domingo, 2 de septiembre de 2018

III EL REY FANTASMA








III
EL REY FANTASMA


                                                           He pasado demasiado tiempo en esta casa, hasta casi convertirme en uno de los fantasmas que la habitan y nos visitan, en esta vieja edificación ancestral, construida en la era de mi abuelo, cuando el mundo era un poco más limpio, y puro, y el futuro por delante parecía una promesa de progreso dorado, y al paso de los años setenta y tantos, se la cedió o vendió o heredó a mi padre, quién más tarde nos traería a vivir acá, a este lado del paraíso perdido.
                                                           Aún puedo oír los gritos que provienen, lejanos, de la casa de mis padres, al otro lado del jardín. Mientras escribo, recuerdo que les gustaba pelearse constantemente, por cuestiones que nunca comprendí. Al final, después de mucho rugir, siempre seguían juntos como si nada, y se amaban profundamente. Más tarde, en mi propia vida amorosa, me di cuenta que no importa porqué peleamos con los que amamos, simplemente hay que hacerlo, porque somos violentos y egocéntricos, que hay que gritarse y lanzar sartenes porque así es la vida, y luego olvidar todo el asunto, con el paso de los años, sea que las parejas sobrevivan o no. Pero como le oí decir al maese Armando Ramírez: “el que sepa de amores que calle y comprenda”. Pero yo no puedo guardar silencio hasta el sepulcro, pues soy un hablador, un vomitador, un revelador de verdades indeseadas, pregonero de infortunios y desgracias, en fin: un hocicón y un revoltoso.
                                                           Mientras esos rumores de batallas estériles se desvanecen, yo me dispongo a escribir esto, encima del ocasional estruendo, que ya es un débil recuerdo de lo que era, como el eco de un trueno que se desvanece, pues mi jefe se niega a alguna petición o sugerencia de mi madre, que ha puesto su disco favorito, él que le regalara la célebre poeta induísta Elsa Cross, y que consiste sólo en el canto de un mantra de forma repetitiva, incesante: Om namah shivaya, que significa: “Acepto la voluntad divina” o algo así; Y eso es lo que canta la Casa sobre el jardín, mientras la noche cae implacable pero suavemente, como suele hacerlo por aquí. La lluvia no cede, pero como escribió alguna vez Snoopy: “Era una noche oscura y tormentosa, y sin embargo, llovía”.
                                                           Hace  un rato me atreví a platicarle a mi madre sobre este proyecto, y le mostré el famoso blog, tal como lo arranqué, con la ayuda de una mujer misteriosa, y sólo dos entradas, que son como una introducción al tema que aquí, desgraciadamente, nos reúne en torno a la fogata. Me hizo algunas correcciones y le pedí que me respondiera que tan acertada era mi descripción imaginaria de los sucesos, de aquel día casi fatal. Yo, por cierto, jamás se lo había preguntado, como tampoco me atreví nunca a ver las fotos que publicaron crudamente en La Jornada y en algunos otros medios. Ahora, sin embargo, también voy a googlear el asunto, a ver cuanta información recabo para esta investigación privada, personal y pública. Necesito hallar datos, por viejos que estén, y averiguar cómo fue que realmente ocurrió su caída.
                                                           Me respondió algunas cosas que ya sabía, como que no había ninguna orquesta en la fosa donde cayó, pero dijo que le daba un toque de gracia, lo del bombo y el platillo. Pero después me reveló algunos detalles que sólo ella podría saber, pues estuvo allí en el lugar y momento exactos en que mi papá se accidentó: me contó, que, cuando ella iba subiendo unas escaleras hacia el proscenio, pudo ver que él estaba justo en el borde del escenario, con los talones casi flotando ya, en el filo de su pequeño abismo, y con una multitud de personas arrinconándolo en esa situación, que ponía claramente en peligro su vida. Pero ella, mientras trataba de subir peldaño por peldaño, obstaculizada por esa legión de lectores sin control, pudo ver que estaba a punto de caer, es más, quiso hablarle para advertirle de ese gran riesgo en que se hallaba, pero pensó que si le gritaba, como él estaba de espaldas al pozo, al  voltear la vista hacia ella, con eso sería suficiente para que se desplomara al inminente vacío; Así que se calló su advertencia tan endemoniamente urgente, y ya sólo pudo observar impotente como el cuerpo de mi padre caía hasta el fondo, hiriéndose de muerte. Sólo alcanzó a gritar: “¡MI MARIDO!”, cuando él ya volaba en picada, rumbo al suelo. De inmediato, el escándalo se agudizó, gritos y susurros, ignorancia y azoro, desesperación, un zumbido de dolor insoportable, todo eso en el ruido ensordecedor del teatro vuelto un caos.  Mi mamá, cuando alcanzó a salir del shock inicial, sintió que una de las organizadoras la tomaba del brazo, y le decía, “Vamos a bajar”. Así lo hicieron, y fueron de los primeros en observar a mi padre hecho una pena, boca abajo, pecho atierra, con media cara y cuerpo vueltos un gran moretón ardiente, y un flujo de sangre incesante que provenía de su oreja. Algunos paparatzos, aprovecharon para fotografiar la triste exclusiva, y la noticia comenzó a moverse hacia todos los noticieros del país. Las estoy viendo ahora, las notas sobre el desafortunado evento, en la madrugada lluviosa, muchos años después del accidente, por primera vez. El shock, sin embargo, aún es grande, como un cable de alto voltaje: lo suelto antes de electrocutarme.
