lunes, 4 de febrero de 2019






XIV

SIETE AÑOS DE WHISKY

 (PARTE II)

            ¿Tú sabes como a veces, en esta vida, las cosas crecen más allá de todo control, o por lo menos más allá de lo que se había planeado?, como las raíces de un árbol que rompen el concreto de las calles y las banquetas, las paredes de las casas, o la grandeza de un ídolo, una gotera que cae sobre la estatua de un héroe, y convierte una grieta en un abismo, con el paso del tiempo, si no se le detiene… O una simple rutina, un hábito, un pequeño vicio, que se siembra como una semilla mágica en el patio trasero del cerebro, cuando se es muy joven, y de pronto, algunos años después, tenemos una plaga espiritual, una epidemia psíquica familiar, una enredadera ponzoñosa y antropófaga que se apodera de toda la edificación de un supuesto ser humano, hasta que ni el amor, ni el oro o los aplausos y demás placeres mundanos son capaces de devolver a un hombre a la cordura; Y entonces la demencia anida en su alma, como una madre cuervo, que encuentra desesperadamente un lugar para criar a sus herederos, en la tormenta de los tiempos, devorando los recuerdos de quien, alguna vez, fuera el líder de la manada, el hombre de la casa, el padre de familia, el gran escritor, mi padre, José Agustín. Yo supongo que, para estas alturas, ya todos saben que sí, otra vez, estoy aquí escribiendo sobre mi jefe, cobijado solamente por la luz de una vela intergaláctica, para tratar de verter fuego escrito sobre los malditos eventos que tuvieron lugar en nuestra vida, tras su fatídico accidente, casi mortal, cuando fue orillado hacia el vacío y cayó hasta el fondo del escenario, en un teatro repleto de sus admiradores, en la ciudad de Puebla. Y fue así como, a los sesenta y cinco años de edad, esa caída le robó el don de la escritura, con el cual sacó adelante a su familia durante años, deslumbró a sus simpatizantes y demás detractores, y trató de educarnos, al menos a mis dos hermanos, a mi madre y a mí, además de cientos de sus simpatizantes, y lo hizo todo muy a su pesar, manteniendo firmemente su camino, intransigente y megalómano como todos los grandes mutantes de la historia, contra la corriente de un mundo demencial.
            Así que, ¿en que estábamos?, ah, sí: después de que mi padre cayó en Puebla, o lo tiraron, o se dejó caer, y pasó casi un mes en un hospital español, y exigió ser dado de alta contra la opinión médica, donde lo diagnosticaron con una lesión cerebral severa, que le provocaría por lo menos la famosa amnesia de lo reciente; Y que así regresó a Cuautla donde poco a poco comenzó a beber otra vez, contra todas las recomendaciones y pronósticos; Y sin darnos cuenta, nos fuimos hundiendo en una espiral descendente, en la cual mi laureado padre, un hombre de tinta y papel, hecho de símbolos herméticos y palabras escritas en las lenguas del fuego, y construido como una pirámide de libros grandes y pequeños, comenzó a desmoronarse, a convertirse en una ruina de sí mismo, (“Estas ruinas que ves”, recita, salido de sus propios misterios) pero aún imponente, como si de una zona de guerra arqueológica se tratara: Es como si mi papá fuera ahora una serie de edificaciones derruidas, antiguas pero asombrosas, de alguna civilización perdida, que aún relatan una historia de su grandeza y decadencia, un pálido reflejo de las muchas batallas perdidas y ganadas, un cementerio sonámbulo de maravillas dormidas, un monumento vivo a las artes libertarias, representante de una generación de espíritus innovadores, hacia final del siglo pasado, y una puerta de las  percepciones abiertas al infinito.
            Así que, como les estaba diciendo, increíblemente, mi padre volvió a beber, diariamente, durante una cadena de días ya sin recuerdos, que para él empezaron siempre después del mediodía, hasta que empezó a despertar después de las dos o tres, hasta las cuatro de la tarde, y arrancaba de nuevo con una dosis creciente de whisky o tequila, además de vino y cervezas, rehusándose a malcomer poco más de una comida al día; Esto antes de una siesta sincronizada con el atardecer y la salida de la Luna, para después beber un poco más de sangre, al revivir en la noche, como un vampiro, y de ser posible, beber un poco más, hasta la madrugada, para arrullarse nuevamente a dormir, en un retiro voluntario de la vida, ya sin sueños.


