jueves, 7 de marzo de 2019






XIV
BITÁCORA NÁUTICA
(DE UNA DISCOGRAFÍA INTERMINABLE)
o
 LA CINTA BLANCA

            Como les estaba diciendo, del mismo modo que mi jefe era un cinéfilo sin escrúpulos, pasión que plasmó en el protagonista de Vida con mi Viuda, también es bastante conocida su faceta como amante de la música, de todas clases, pero con especial énfasis en el rocanrol;
De modo que, a través de mi infancia y la de mis carnales, nos fue criando y forjando al ritmo de sus piezas favoritas, sus exploraciones y experimentaciones, sus múltiples descubrimientos musicales de toda clase, todos con un brillo especial y singular. Sirva esto de prólogo, como para romper el hielo de nuestros cráneos y sumergirme nuevamente en las heladas aguas árticas de este choro mareador, autobiográfico y confesional, con el asunto que por el momento realmente me ocupa: Los Discos Mágicos, de hechizos musicales, nocturnos o solares, en la colección de álbumes clásicos y perdidos, en esta, la Casa que Canta, el hogar de mi padre, el gran escritor, don José Agustín. Es un viejo proyecto, aprobado por el mismo, el cual ahora me propongo enfrentar, así sea lo último que escuchen de mí, así me tome toda una vida navegando, explorando y naufragando en el Mar de Música.
            Empieza aquí, o desde los capítulos anteriores, del Memorial de nuestra Amnesia, escrito por entregas periódicas en este Blog en honor de José Agustín, y se desenrolla ahora hacia el infinito en estos otros textos que he decidido nombrar, simplemente, así: Mar de música, un lugar muy líquido y sin límites, el cual, sin embargo, me propongo redactar y diseñar, como un mapa cartográfico de las armonías, letras y ritmos que me han forjado, de la mano de mi jefe; Como bajo las alas de un dragón, o de pie sobre los hombros de un gigante; Aquí su seguro servidor, el más pequeño de los tres, un cochinito muy lindo y cortés, tan minúsculo como un pulgar, y sin embargo, me embarco en un viaje sin retorno en el cual pretendo abarcar este amor por todas las canciones y sus autores, tal como lo hacían las antiguas exploraciones, que buscaban descubrir los contornos de la Tierra y los océanos, pero en este territorio imaginario, interior: Es la geografía de las ondas sonoras, así como se han abierto paso en los laberintos de las arterias, hasta el cerebro, transformándonos para siempre, este viejo pergamino computarizado busca ser un mapa de ruta para onironautas y melomaniacos, un Atlas de las melodías que guían el espíritu de mi padre y nuestra hermandad, hoy tan menguante, como mi capitán en esta nave de locos, tan familiar.
            Aquí lo iré confesando todo, en este blog de José Agustín, el lugar donde lentamente, me doy chance de convertirme en un escritor, como mi padre lo fue alguna vez, como lo será siempre en sus grandes obras.
            Pues bien, de vuelta en el puerto, zarpamos hacia un viaje en el tiempo y el espacio, de manera alfabética, pues mi papá siempre fue muy obsesivo con el lenguaje, y tenía todos sus libros, acetatos, cassettes, videos, dvd’s y discos compactos en el riguroso orden del abecedario, o a veces temático, o por países, pero nada escapaba a su ordenamiento de las ideas escritas, filmadas, cantadas u orquestadas, en su vasta colección de artes. Casi se podría decir que tenía una faceta de bibliotecario obsesivo compulsivo. Era un ordenador multifacético, siempre abierto al tiempo y el mundo. Pero como prometí en algún capítulo anterior, hoy partimos en la búsqueda de las creaturas más absurdas, los monstruos más misteriosos, en este océano de música antigua y casi desconocida, para los oídos del hombre o la mujer moderna. Son sus rolas favoritas, de entre el rock más bizarro de la era jipiosa, los viejos sixties, pero en sus regiones más remotas. Voy por los fenómenos del rock & roll psicodélico, o simplemente muy drogado; Son los personajes secundarios, los retadores, viejos jipis y grandes perdedores, opacados por las grandes bandas, por todos bien conocidas.