                                                           Nadie se atrevió a moverlo, al menos esa parte del protocolo se respetó, y por fortuna también se contaba con una ambulancia afuera del recinto, pues era parte de las mínimas reglas de seguridad que se siguieron al pie de la letra, de modo que los paramédicos hicieron su entrada triunfal cuando mi padre aún sangraba en el suelo, aproximadamente 10 u 11 minutos después del rotundo golpe. Durante todo este tiempo, continúo mi jefa con su relato, mi papá nunca perdió el conocimiento del todo, sino que simplemente se retorcía, meciéndose de un lado a otro sobre sí mismo, como en un trance o embrujo, repitiendo incesantemente: “ESTO ESTÁ MUY CABRÓN, ESTO ESTÁ MUY CABRÓN!
                                                           Con la velocidad que se requiere, los paramédicos lo levantaron, lo subieron a una camilla, y lo sacaron de allí, hasta ingresarlo en la bendita ambulancia, a la cual también subió mi madre, quizá hundida en la mayor ansiedad y desesperación de su vida. En el trayecto, me cuenta, el seguía repitiendo la misma frase como un disco rayado: era el punto de inflexión entre el antes y después del golpe de mi padre, su cerebro se estaba cerrando para bloquear el evento, como suele ocurrir en los casos de un traumatismo agudo en el cráneo, el recuerdo se pierde por completo. Allí su mente se cerró al futuro, y comenzó el ausentismo de mi padre, empezando por los próximos veinte días o un poco más, que estuvo en el Hospital  de la beneficencia Española. Al llegar a ese viejo pero prestigioso nosocomio, mi madre al fin fue separada de mi padre, a quién trasladaron a la sala de urgencias, para que le practicaran varias intervenciones quirúrgicas que salvaron su vida de milagro y justo a tiempo. El diagnóstico médico fue: Lesión craneal, seis costillas rotas y múltiples contusiones en la cara y el cuerpo, pero estable y consciente.
                                                           En ese punto, una escritora de Puebla, Beatriz Meyer, una buena novelista y samaritana, llegó para acompañar a mi madre en su desgracia, mientras enfermeras y doctores comenzaron la ardua tarea de darle a José Agustín, de inmediato, toda la atención médica que necesitaba. En ese punto de la historia, mi mamá, doña Margarita Bermúdez, pensó que el proceso seguiría su curso en el quirófano, y era hora de hablarle a su primogénito, mi hermano Andrés, para informarle de lo acontecido, y ya él se encargaría de hablarnos a mi hermano Jesús y a mí, para darnos la grave noticia: De ese horizonte de todos los eventos de mi padre, quién había caído literalmente en desgracia, desde el cielo y hasta el suelo, y jamás volvería a ser el mismo, a partir de esa noche, tan oscura para su alma.
                                                           Mientras tanto, volviendo al futuro, acá en su casa de Cuautla Morelos, mi padre está cada vez más inmóvil: primero empezó por no interesarse en salir ni a un restorán, si no lo llevamos insistentemente, y come tan despacio como una tortuga de Galápagos. Después, dejó de frecuentar su estudio, acá cerca de mi cubil, donde pasó la mayoría de su vida escribiendo incansablemente. Pero de pronto dejé de verlo por acá. Luego empezó a alejarse del jardín tan bello que tienen aquí, ese jardín donde tantas veces lo vi asolearse como una iguana, también de las Galápagos, ¿por qué no?; Luego siguió la terraza, donde siempre hemos comido, en el orden de su ausencia. Ahora, casi siempre come en la mesa de la sala, adentro de la casa. Finalmente, nos está costando trabajo que quiera salir de su cuarto, ya entrada la tarde, a veces quiere quedarse allí, leyendo mucho, o mirando al techo y más allá. Sí, afirmativo, aún lee, el periódico, poesía, viejos libros de su cabecera, algún libro de historia antigua, etcétera.