            Y desde luego, inevitablemente, con el exceso de alcohol, comenzaron sus caídas sin fin (se fracturó el brazo izquierdo en dos ocasiones), además de que volvió la ira irracional, y la neurosis frenética, aunque ya muy disminuido por la lesión cerebral, con una furia ya cansada, casi resignada y sin esperanzas de estallar como antes lo hacía, buscando esa histeria con la que condimentó nuestras vidas siempre, como el rey enloquecido y genial, de una familia brillante, pero siempre al borde del abismo, y que sin embargo lograba mantenerse a flote, en el aire, en un vuelo nocturno sin escalas, con el puro poder de sus palabras casi místicas, su aparente comprensión del mundo real, y su inagotable imaginación, que nos elevaba como una alfombra mágica.
            Así que, al fin, contra todo lo que pudiera imaginarse de la vejez de un buen escritor, que a diferencia de un futbolista puede, si quiere, seguir trabajando en lo que ama hasta el día de su muerte, mi padre dejó de escribir. Cuando le preguntaba si escribiría en la noche, como lo hizo todos los días de mi infancia y juventud, bufaba con desagrado, como si de una condena o una maldición se tratara. “Me mareo y me siento enfermo”, me dijo, “si intento escribir” (sobre La locura de Dios… eso no lo dijo pero lo pensé yo); “Bienvenido a mi Mundo”, le respondí y él asintió con un gesto de disgusto. También olvidó que me había corrido de la casa unos días antes de su accidente, y que sólo cuando vio las profundas heridas en mi muñeca izquierda, cocidas como un Frankestein tercermundista, tras mi segundo intento serio de suicidio, accedió a dejarme vivir otra vez en su Casa del Sol Naciente, al menos por un tiempo. Esto lo concedió en silencio, dándome la espalda y yéndose a su conferencia fatídica en Puebla. Y de pronto, un mes después de su convalecencia, al regresar al fin  a su casa en Cuautla, todo cambió, a mi favor, debo reconocer, y me encontré viviendo otra vez con los jefitos, pero en circunstancias totalmente distintas a mi primer retorno como hijo pródigo, tras mi segundo fracaso amoroso en la nueva Tenochtitlan, y después de mi triste, psicótico y absurdo intento de matrimonio, por fortuna trunco y estéril; Es decir que, gracias a Dios, nunca tuve hijos con ninguna de las queridas dementes que se atrevieron a tenerme por su pareja, aun cuando, para mantener este record, o saldo blanco, tuve que solicitarle a dos de ellas, en tres ocasiones, que abortaran a mis herederos, a lo cual accedieron amablemente, conscientes de que traer un hijo mío al mundo, no era buena idea para nadie.
            Y poco a poco, mi gran jefe Caballo loco retacó de nuex toda su cava con pomos multicolores, mismos que yo había vaciado antes de su regreso del hospital, y me había bebido heroicamente para no desperdiciar, cuando los doctores que lo atendieron, y desde luego mi hermano, el también escritor y siquiatra Jesús Ramírez Bermúdez, le prohibieron tajantemente que continuara con su ritmo de ingesta diaria de alcohol, como lo hacía felizmente hasta antes de su gran golpe, sin importarle un pepino las reacciones secundarias, o el rastro de estragos causado por los abusos indiscriminados de drogas y alcohol; Y por cierto, salud… We’re doomed, pensé otra vex, camaradas lectores.
            Y así, de pronto, descubrimos que el hecho de que mi padre ya no escribiera, dedicándose ya sólo a beber y dormir, tendría serias repercusiones en la economía de esta su casa, que es algo grande y necesita de muchos gastos de mantenimiento, sin contar nuestra propia subsistencia, pues al agotarse toda fuente de ingresos, mis padres y yo de polizón, un náufrago sobreviviente y aferrado, nos encontramos de pronto ante el dilema de nuestra falta de recursos, y en mi caso, de empleo. Hasta poco antes, me encontraba colaborando en el periódico La Jornada, escribiendo en la sección de espectáculos, y también en las revistas La Moska y Rolling Stone, además de que trabajaba haciendo dictámenes para la editorial Patria y Random House, donde mi hermano Andrés es editor estrella. Así había mantenido a mi esposa, en nuestras aventuras en el DF, pues ella primero se negó a chambear y luego a contribuir con los costos de nuestro flamante matrimonio, allá en la gran ciudad, hasta que aquella farsa romántica reventó en mil pedazos, y tras mi segundo o tercer intento de matarme (neta no recuerdo cuantas veces me cocieron las muñecas en hospitales, dos o tres veces, entre Cuautla y la CD, pues era una época en que tragaba clonazepam como si fueran M&M’s, y bien sabido es que te borran el cassette progresivamente, dejando al drogo en una especie de amnesia de los acontecimientos recientes, tal como hoy malvive mi lesionado padre), mi ex y yo nos separamos y acabé en Cuautla otra vez; Pero renuncié a todos esos compromisos laborales, y me dediqué a hundirme en mi depresión. De hecho, sólo renuncié a la Jornada (joder esa es otra historia curiosa, que será contada en otra ocasión), pero aclaro que la Rolling, y La Moska, desaparecieron por arte de magia, Patria fue devorada por Larousse, y mis ilustraciones para Drácula en su prometida colección juvenil se fueron al traste también. Y aunque la Stone regresó poco después, yo no volví con ella, como jamás volví con mi exesposa, evitando, por una vez en mi vida, caer tres veces en la misma trampa de oso. De modo que, desempleado y desesperanzado, yo no iba a ser el héroe que con su trabajo sacara adelante a mis padres. Pero mi jefe tampoco lo haría, estaba completamente incapacitado, aunque repitiera sin cesar, a los medios que aún lo entrevistaban, que él seguía escribiendo y pronto presentaría su nueva novela: La Locura de Dios.