Algunas de estas agrupaciones, sin embargo, eran bastante buenas, y se convirtieron en las favoritas de mi jefe, especialmente en su juventud más lisérgica, pero también durante los primeros años después de su accidente en Puebla, cuando revisitó todas estas bandas como si de viejos amigos se tratara, camaradas que no pueden dejar de visitarse al menos una vez, antes de realizar el viejo acto del desvanecimiento, la desaparición de esta Tierra tan maravillosa pero tan cruel. Quizás este gusto tan extravagante se manifestó en José Agustín simplemente porque era un amante de lo subterráneo, y estás bandas fueron las más underground de sus tiempos, pero también las de su juventud, las que lo marcaron como hombre y artista. De modo que las escuchaba constantemente, desde que yo era niño, y continuó oyéndolas a través de los años, conforme los medios electrónicos para escuchar la música cambiaban, al ritmo caprichoso de la tecnología sonora; Hasta que los oyó por última vez por su propio gusto, después de La Gran Caída, todavía le alcanzó la voluntad para ir hasta su estéreo, sacar los discos compactos favoritos de sus respectivos lugares alfabetizados, y de sus risibles cajas de plástico, para después oírlos en un festín pagano sin mayores expectativas místicas. Después, más tarde, los volvío a guardar en sus respectivos lugares, pero esta vez yo estaba pendiente de qué habíamos escuchado, y de cuales le gustaban más y porqué, pues comprendí que era mi última lección en la Escuela del Rocanrol. Puse atención a sus gustos musicales más privados y excéntricos, asumiendo que pronto sería yo quién tendría en poner esos discos en el estéreo de la Casa que Canta, para no dejar morir este jardín de canciones olvidadas; Esto es, si queremos que aún se escuchen, y que sus antiguos espíritus jipis se alegren, pues algunos aún los recordamos en el mundo de los vivos; Para lograr así, como sólo logramos con la poesía y la música, que mi padre se alegre otra vez, en su reclusión voluntaria en esta Casa del Eterno Atardecer, pues hace ya mucho que él no se levanta para poner un disco, pero celebra que lo lleve a rocanrolear alrededor del reloj, y del mundo, todo sin salir de la casa de todos ustedes. Pero en sus buenos tiempos, jamás lo olvidaré, él se lanzaba como un cazador intrépido, y regresando de sus viajes, se retiraba la escafandra o el casco de astronauta, y exhibía sus discos nuevos/viejos, como trofeos de su pesca en aguas oscuras, cósmicas, abismales.
Ya entrados en este tema, pasemos a la letra A, hacia Los Animals, donde hallé la primera pista relacionada con este asunto, allí donde hace su aparición triunfal Eric Burdon & the Animals, de quienes mi jefe tiene todos sus discos, también, desde luego. Sus primeros éxitos son muy populares y bien conocidos, como La Casa del Sol Naciente, y por cierto (flashback pacheco), yo siempre relacioné nuestra propia casa, con esa clásica versión de Los Animales, sobre ese viejo blues. En parte por lo solar de Cuautla, donde creo que Van Gogh hubiera pintado feliz, pero también porque la letra de esa rola claramente advertía de no perderse, como quizás ya lo había hecho mi padre antes de mí, en cierta casa embrujada dentro de los laberintos de la mente, un prostíbulo astral, un templo maldito de la decadencia y la perdición, aderezada con violencia, drogas y sexo… Un lugar donde rostizar tu alma y perderla para siempre, La Casa del Sol Naciente.        
 Poco después, Eric, con todos sus Animales, lanzó sus álbumes más arriesgados, posteriores al consumo de alucinógenos, que fueron menos escuchados y comprendidos, pues eran sumamente extraños, ya que estaban empeñados en recrear las atmósferas inducidas por los enteógenos, como muchas otras bandas pachukas de sus tiempos. Esto me lleva a uno de sus trabajos más misteriosos y chingones, lleno de canciones muy bellas, ácidas reflexiones y atmósferas plenas de alucinaciones y demás mariguanadas, diría yo… Se trata del álbum: The twain shall meet (1968), del cual mi padre extrajo un par de rolas particularmente surrealistas: “Just the thought” y la épica/fantasmagórica “We love you Lil”, mismas que incluyó en una de sus antologías más audaces y tripeadas, donde mi papá trató de reunir sus piezas de mayor elevación y altitud lisérgica… Como para sentir el efecto del ácido, pensé yo, pero sin sus posibles reacciones secundarias, efectos colaterales y riesgos de traumas psicológicos… Pero no: eran para escucharse durante el consumo de hongos, ácidos, o peyote, vaya usted a saber con qué substancias mi padre se iba de viaje a otros mundos, otros tiempos, habitando otros cuerpos, dimensiones y Universos alternativos, cerrando los ojos y desapareciendo en la noche. Pero siempre volvía, sin importar cuan lejanos sus fueran sus objetivos y ambiciones artísticas.