                                                           A veces,  ya casi no quiere comer, y rara vez le da la gana bañarse. Se está paralizando cada vez más, supongo, y es que mi hermano Jesús, el doctor psiquiatra, dice que la hidrocefalia no se pudo detener del todo, y sigue su paso muy lentamente, avanzando como una fuerza oscura, maligna, salida de una novela de terror fantástico. Como la nada de la Historia Interminable. Me descubro rogando que no avance más, que se detenga, y los Dioses no lo deterioren más. No es que esté ya irreconocible, ni que no me reconozca o a toda la gente que ama. Pero a veces, los datos de su otrora mente tan ágil, su memoria prodigiosa, se confunde, se le cruzan los cables y sólo obtiene cortos circuitos y chispas de lucidez. Uno puede tener una conversación con él, en ocasiones, y parece que no tiene nada, pero de pronto, se comienza a notar su decadencia inexorable, y observo como el silencio devora sus palabras, aun cuando se le ve más tranquilo que en toda su vida como escritor, cuando una ansiedad lo devoraba con insomnios creativos deslumbrantes. Ahora, sigue desvelándose, aun cuando el Caldero alquímico se apagó años atrás, pues sus hábitos noctámbulos se remontan a su infancia, cuando, solía contarme, su madre le gritaba en las madrugadas: ¿¡Todavía estás escribiendo?, ya váyase a dormir chamaco!; Pero él no obedeció nunca a nadie, más que a su intuición, y aunque muchas veces estuvo a punto de estrellar su auto con toda la familia adentro, su instinto literario, agudo como el olfato de un sabueso, siempre nos guió a buenos puertos. Hoy en día, al final del verano del año 2018, mi madre y yo nos turnamos para acompañarlo, a diario, ya muy noche hasta su cuarto, donde se toma unos chochos somníferos/antidepresivos, que lo tumban como a un fusilado, y finalmente, consigue dormir. No están ustedes para saberlo, ni yo para contarlo, pero así es.
                                                           La lluvia de anoche nunca se detuvo, pero hoy, al amanecer, finalmente el Sol quiere salir otra vez, y yo estoy escribiendo junto a una mujer maravillosa, que lee El resplandor de Stephen King. Mientras intento terminar está, la próxima entrega de este diario electrónico, la bitácora de esta nave de locos, donde yo soy sólo un marinero, y mi padre, don José Agustín, todavía es el capitán.
                                                           Salud camaradas, hermanos y hermanas, que amablemente leen este pequeño ritual de palabras sin tinta, ni papel, mil y una gracias a todos por visitar.






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II MI PADRE ERA UN MUTANTE (TODO SOBRE MI JEFE)






II


MI PADRE ERA UN MUTANTE
(TODO SOBRE MI JEFE)


                En la entrega anterior, mencioné que este blog obedece a la creación de un texto biográfico y autobiográfico también, sobre la relaciones actuales con toda mi familia de origen, pero principalmente entre mi padre y yo, dos tipos de cuidado, que de postre tenemos el mismo nombre, para facilitar nuestro estudio: ambos somos José Agustín Ramírez (en honor al inmortal compositor guerrerense del mismo nombre, quién fuera tío, del lado paterno de mi papá), según consta en nuestras actas de nacimiento.
 Aunque la verdad, yo nunca me sentí muy Agustín, con este nombre: me queda grande, y obviamente jamás podré llenar los zapatos de mi padre como escritor, pero sin embargo, le debo este pequeño ritual literario, pues lo acontecido en su vida, tras su trágico accidente en Puebla en 2009, es demasiado cruel, extraño y estrujante, y necesito volcarlo todo en este trabajo, para tratar de iluminar ese derrumbe, compartiéndolo con usted, potencial lector. Disculpe mi exhibicionismo, y espero que le aproveche, conocer los pormenores de nuestra vida privada, tras tan siniestro trance.
