III
EL REY FANTASMA
He
pasado demasiado tiempo en esta casa, hasta casi convertirme en uno de los
fantasmas que la habitan y nos visitan, en esta vieja edificación ancestral,
construida en la era de mi abuelo, cuando el mundo era un poco más limpio, y
puro, y el futuro por delante parecía una promesa de progreso dorado, y al paso
de los años setenta y tantos, se la cedió o vendió o heredó a mi padre, quién
más tarde nos traería a vivir acá, a este lado del paraíso perdido.
Aún
puedo oír los gritos que provienen, lejanos, de la casa de mis padres, al otro
lado del jardín. Mientras escribo, recuerdo que les gustaba pelearse
constantemente, por cuestiones que nunca comprendí. Al final, después de mucho
rugir, siempre seguían juntos como si nada, y se amaban profundamente. Más
tarde, en mi propia vida amorosa, me di cuenta que no importa porqué peleamos
con los que amamos, simplemente hay que hacerlo, porque somos violentos y
egocéntricos, que hay que gritarse y lanzar sartenes porque así es la vida, y
luego olvidar todo el asunto, con el paso de los años, sea que las parejas
sobrevivan o no. Pero como le oí decir al maese Armando Ramírez: “el que sepa
de amores que calle y comprenda”. Pero yo no puedo guardar silencio hasta el
sepulcro, pues soy un hablador, un vomitador, un revelador de verdades
indeseadas, pregonero de infortunios y desgracias, en fin: un hocicón y un
revoltoso.
Mientras
esos rumores de batallas estériles se desvanecen, yo me dispongo a escribir
esto, encima del ocasional estruendo, que ya es un débil recuerdo de lo que
era, como el eco de un trueno que se desvanece, pues mi jefe se niega a alguna
petición o sugerencia de mi madre, que ha puesto su disco favorito, él que le
regalara la célebre poeta induísta Elsa Cross, y que consiste sólo en el canto
de un mantra de forma repetitiva, incesante: Om namah shivaya, que significa: “Acepto la voluntad divina” o algo
así; Y eso es lo que canta la Casa sobre el jardín, mientras la noche cae
implacable pero suavemente, como suele hacerlo por aquí. La lluvia no cede,
pero como escribió alguna vez Snoopy: “Era una noche oscura y tormentosa, y sin
embargo, llovía”.
Hace
un rato me atreví a platicarle a mi
madre sobre este proyecto, y le mostré el famoso blog, tal como lo arranqué,
con la ayuda de una mujer misteriosa, y sólo dos entradas, que son como una
introducción al tema que aquí, desgraciadamente, nos reúne en torno a la fogata.
Me hizo algunas correcciones y le pedí que me respondiera que tan acertada era
mi descripción imaginaria de los sucesos, de aquel día casi fatal. Yo, por
cierto, jamás se lo había preguntado, como tampoco me atreví nunca a ver las
fotos que publicaron crudamente en La Jornada y en algunos otros medios. Ahora,
sin embargo, también voy a googlear el asunto, a ver cuanta información recabo
para esta investigación privada, personal y pública. Necesito hallar datos, por
viejos que estén, y averiguar cómo fue que realmente ocurrió su caída.
Me
respondió algunas cosas que ya sabía, como que no había ninguna orquesta en la
fosa donde cayó, pero dijo que le daba un toque de gracia, lo del bombo y el
platillo. Pero después me reveló algunos detalles que sólo ella podría saber,
pues estuvo allí en el lugar y momento exactos en que mi papá se accidentó: me
contó, que, cuando ella iba subiendo unas escaleras hacia el proscenio, pudo
ver que él estaba justo en el borde del escenario, con los talones casi
flotando ya, en el filo de su pequeño abismo, y con una multitud de personas
arrinconándolo en esa situación, que ponía claramente en peligro su vida. Pero
ella, mientras trataba de subir peldaño por peldaño, obstaculizada por esa legión
de lectores sin control, pudo ver que estaba a punto de caer, es más, quiso
hablarle para advertirle de ese gran riesgo en que se hallaba, pero pensó que
si le gritaba, como él estaba de espaldas al pozo, al voltear la vista hacia ella, con eso sería
suficiente para que se desplomara al inminente vacío; Así que se calló su
advertencia tan endemoniamente urgente, y ya sólo pudo observar impotente
como el cuerpo de mi padre caía hasta el fondo, hiriéndose de muerte. Sólo
alcanzó a gritar: “¡MI MARIDO!”, cuando él ya volaba en picada, rumbo al suelo.