Así puex, algunas de esas bandas, sus más predilectas y prendidas, las recolectó en esa antología, en un audio cassette, al que no le escribió nada, ni un título ni el listado de canciones, cuando siempre lo hacía, con su letra tan pequeña y manuscrita, pero tratando de que fuera legible, cosa rara en él. Siempre redactaba el riguroso orden de las rolas, donde la antología dejaba registro de su estructura, pero no esta vez, esta cinta estaba forrada simplemente de papel bond: Era La cinta Blanca, según él, muy maestro Zen, como en honor a uno de los mejores y más maduros discos de los Beatles: The White álbum. Recientemente la encontré entre sus viejos tesoros, y escucharla fue una inmersión en el pasado remoto de mi infancia, que a la par fue el fin de la juventud y el inicio de la madurez de mi Pater.
En esa Cinta Blanca había muchas rolas de Pink Floyd, también, pero de las más recónditas, salidas del Ummagumma (1969), o el Atom heart mother (1970), o el Meddle (1971), y el Obscured by clouds (1972), intercaladas aquí y allá en la trama, como sueños recurrentes. Después, había una delirante de Alvin Lee y sus Ten Years After, llamada “Standing at the Station”, que realmente era una especie de inmersión directo a las profundidades de la psique. Después venía la Steve Miller Band, con su “In my first mind”, otro trip súper viajado, que parecía sobrevolar planetas fantásticos. Seguían bandas perdidas cual antiguas culturas de la Atlántida, como los Fugs, con sus violines enloquecidos, o Country Joe & the fish, creo (la verdad esa cinta es un acertijo tras otro, y a veces mi padre recuerda que grupos suenan, pero a veces, ya no).
Entre tantas apariciones, aparentemente sin lógica o sentido, de deliberada sinrazón, también había varias visitas a una banda casi desconocida, de corte muy futurista, como de ciencia ficción sonora, llamada los Hawklords, con piezas como “Free Fall”, “25 Years” o la sombría: “Only the dead dreams of the cold war kid”.
Recientemente, les comentaba, hice sonar La Cinta Blanca en el tocacintas, para ver si él aun recordaba a las bandas que por allí desfilan, como en bazar de asombros y curiosidades fantasmagóricas, y me iluminó sobre esos misterios en su mayor parte, mientras su rostro se enciende y comienza a corear las canciones como si su memoria estuviera aún en plenas funciones, respondiendo correctamente un 80 % digamos, creo, pero hay que tomar en cuenta que diseñó esa cinta, en primer lugar, para acompañar sus últimos viajes de LSD en Cuautla, cuando yo y mis hermanos éramos solo unos escuincles… La Cinta Blanca se escucha ya a punto de tronar, como si estuviera apretada, dando sus últimos estertores musicales, pronto será imposible reproducirla de nuevo, y si mis hermanos no me ayudan, varias de la canciones allí grabadas permanecerán sin nombre, desconocidas para el mundo, y su canto dejará de oírse, sus advertencias contra el capitalismo menguando, mientras el mundo se despeña en el caos creado por esas políticas inhumanas.
Vanilla fudge, Love, The new Riders of the Purple sage, Earth Opera, The Family, Mott the hopple, o Fever Tree, fueron otros de estos vetustos jipis favoritos de mi padre, que primero tuvo en acetatos y después en compactos, consiguiéndolos con mucho trabajo de explorador, en sus viajes a E.U. y las Europas, revisando los rincones de las mejores tiendas de discos, pues ya para entonces eran prácticamente desconocidos. Pero sin embargo, en su juventud, cuando produjeron esos álbumes tan inspirados, se hallaban tan prendidos con ese anhelo de vivir y cambiar el mundo, como sus compañeros más exitosos: The Who, The Byrds, los Beatles, Led Zeppelin o los Doors, Janis, y Hendrix, así también, todos estos hombres y mujeres, rockeros intensos y talentosos, pero poco apreciados, fueron la sangre, el corazón y la mente de aquellas bandas, respetables pero fugaces, del rock psicodélico, en la década de los años sesenta, con toda su voluntad de cambiar el rumbo de una humanidad decadente, y rescatar al sueño americano de su pesadilla, desde entonces inminente, para las almas despiertas.
Ya en la letra B, me encuentro rápidamente con el concierto The Lats Waltz, de The Band, una agrupación que, efectivamente, tuvo el decoro de esfumarse tras ese único concierto de despedida, plagado de celebriedades y presentaciones asombrosas, como el legendario Muddy Waters, patriarca del blues, en su última gran presentación en vivo grabada fielmente; Aparecen también Neil Young, Van Morrison, Dylan y un largo etcétera… Este gran evento, como antes Woodstock, el Monterrey Pop Festival, y más tarde Live Aid, se convirtieron en visitas recurrentes, en nuestras sesiones de conciertos a todos volumen, en la sala de nuestra casa, cuando escucharlos en video casetes se volvió posible, y más tarde en dvd’s, pasando por los fracasados discos láser, cuyo parentesco visual con ambos acetatos y compactos los hacía un objeto de belleza incomparable, con el brillo de un espejo dorado, combinado con el tamaño y arte de un LP: un lujo perdido en el tiempo, como la calidad audiovisual de los blu rays…  Al tecno basurero de la historia.