                Sin embargo, el otro día que arranqué estas publicaciones, que pretenden ser semanales, un camarada, de aquí de mi barrio, el Javo para ser precisos y macizos, rockero de profesión, me dijo que, obviamente, muchos por acá y por allá no saben ni quién es mi jefe, ni lo han leído, pues difícilmente habrían leído nunca nada en sus vidas, quizás ni siquiera habían sostenido jamás ese objeto antiguo, bizarro y misterioso, denominado como un “Libro”… Pero que ahora están aprendiendo a leer y escribir otra vez, debido a la revolución tecnológica, a las redes sociales y la interred.
                Así que para todos esos sonámbulos iletrados que nunca escucharon sobre los libros de don José Agustín, o no tienen el gusto de conocerlos, empiezo ahora por recordar brevemente la carrera súper exitosa, polémica y brillante de mi padre, como si de un artículo para una revista se tratara, un rápido reportaje para poner al día a todos los curiosos y fisgones de esta red internacional de PCeras; Aunque ya ni chingan, ¿en qué cueva han estado hibernando y con cuantos osos?, pónganse a leer, chingao, algo además del fakebook, pero en fin, cada quién su naufragio.
                Ok, compitas, pues aunque yo aún no existía en ningún futuro posible, les platico que mi padre, José Agustín, nació un 19 de agosto de 1944, en la ciudad de México, sí, la Nueva Tenochtitlán, aunque también se dice que nació en Acapulco, y en Guadalajara, y probablemente en Tijuana, todo al mismo tiempo, cosa rara. No es cierto, pero sí existe una confusión generada deliberadamente por mi jefe, pues efectivamente, mis abuelos, Hilda y Augusto, guerrerenses de nacimiento, se la vivían muy chido, en constante tránsito entre la ciudad de México, Guanatos y Acapulco. Así pues, mi abuelo, don Augusto Ramírez Altamirano, quién era capitán piloto aviador de profesión, lo nombró Agustín por la inmensa admiración que sentía hacia su hermano, quién no tuvo hijos, el compositor José Agustín Ramírez, autor de Por los caminos del sur, La San Marqueña, Acapulqueña linda y un largo etc. de las piezas más emblemáticas, como ningunas otras, para musicalizar el paisaje selvático del estado de Guerrero y el otrora maravilloso puerto de Acapulco.
El amor entre estos dos carnales, mis hermanos abuelos, casi podría compararse con los hermanos Theo y Vincent Van Gogh, pues mi abuelo se embrujaba con la guitarra y las letras de mi tío, desde jóvenes, y hasta su muerte, y toda mi familia, desde entonces, gusta de cantar tan bellas canciones, cuando la vida nos permite brindar por la belleza de la vida, para recordarlo y para recuperar el sentimiento tan prístino de aquella costa azul y dorada, cuando era casi virgen: Imagínala en toda la sensualidad del aroma marino, la brisa en su aliento, como una Acapulqueña linda, que pasa robándote el alma, con una simple sonrisa, mientras corre por la playa al amanecer.
                                                           En esas playas de un pasado remoto e idílico, paradisiaco y perdido, crecieron mi padre y sus hermanos mayores, mis tíos Augusto, Alejandro e Hilda, y la pequeña Yolanda, su hermana menor, alternando su visitas a la costa, donde vivían todos sus familiares maternos y paternos (los Gómez Maganda y los Ramírez Altamirano), con los estudios en la gran ciudad Mexica, por donde el joven José Agustín siguió despertando a la vida, como sólo él sabría hacerlo, en la historia escrita de este retrogrado y convulso país: con un ingenio súper dotado y una malicia literaria sin precedentes.
                                                           Crecería para convertirse en un escritor moderno e innovador,  destinado a dividir la historia de la literatura mexicana con un antes y después de su trayectoria, aportando a la narrativa nacional su estilo provocador, experimental e intrépido, tanto en su forma como en su contenido; Al grado de definirse como quién terminaría de sepultar un concepto de letras anquilosado y decrépito, que solía ya aburrir a la juventud, en los albores de la flamante década de los sesenta, una era efervescente y definitiva, que necesitaba de sus propios filósofos, artistas y mártires, sus cronistas y sus propios narradores, sacrificios humanos que reflejaran al mundo sus ideas  revolucionarias.
                                                           Así, José Agustín se convertiría en el escritor que le arrancaría la solemnidad caduca a la literatura nacional, trayéndola al presente, y permitiendo a las nuevas generaciones expresarse en sus propios términos, con el lenguaje coloquial de las calles y de la época, cosa que parecía impensable para los grandes caciques de la cultura, como Octavio Paz, Juan Rulfo o Monsiváis, quienes se murieron en su berrinche y jamás reconocieron públicamente el valor en las letras de mi padre, como sí se molestaron en destrozarlo con ácidas críticas. De su lado, otros patriarcas de la palabra escrita, pero más adaptados a la modernidad, fueron y serán sus aliados, como Arreola, desde luego, su mentor, además del célebre crítico literario Emanuel Carballo, y su buena amiga, doña Elena Poniatowska (un saludo para ella).
