirtió en mi mente en una especie de oración privada,
críptica, pagana y enigmática, que, según yo, me hablaba del espíritu desnudo
de mi padre, más allá de todos los aplausos y aclamaciones, más allá de su
trabajo como escritor, simplemente como ser humano, como un hombre dividido
entre sus pulsiones más elevadas y sus instintos más básicos. Como un inspirado
Robin Williams en su breve papel como Rey de la Luna, en la genial película de
Terry Gilliam, el Barón de Munchausen.
Otros
poemas de cabecera de José Agustín fueron los muchos de García Lorca, como les
decía, como el de Caracola (El Lagarto está llorando…), o uno que no recuerdo
bien sobre una gata fantasma que habla con una niña, sobre como la mataron a
pedradas los niños del barrio… Pero en especial le gustaba uno igualmente
genial, que se llamaba Los encuentros de
un Caracol aventurero (“Crees Tú en la vida eterna?”, gritaba mi
padre con la voz de una vieja rana mendiga, “Yo he visto las estrellas”, declaraba, ahora como una hormiga moribunda, o “¿Por qué habré querido ver el final de la
senda?” en la melancólica voz del Caracol, “pacífico burgués de la vereda, que aturdido e inquieto, el paisaje
contempla…”) que también es una delicia de fábula, de una era que ya no
existe; Y que mi padre, y también mi tío Alejandro gustaban de recitar
completito, pues ambos tenían dotes histriónicas, pero uno optó por ser
escritor, mientras su hermano mayor se decidió por ser piloto; Si no conocen estos
versos de García Lorca, búsquenlos un día que su espíritu pueda y quiera rejuvenecer
un poco.
Lo
mismo pasaba con el príncipe Segismundo, el trágico personaje de La vida es sueño, quien tras pasar media
vida prisionero en una cueva, encerrado allí por el rey, su padre, sale para convertirse
en monarca fugazmente, antes de regresar a su oscura prisión, y la cual mi
padre nos relataba apasionadamente, junto con tantas otras historias de la
literatura clásica, que conocía como la palma de su mano. Pero le encantaba
contarnos esta historia, tanto como la del Conde
de Montecristo, que él había llegado a amar durante sus injustos meses de
encarcelamiento, en el Palacio negro de Lecumberri. Pero lo mismo nos llevaba
al pasado que al futuro, con el Vellocino
de Oro, de Robert Graves, o Las Metamorfosis
de El Asno de Oro, de Apuleyo, saltando
luego en el tiempo hasta Ray Bradbury, y Arthur C. Clarke, Olaf Stapledon y un
largo etcétera; Citas y relatos imposibles, salidos de esos viejos libros mágicos,
llenos de una imaginación sin fin, mismos que ahora, en los libreros de su
estudio, a veces cuando lo saco de su lugar, están a punto de deshojarse, si no
los restauramos y reencuadernamos cada vez que se revisitan.
Y ya
que hemos dejado salir al poderoso y vengativo genio de la lámpara, como
despedir esta entrega del Blog de José Agustín, sin antes mencionar, ni olvidar
jamás, Las mil y una noches, también
leída completa por mi jefe en el silencio nocturno de la cárcel de Lecumberri;
Y de las cuales nos contó muchas historias dentro de más historias, como
fractales infinitos que hacían brillar sus ojos, y los míos, y los de mis
hermanos, cuando nos reuníamos en esas miles de noches estrelladas, para que el
Gran Mago del Tarot nos contara sus leyendas insólitas y narraciones fantásticas,
alrededor de la fogata que irradiaba su corazón en llamas.