De inmediato, el escándalo se agudizó, gritos y susurros, ignorancia y azoro,
desesperación, un zumbido de dolor insoportable, todo eso en el ruido
ensordecedor del teatro vuelto un caos. Mi
mamá, cuando alcanzó a salir del shock inicial, sintió que una de las
organizadoras la tomaba del brazo, y le decía, “Vamos a bajar”. Así lo
hicieron, y fueron de los primeros en observar a mi padre hecho una pena, boca
abajo, pecho atierra, con media cara y cuerpo vueltos un gran moretón ardiente,
y un flujo de sangre incesante que provenía de su oreja. Algunos paparatzos,
aprovecharon para fotografiar la triste exclusiva, y la noticia comenzó a
moverse hacia todos los noticieros del país. Las estoy viendo ahora, las notas
sobre el desafortunado evento, en la madrugada lluviosa, muchos años después
del accidente, por primera vez. El shock, sin embargo, aún es grande, como un
cable de alto voltaje: lo suelto antes de electrocutarme.
Nadie
se atrevió a moverlo, al menos esa parte del protocolo se respetó, y por
fortuna también se contaba con una ambulancia afuera del recinto, pues era
parte de las mínimas reglas de seguridad que se siguieron al pie de la letra,
de modo que los paramédicos hicieron su entrada triunfal cuando mi padre aún
sangraba en el suelo, aproximadamente 10 u 11 minutos después del rotundo golpe.
Durante todo este tiempo, continúo mi jefa con su relato, mi papá nunca perdió
el conocimiento del todo, sino que simplemente se retorcía, meciéndose de un
lado a otro sobre sí mismo, como en un trance o embrujo, repitiendo
incesantemente: “ESTO ESTÁ MUY CABRÓN, ESTO ESTÁ MUY CABRÓN!
Con
la velocidad que se requiere, los paramédicos lo levantaron, lo subieron a una
camilla, y lo sacaron de allí, hasta ingresarlo en la bendita ambulancia, a la
cual también subió mi madre, quizá hundida en la mayor ansiedad y desesperación
de su vida. En el trayecto, me cuenta, el seguía repitiendo la misma frase como
un disco rayado: era el punto de inflexión entre el antes y después del golpe
de mi padre, su cerebro se estaba cerrando para bloquear el evento, como suele
ocurrir en los casos de un traumatismo agudo en el cráneo, el recuerdo se
pierde por completo. Allí su mente se cerró al futuro, y comenzó el ausentismo
de mi padre, empezando por los próximos veinte días o un poco más, que estuvo
en el Hospital de la beneficencia Española.
Al llegar a ese viejo pero prestigioso nosocomio, mi madre al fin fue separada
de mi padre, a quién trasladaron a la sala de urgencias, para que le
practicaran varias intervenciones quirúrgicas que salvaron su vida de milagro y
justo a tiempo. El diagnóstico médico fue: Lesión craneal, seis costillas rotas
y múltiples contusiones en la cara y el cuerpo, pero estable y consciente.
En
ese punto, una escritora de Puebla, Beatriz Meyer, una buena novelista y
samaritana, llegó para acompañar a mi madre en su desgracia, mientras
enfermeras y doctores comenzaron la ardua tarea de darle a José Agustín, de inmediato, toda la atención
médica que necesitaba. En ese punto de la historia, mi mamá, doña Margarita
Bermúdez, pensó que el proceso seguiría su curso en el quirófano, y era hora de
hablarle a su primogénito, mi hermano Andrés, para informarle de lo acontecido,
y ya él se encargaría de hablarnos a mi hermano Jesús y a mí, para darnos la
grave noticia: De ese horizonte de todos los eventos de mi padre, quién había
caído literalmente en desgracia, desde el cielo y hasta el suelo, y jamás
volvería a ser el mismo, a partir de esa noche, tan oscura para su alma.