                                                           Una era de cambios se avecinaba, México al fin comenzaba a salir de la pesadilla de la Revolución armada, y el mundo, de la Segunda guerra mundial; el rocanrol empezaba a emerger de lo que se conocía como Rythm & blues, de entre la fusión del jazz, el blues, y el rockabilly, y mi padre sería el encargado de importar esas ideas frescas, posesionado  instintivamente por el mismo espíritu de esos radicales libres, que acabarían por alterar la forma de pensar de la humanidad y las sociedades alrededor del mundo. Un mundo donde muchos pueblos insistían en exigir a sus gobiernos totalitarios, alrededor del globo, que se les reconocieran sus derechos humanos más fundamentales y básicos, que se reconociera a las juventudes como mayores de edad, en toda la extensión de la palabra, ese era el objetivo primordial de autores nuevos como José Agustín: recuperar la altitud de miras de la humanidad temprana, la vista panorámica del pasado y el futuro, una pulsión libertaria, cuya evolución pasaba por todas esas mutaciones y metamorfosis profundas.
                                                           E increíblemente, poco a poco, el curso de las aguas comenzó a cambiar, la nueva sangre se encontró desestancándolas, revitalizándolas, y recuperando otra vez el flujo de los grandes ríos del pensamiento, dándole nuevos aires, aliento, fuego nuevo, a las ideas y filosofías imperantes, rompiendo el hechizo que mantenía a México y al mundo atrapado en un pasado histórico y antropológico, que no podía adaptarse a las nuevas realidades que vendrían, en los albores del fin del siglo pasado, la era de los renacimientos y tragedias más intensas de la historia conocida.
                                                           Y uno de esos pensadores que plasmaron más claramente el nuevo destino, la nueva ruta de la palabra escrita, aunque no sin una dosis de oscuridad y misterio, fue José Agustín, en México, alrededor de 1962, cuando empezó a escribir La Tumba: Allí vertió sus primeras propuestas y trasgresiones artísticas, toda la rebeldía de aquella época, en que nacía el rock&roll, y, como decía, los libros de mi jefazo vinieron a ser el portavoz de esa energía cruda y enloquecedora, que simbolizaba todos esos anhelos de cambios, de libertad alrededor del mundo. Y para la juventud de México, José Agustín se convirtió a sí mismo en el representante escrito de una generación, de esa nueva ola de energía psíquica incontenible. Y es que se trata de la evolución del espíritu humano, que no es negociable, camaradas (no estamos hablando de cualquier cosa), y aunque las mutaciones siempre encuentran resistencia de los conservadores y anticuarios, la inteligencia suele acabar por imponerse a la estupidez, a esto es a lo que llamamos darwinismo, así es como hemos llegado hasta aquí: hasta nuestros días.
                                                           Y así volvemos al principio, adonde la serpiente de esta historia se muerde la cola y comienza a devorarse a sí misma, mientras cruzamos el umbral de estos tiempos oscuros, como un tigre de circo que salta sobre un aro de fuego y se desintegra al cruzarlo, hacia otro milenio, mientras todos lo seguimos, observando impotentes como las maravillas de nuestros buenos tiempos se extinguen, lanzándonos sobre el borde de nuestro propio futuro distópico, que no se ve muy lejano ya.


                                                           Ahora, finalmente, lanzo una flecha del tiempo desde aquel ayer hasta este día, con una punta venenosa y ardiente, hasta la embarcación donde arderán esos recuerdos
moribundos, esos anhelos de esperanzas libertarias. En esa nave de los locos vamos todos nosotros, los que aún creemos en el amor, como el único antídoto contra la locura y la barbarie. En esa barca, el espíritu de mi jefe aún es capitán, donde yo soy sólo marinero, y por acá, en la cubierta, cerca de la proa, los marineros que aún sobrevivimos, tenemos un lema que reza: “Prefiero una patada en el culo, con la dura pata de palo del capitán Ahab, que besar el culo de la reina de Inglaterra”… Algunos de nosotros, incluso, se rumora, estamos preparados para hundirnos con el capitán y su barco, de ser necesario, en este camino hacia un infierno líquido, en la eterna persecución de la maldita ballena blanca.