            Como ya he platicado antes aquí, en este Blog dedicado a José Agustín, donde escribo semana a semana El memorial de nuestra Amnesia, este proyecto de novela autobiográfica, La Locura de Dios era el título optativo para su siguiente obra, que resultó inconclusa, así como otros dos proyectos que ya había arrancado con gran fuerza y prometido a Random, incluso había recibido adelantos que no se retribuyeron, y fue por eso que mi hermano Andrés rescató, de entre los baúles de rollos viejos e inéditos de mi padre, el Diario de Brigadista, un texto que mi padre jamás pensó se publicaría, mismo que apareció promocionándose como un libro escrito aún antes que La Tumba, su de por si súper precoz primera novela. El Diario… se editó como un reemplazo de sus novelas inconclusas, que, tras el accidente, súbitamente se detuvieron en seco, sin esperanzas ni sorpresas. Sólo las regalías de todos sus grandes libros, que aún se editan y se venden gracias a su calidad y vigencia, serían nuestros únicos ingresos para mantenernos en línea, en la frecuencia de la buena vida, o lo que nos quedaba de ella, tal como la conocíamos.
            Esta situación nunca llegó a ser dramática, supongo, pues siempre hubo comida en nuestra mesa, cortesía de mi santa madre, y al jardinero y las empleadas domésticas se les mantuvo su sueldo, y de alguna manera ambos nos las arreglamos para mantener activos nuestros vicios, yo más que nada ya pura mota y chelas, y él lo mismo, aunque siempre ha fumado sólo en la noche, pero eso sí a diario con el tequila o el whiskey, todo el que pudiera. Por suerte el Rivotril ya no estaba en el menú, pues ambos habíamos abusado ya, cada quién a su manera, de esa substancia tan tramposa, del bonito ramillete de drogas legales con doble filo. También la coca, que para ambos era un lujo ocasional, pero bien arraigado, en algún lugar aparentemente remoto de nuestro pasado reciente, ahora era sólo un recuerdo, ya casi olvidado, que sin embargo levanta las orejas y huele el aire, sintiendo taquicardias, cuando escucha la palabra: “Cocaína”. Pero como aún no se ha inventado una cura para el dolor, del cuerpo y el alma, ni para el amor o la falta de, ni para la vida en sí, para acabar pronto, ambos continuamos consumiendo, indiscriminadamente, entre medicamentos prescritos y drogas ilegales, ausentes del mundo cruel y sus pesadillas, una cruel realidad que mi padre ya sólo visita cuando lee las noticias escritas en los periódicos, mismos que diariamente exige en su mesa de desayunar, aun cuando quizás ya no logra registrar el paso de los días, y le cuesta un gran esfuerzo seguir el curso de los acontecimientos en este nuevo milenio, debido, queridos camaradas, a su amnesia de lo reciente, producto de su lesión tras el accidente en Puebla. Además de una creciente hidrocefalia que aún avanza silenciosa, a pesar de que ya fue operado por ella y carga con una válvula que drena el agua fuera de su cerebro, pero el líquido vital continúa acechando su otrora mente tan brillante, al ritmo vertiginoso de los mil y un tragos estroboscópicos del bendito etanol. Hoy en día, les aclaro, ya sólo bebe algunas cervezas a diario, y vino ocasionalmente, cuando algunas amables visitas nos presentan el pretexto para beberlo, y entonces hay que tener cuidado con él, porque apaña la botella y si no lo detienen, se la bebe casi toda él solito.
            Y fue así que nuestras penurias económicas, tras el abrupto silencio escrito de mi padre, llegaron hasta los oídos de sus viejos súper amigos, entre ellos, por ejemplo, uno de sus fieles herederos y reconocido admiradores, el querido Juan Villoro, o la mismísima Elena Poniatowska, luchadora veterana y legendaria de las buenas causas y los más altos ideales, quiénes ni lentos ni perezosos, junto con otros colegas en posiciones estratégicas, comenzaron a fraguar un plan para ungir a mi jefe con el Premio Nacional de Artes y Ciencias, el más alto reconocimiento que México otorga a sus luminarias intelectuales. Pero me estoy apresurando, porque eso ocurrió varios años después, en plena guerra calderonista contra las drogas. Pero algunos años atrás, cuando sus compañeros de letras aún no podían aceptar que el fuego de mi padre se hubiese extinguido, doña Elena, La Poni, como le decía mi padre de cariño, decidió emprender la que quizás sería su última visita a su amigo José Agustín, en su vieja y adorada casa de Cuautla. Esto fue por el año de 2012, cuando una ola de interfreaks y demás malas lenguas pregonaban el fin del mundo por algún supuesto presagio maya. Y fue por aquellos días, unos tres años después de La Caída, que doña Elena se tomó la molestia de visitarnos, en su gran bondad y solidaridad humana, e hizo un espacio en su vida para visitar a los enfermos, quizá por su crianza católica, y se vistió de hermana de la caridad, custodiada por otro colega escritor, y viejo amigo de mi jefe, a quién invitó para su travesía, otro gran compañero de vida de mi padre, el antropólogo Julio Glockner, reconocido escritor sobre los rituales y tradiciones sincréticas de las comunidades que habitan a las faldas del volcán Popocatépetl, quien a su vez recibió el encargo de hacerse acompañar por una auténtica chamana y curandera de este tipo de antiguos rituales, y ya juntos los tres, se embarcaron en la misión de llegar hasta la Casa de José Agustín en Cuautla, para realizarle una limpia o algo por el estilo, en un desesperado intento por rescatarlo del silencio escrito, y devolverle el espíritu mágico de sus poderes literarios.
            Así fue como llegaron hasta La Casa de Todos Ustedes, mis queridos lectores y únicos amigos, y bajaron de una nave, doña Poni, la princesa roja, seguida de una verdadera Bruja del volcán, y el antropólogo, sabio maestro del conocimiento enteógeno, flanqueando a la periodista legendaria, que a mis ojos apareció siempre como una bodhisattva, fuerte y segura de sí misma, más allá de mi humilde asimilación. Aunque ella es más bien laica, creo, porque he leído que acompañaba a su madre a misa, pero escondía algún buen libro dentro de la Biblia, para cultivarse mientras los demás oraban por las ánimas del purgatorio.