Mientras
tanto, volviendo al futuro, acá en su casa de Cuautla Morelos, mi padre está
cada vez más inmóvil: primero empezó por no interesarse en salir ni a un
restorán, si no lo llevamos insistentemente, y come tan despacio como una
tortuga de Galápagos. Después, dejó de frecuentar su estudio, acá
cerca de mi cubil, donde pasó la mayoría de su vida escribiendo
incansablemente. Pero de pronto dejé de verlo por acá. Luego empezó a alejarse
del jardín tan bello que tienen aquí, ese jardín donde tantas veces lo vi
asolearse como una iguana, también de las Galápagos, ¿por qué no?; Luego siguió
la terraza, donde siempre hemos comido, en el orden de su ausencia. Ahora, casi
siempre come en la mesa de la sala, adentro de la casa. Finalmente, nos está
costando trabajo que quiera salir de su cuarto, ya entrada la tarde, a veces
quiere quedarse allí, leyendo mucho, o mirando al techo y más allá. Sí, afirmativo,
aún lee, el periódico, poesía, viejos libros de su cabecera, algún libro de
historia antigua, etcétera.
A
veces, ya casi no quiere comer, y rara
vez le da la gana bañarse. Se está paralizando cada vez más, supongo, y es que mi
hermano Jesús, el doctor psiquiatra, dice que la hidrocefalia no se pudo detener del
todo, y sigue su paso muy lentamente, avanzando como una fuerza oscura,
maligna, salida de una novela de terror fantástico. Como la nada de la Historia
Interminable. Me descubro rogando que no avance más, que se detenga, y los
Dioses no lo deterioren más. No es que esté ya irreconocible, ni que no me
reconozca o a toda la gente que ama. Pero a veces, los datos de su otrora mente
tan ágil, su memoria prodigiosa, se confunde, se le cruzan los cables y sólo
obtiene cortos circuitos y chispas de lucidez. Uno puede tener una conversación
con él, en ocasiones, y parece que no tiene nada, pero de pronto, se comienza a
notar su decadencia inexorable, y observo como el silencio devora sus palabras,
aun cuando se le ve más tranquilo que en toda su vida como escritor, cuando una
ansiedad lo devoraba con insomnios creativos deslumbrantes. Ahora, sigue
desvelándose, aun cuando el Caldero alquímico se apagó años atrás, pues sus
hábitos noctámbulos se remontan a su infancia, cuando, solía contarme, su madre
le gritaba en las madrugadas: ¿¡Todavía estás escribiendo?, ya váyase a dormir
chamaco!; Pero él no obedeció nunca a nadie, más que a su intuición, y aunque
muchas veces estuvo a punto de estrellar su auto con toda la familia adentro, su
instinto literario, agudo como el olfato de un sabueso, siempre nos guió a
buenos puertos. Hoy en día, al final del verano del año 2018, mi madre y yo nos
turnamos para acompañarlo, a diario, ya muy noche hasta su cuarto, donde se
toma unos chochos somníferos/antidepresivos, que lo tumban como a un fusilado,
y finalmente, consigue dormir. No están ustedes para saberlo, ni yo para
contarlo, pero así es.
La
lluvia de anoche nunca se detuvo, pero hoy, al amanecer, finalmente el Sol
quiere salir otra vez, y yo estoy escribiendo junto a una mujer maravillosa,
que lee El resplandor de Stephen King. Mientras intento terminar está, la
próxima entrega de este diario electrónico, la bitácora de esta nave de locos,
donde yo soy sólo un marinero, y mi padre, don José Agustín, todavía es el
capitán.
Salud
camaradas, hermanos y hermanas, que amablemente leen este pequeño ritual de
palabras sin tinta, ni papel, mil y una gracias a todos por visitar.