                                                           Bien, pues todo empezó alrededor de sus diez y seis años, cuando comenzó a escribir la que sería su primera novela, La Tumba, por ahí de las fechas en que conoció a mi mamá, Margarita Bermúdez, y se enamoró de ella, escribiéndole poemas y canciones rimadas. Desde muy niño comenzó a dibujar y redactar con fluidez y gran talento, pero fue hasta que asistió al legendario taller de Juan José Arreola, que su carrera despegó con fuerza frenética, y ya nunca se detuvo, hasta que mi padre se encontró con el vacío y la caída final de sus aventuras, en un teatro repleto de fans en la ciudad de Puebla, a fines del 2009.
                                                           Pero vámonos con esta línea de tiempo en chinga pues: después siguió De perfil, que continuó con el camino anticipado en La Tumba, una novela muy existencialista, juvenil, para empezar, pero esta vez con un tono más familiar y en la voz de un niño precoz  de la ciudad de México, que se volvería su primer personaje infantil y complejo, su alter ego plasmado en un chamaco que representaba toda la diferencia, el abismo generacional entre él y sus padres, chilangos decentes y de clase media, a quien el chavito llama por su nombre, como Bart a Homero.
                                                           Siguieron sus textos autobiográficos, que mutarían después en el Rock de la cárcel, la terrible novela sobre su paso por el palacio negro de Lecumberri, a donde cayó por encontrarse con mi jefa en el lugar y momento más inoportunos, durante un apañón en una casa de Cuernavaca, relacionado con unos narcos inoportunos y unos tristes kilos de mota. Más tarde, Inventando que sueño, los cuentos de Amor del bueno, incluido Cual es la onda, su experimento más audaz a esa fecha, arrancando una intromisión muy fecunda en el difícil arte del cuento breve, donde los tomos de cuentos No hay censura y No pases esta puerta y todos los demás, se reunieron finalmente en un grueso tomo de Cuentos Completos, que encontraron un hogar ideal, en la editorial Random House, donde hoy en día se reeditan todos sus títulos en una colección de bolsillo.
                                                           Más tarde, continúo su camino ascendente con El rey se acerca a su templo, o Luz interna y Luz externa, así como Se está haciendo tarde, de sus novelas más elevadas espiritualmente, y también más drogadas, sesenteras, contraculturales y una cima de la literatura psicodélica de aquellos tiempos.  Por ellas, Margo Glantz tuvo el inspirado desatino de nombrarlo como literatura de la Onda, cosa que encabronaba a mi padre por parecerle una simplificación y encasillamiento de su trabajo, pero respondía, claro, a una etiqueta para facilitar el estudio de autores hermanos de la época, como su viejo camarada, el mítico Parménides, mártir de esta banda, pero también Juan Tovar o Gustavo Sainz. Para entonces mi padre ya era famoso, y una figura clave de la nueva y emergente contracultura mexicana.
                                                           Siguieron los afanes místicos y rituales de Cerca del fuego, su aproximación a la ciencia ficción, y una de mis favoritas personales, pero de sus novelas más complejas y de menor aceptación, que le costó sangre, mientras se debatía entre ser un buen cristiano o Budista Zen, o un escritor maldito, sembrando la cizaña para arrancar una nueva carrera armamentista entre múltiples substancias prohibidas y hartas bebidas etílicas, y esto le provocó el único lapso de sequía literaria que experimento en su vida, pero que libró y superó con creces, mientras profetizaba una futura invasión de los E.U. contra México...
                                                           Ya en los ochentas, su novela más apasionada y eróticona, y de las más exitosas, Ciudades desiertas, recientemente transformada en una comedia romántica llamada Me estás matando Susana, a  cargo de Roberto Sneider y con Gael García Bernal de protagonista. En ella hurgó en la intensidad de su amor por las mujeres, así como la necesidad de una liberación femenina que no acaba de aceptar del todo, dándole unas nalgadas a Susana al final por andar de espíritu libre, en una escena que le valió duras críticas de las feministas radicales, que lo acusaron de misógino y machista, agregando polémica y éxito a este, uno de sus best sellers nacionales.