Poco después de su visita, soñé con ella, otra vez en la casa, y yo pretendía adorarla casi como si de una santa se tratara, pero ella me reprendía, me impedía canonizarla, y me indicaba que la tratara como a cualquier otra persona: con amor al prójimo y nada más. Algunos años después, comencé un retrato de doña Elena, decidido a pintar mi primer buen lienzo, de hecho por encargo de su hijo, Felipe Haro, para donarla a su Fundación, pero no me he atrevido a visitarla. Y es que esta dama es una luchadora social galardonada ni más ni menos que con el premio Cervantes, además de todos los reconocimientos que México puede ofrecer y con casi más doctorados Honoris Causa que el mismísimo Dios, ganados a pulso con sus muchos grandes libros, escritos por puro amor al arte, a la vida, a la libertad. Ya la había conocido, muchos años atrás, cuando era niño, en esta misma casa donde escribo esta noche, y la recuerdo como una mujer cálida y dulce, muy amable, que me preguntó el nombre de mi gata, La Katrina.
Pero aquella vez si la vi bastante más grande, durante esa última visita, que se desarrolló como un epílogo de una gran amistad. De hecho, la foto en que me basé para su retrato, estaba pegada en la pared del estudio de mi father, una foto de la juventud de doña Poni, y él siempre me dijo que era una gran camarada de viejas batallas, que él apreciaba muy personalmente.  Y como no la iba a ver más veterana, si en efecto, la señora ya cargaba sobre los hombros sus casi ochenta años, por aquel entonces. Y sin embargo, doña Hélene Elizabeth Louise Amélie Paula Dolores Poniatowska me pareció siempre recia como un roble. Y así, con un decidido paso huichol, se abrió camino a través de nuestros viejos portones de hierro negro, flanqueada por sus mágicos acompañantes, y entró en nuestra casa, decidida a salvar a mi padre de sí mismo y de su aparente bloqueo creativo.
Ante esto, mi padre abrió un par de botellas de vino, y junto con sus viejos demonios, se preparó para recibirlos, como un retador que juega en su casa.
Pero por hoy, me temo que es hora de decir: Buenas Noches Planeta Tierra, para todos los estimados lectores y únicos amigos, y para todos los hombres de buena voluntad. Gracias a los visitantes, nacionales y extranjeros, a este Blog from outer space. ¡Salud!