Por aquí en el lado B, el plan Beta, de beat, me encuentro también con los Buitres, quiero decir los Beatles, siempre revoloteando, como espíritus benévolos, sobre este proyecto de novela autobiográfica, que parte de El Memorial de nuestra Amnesia, y ahora se ha convertido en un Mar de Música, donde se me siguen apareciendo los cuatro fantásticos de Liverpool, pues obviamente, tenemos todos sus discos, sin llegar a grados fanáticos. Pero entre ellos encuentro una rareza de tiempos inmemoriales, que si se escucha ni parecen los famosos Beatles, al principio, y me refiero a un disco que se presenta como The Early Tapes of The Beatles, o Tony Sheridan and The Beat Brothers, que no es otra cosa que sus grabaciones como grupo de acompañamiento para ese tal Sheridan. Aunque en algunas de las piezas incluidas canta John Lennon, alguna otra la escribieron juntos John y George (“Cry for a shadow”), así como en “My Bonnie”, los gritos de Paul se escuchan claramente en los coros del fondo; Estas grabaciones añejas y casi clandestinas, fueron las que llamaron la atención de Brian Epstein, quién pronto los convocaría a grabar su propia música. Esto es lo más fan que mi jefe puede llegar a ser de los Beatles, aunque recuerdo que su gesto era más bien de decepción, al escuchar los resultados de su hallazgo.
Pero para mí, esta Cinta Blanca, en su viejo casete, que se está borrando lentamente, me recuerda un pequeño ritual que yo solía hacer siendo todavía un niño, o chance ya un adolescente precoz, en las noches sonámbulas, cuando todos dormían o estaban ausentes, me escuchaba el White Álbum de los Beatles completito, con unos audífonos más grandes que mí cabeza. Esto fue ya con un par de discos compactos que yo mero encontré en un supermercado, hurgando, junto a mi padre, en una pila de aparente basura musical. Colocaba los discos solares en el estéreo, con la cara reflejante boca abajo, y los dejaba irradiar su magia, cruzando así, a través de los espejos prismáticos, hasta fundirme en el rayo láser que leía y descifraba esas arcanas melodías. Los escuchaba de principio a fin, escapando de mi mente y del planeta, contaminado y gris, buceando hacia paisajes sonoros de un mundo mejor.
Para estas alturas, en esta coordenada perdida entre el tiempo y el espacio, en las aguas oscuras y luminosas del Mar de Música, el viaje auditivo ya me había sumergido en mi propio suministro de substancias neuronales enervantes, propias de quienes amamos la música hasta los tuétanos: Dopaminas y demás químicos naturales que recorren el cerebro, dejando los surcos luminosos/eléctricos de las melodías nuevas, entrañables, pequeños fuegos inolvidables. Lo mismo pasaba, en toda la familia creo, cuando escuchábamos las sinfonías, adagios o sonatas de Beethoven, Mahler, Jaschaturian, o el maestro Schubert: Su magia abría senderos en mi mente, hasta entonces desconocidos, y expandía mis horizontes, derribando fronteras o limitaciones, y me permitía atisbar a través de la cerradura de Las Puertas del Infinito, hacia los confines más exóticos y fantásticos del espíritu humano. Y eso que aún faltaban muchos años para que yo probara cualquier tipo de alucinógeno, pero me desprendía de mi cuerpo, escuchando esas canciones tan enigmáticas, con la simple música y la presencia de mi padre disfrutándola en silencio, fumando cigarros sin filtro, o quizás contándonos un cuento maravilloso, tal vez en su recámara, meditando en flor de loto, con un mandala coloreado por el mismo (con “prismacolors”), o haciendo Yoga mientras nosotros jugábamos, entrando y saliendo de la casa y hacia la noche, como luciérnagas intoxicadas con la luz y la oscuridad.
Pero si desean saber que más escuchaba mi padre, para recordar sus viajes sicodélicos, como las rolas que grabó en esa cinta sin nombre, y más artefactos y criaturas musicales/fantásticas, tendrán que esperar a que zarpe nuevamente esta nave de locos, con rumbo desconocido hacia un Mar de Música sin fin, en el próximo capítulo. Pero por ahora, me temo que es: “¡Tierra a la vista!, hermanos marinebrios, y hermanas navegantes, ¡Hasta la próxima!