                                                            Antes de esto, vale la pena mencionar su paso previo por cine, donde hizo el guión de El Apando de Cazals y Revueltas (a quien tuvo el dudoso honor de conocer en la cárcel, dos mutantes en la prisión de hierro negro), tremendo filme de crudeza increíble para su época. Así mismo, hizo varios guiones más, de sus propias películas Cinco de chocolate y uno de fresa, y Deveras me atrapaste, estelarizadas por Angélica María, quién fue su novia un rato, mientras se decidía entre la vulgar fama y mi madre, su más fiel y devota compañera de vida, desde que se conocieron y enamoraron en la prepa. También escribió El amor a la vuelta de la esquina, El año de la peste con García Márquez (quién fue su buen amigo, y hasta bromeaba diciéndome que el Gabo era mi padrino), también de Cazals; También se adaptó el cuento Cual es la Onda para la movie Ciudad de ciegos. Por varios años hizo una serie de programas de televisión excelente, sobre literatura, su gran pasión, en el extinto canal trece, sus Letras vivas. Hizo teatro en las excelentes obras Abolición de la Propiedad, su tesis contra la posesión machista, también llevada al cine recientemente por Sobreviviente films; Así como Círculo vicioso, una obra bastante radical, que se montó con pistas sonoras de Rockdrigo González, buen amigo suyo hasta su trágica muerte, esta pieza también sobre su encarcelamiento. Después vinieron sus excelentes ensayos, la trilogía de La tragicomedia mexicana 1,2 y 3, un libro justo y necesario para comprender y asquearse con los peores años del priismo más cínico del siglo pasado, sin contar sus últimos estertores, convulsiones y berrinches genocidas de este sexenio, que culmina patéticamente en nuestro año del 2018, cuando el decrépito régimen del priásico, que tanto oprimió y reprimió al pueblo azteca, maya y un largo etcétera, al fin parece pudrirse e irse al infierno de donde salió; Aunque, claro, el dinosaurio cree que sólo pretende fingir su muerte. La contracultura en México fue una extensión de este trabajo extenuante de investigación, pero este sí, de la banda para la banda. Poco después Estrenó La panza del Tepozteco, su novela para niños y jóvenes, que tuve el honor de ilustrar, y su tributo a una de sus grandes pasiones, la mitología azteca y los mitos chinos como el Rey Mono, Narnia o Tolkien, la novela fantástica. En sus cuentos visitó brevemente el terror, o el misterio, así como el erotismo, la sensualidad y el hedonismo, siempre fueron marcas de su casa.
                                                           Después, se empezaron a recopilar sus años de colaboraciones periodísticas en toda clase de periódicos y revistas, en libros como La casa del sol naciente, Vuelo sobre las profundidades o el Hotel de los corazones solitarios.
                                                           Y siguieron sus últimas novelas, cuando decidió regresar a la ficción, y al género que le dio tanto éxito, y nacieron entonces Dos horas de sol, que volvió a su amado puerto de Acapulco pero ya convertido en el foco de infecciones, vicios burgueses y vulgares que representa hoy en día. Le siguieron la oscura, esotérica y policiaca Vida con mi viuda y el homenaje a los sixties y Casablanca, en Armablanca, ideas que vendió al gran monopolio televisivo de antaño, pero como nunca las produjeron, las recuperó como sus últimas novelas.
                                                           Poco antes de su caída y de nuestras peripecias personales, tuve el privilegio de colaborar con él en una par de temporadas de su serie La cocina del Alma, donde recuperamos brevemente de la historia del rock y la toda música contracultural, en Radio UNAM.
                                                           Como un escritor reconocido y celebrado, viajo a los E.U. y a Europa varias veces, promocionando sus nuevos libros, aunque sólo consiguió que le tradujeran dos novelas al francés: De perfil y Se está haciendo tarde.
                                                           En sus andanzas, conoció a casi todas las personalidades, celebridades y personajes ilustres de la cultura, por aquella época, desde Fidel Castro y el Che, pasando por los grandes escritores mexicanos viejos y nuevos, Fuentes, Cortázar, García Marquez, José Emilio Pacheco e incluso a Borges, hasta sus colegas contemporáneos como su compa de la prepa, René Avilés y mi tío Gerardo de la Torre, así como sus herederos, entre ellos Juan Villoro, Jordi Soler y Enrique Serna; Músicos como Lora y Bátiz, José Cruz y José Manuel Aguilera, Jaime López o Cecilia Toussaint, y un largo etcétera, estuvo en todos los grandes recintos culturales de México y varios del mundo, fue un cosmopolita y también un ermitaño, sabio y disoluto, pero siempre apreciado sinceramente por miles de lectores y simpatizantes de diversas latitudes.
                                                           Todavía después de su accidente en Puebla, que finalmente apagó la flama de su creatividad, mi hermano Andrés, su editor de cabecera en Random, lo convenció de publicar su Diario de Brigadista, un libro también autobiográfico, que él ya no pensaba editar, por razones muy personales, sobre su viaje a la Cuba revolucionaria, para lo cual inventó un matrimonio efímero con una amiga, Margarita Dalton, con tal de vivir de cerca ese evento histórico, como brigadista de alfabetización, esto aún antes de escribir la Tumba.
                                                           En Cuautla, donde reside desde que tengo memoria, salvo nuestros casi cinco años de viajes por estados Unidos, cuando yo era un bebé mocoso, donde él fue profesor en varias universidades (Iowa, Albuquerque y Denver), bajo el auspicio de la fundación Guggenheim, que le dio la única beca que disfrutó en su vida, sin contar la que finalmente obtuvo con el Premio nacional de artes y ciencias, el máximo galardón que otorga el gobierno mexicano a artistas y científicos ilustres, y que incluye una beca con la cual nos ayudamos a sobrevivir ahora. La obtuvo ya con la lesión cerebral acuestas y un caso grave de hidrocefalia, por el que lo operaron en 2015, instalando una válvula en su cerebro que drena el agua que se acumuló por su severa lesión, y quizá por su insistencia de beber tequila, chelas, vino y whisky a diario (y mota en las noches, cuando yo se la consigo), tras su irreversible lesión cerebral.
                                                           Todo esto desde que se creyó recuperado de su accidente, en lugar de obedecer las órdenes de varios doctores, incluido mi hermano Jesús, el psiquiatra, de que perseverará en la rehabilitación física y mental que le proponían en el Hospital Español de Puebla, de donde lo dieron de alta a regañadientes, tras un mes delirante, en estado crítico, y del cual escapó de milagro, en busca de una vinatería, solo para enfrentarse, botella en mano, a estos años vacíos de amnesia y plena decadencia, donde finalmente dejó de escribir. Esto es algo que a él y a su familia nos parecía imposible, pero sería la nueva realidad que tendríamos que enfrentar: mi padre, el gran escritor rebelde mexicano, finalmente había sido derrotado por la intensidad de su propio brillo.
                                                           Y así como sesenta y tantos años atrás, una estrella nació de la nada, para cambiar la literatura como el mutante que era, ahora su viaje literario, mágico y misterioso, de cuentacuentos, alquimista de las palabras y místico natural, increíblemente, había llegado así a su muerte sin fin. Casi podría decir que fingió su deceso, como escritor, cuando efectuó ese último acto en el escenario, el acto de su desvanecimiento, su desaparición del mundo conocido, inscribiendo así su legado, grabado en las rocas.
                                                           Pero todas sus aportaciones a las letras mexicanas, serán innegables, y todo lo logró gracias a su condición de lector voraz, su gran cultura, multifacética e internacional, su dominio sobre la historia de la literatura, misma que apreciaba con amor intenso y de la cual poseía cabal conocimiento. Así uso el poder de las letras de nuestros ancestros y/o profetas visionarios de la filosofía, el rock o la ciencia ficción, como su ídolo Philip K. Dick, para abrir la mente de miles de jóvenes lectores, hacia el futuro de la mente humana.
                                                           Hoy en día, niños y jóvenes de espíritu  lo siguen leyendo, pues cuando lo hacen, volvemos a encontrar al joven José Agustín, un muchacho tan brillante, evolucionado y precoz, que aún inspira a los lectores que lo llegan a conocer, a través de sus libros, donde encuentran la complicidad de un nuevo amigo que brilla con luz propia, un mentor psíquico y a la vez confidente de secundaria o prepa, animándolos así, a seguir sus huellas en la arena, en la nieve, sus pasos  hacia el Gran libro de las mutaciones.
                                                            Pero  ahora, tras su accidente, al fin se cierra el telón de este teatrito de los sentidos: el manantial se había secado, y mi padre, al menos como escritor, había muerto en vida. Como la estrella azul que había sido siempre, ahora se extinguía finalmente, dejando en el centro de nuestra familia y nuestra casa un abismo negro de incertidumbre, y un silencio sepulcral, como de alguien que nació en una Tumba… Y entonces observamos paralizados el paulatino descenso hacia el vacío de todos tan temido, el avance incontenible del abandono y la demencia, hundiéndonos en el olvido nuestro de cada día, hasta llegar al fondo oscuro e invisible: el fin de sus palabras, otrora tan solares, tan ardientes como el magma que fluía bajo sus venas; Y desde la cima del mundo, con un estruendo, ahora se había apagado, como una débil vela, en nuestra muy personal tormenta familiar.