XII
(PARTE I)
SIETE AÑOS DE WHISKY
La relación de nuestra especie con
el alcohol es larga y profunda, -dijo el profesor X-y proviene de eras tan
remotas, que seguramente se pierden en las zonas desconocidas de nuestra
prehistoria. De entre esas lagunas oscuras de la amnesia genética, heredamos el
gusto por el alcohol, pero más directamente de nuestros padres, por lo general,
y cuando no es así, la sociedad se encarga de inculcárnoslo… Nos lo ofrece, seductora,
diciendo: Ven, ¡Bébeme!, aquí estoy para ti, para liberarte de tus tensiones, fui
diseñado por los dioses con ese propósito: ¡Bébeme!; Y en fin, que para los
dieciséis años, uno ya se encuentra tocando a las puertas de la buena adicción
al sagrado líquido etílico, al menos en mi caso, por ahí del segundo grado de
la secundaria, cuando comencé a beber por diversión, yéndome de pinta, o en las
noches de los fines de semana, en fiestas, casas de amigos, o en el cine de la
pequeña ciudad que habito, que todos los viernes se llenaba con toda clase de
escoria adolescente de las escuelas locales; Y entre insultos, gritos y
silbidos, la película trascurría sin que casi nadie la pelara, mientras batallas
encarnizadas se desataban, como pequeños tornados, u ocasionales escaramuzas que
ocurrían en los pasillos de este gran cine, en una parodia de algún viejo aquelarre,
iluminado brevemente por el resplandor de la pantalla desgarrada, la cual se
encendia con los rayos caleidoscópicos del proyector y el escaso brillo de algunos
filmes gabachos baratos; Era de rigurosa permanencia voluntaria, por el precio
de un mísero boleto, así que siempre me recetaba sus comedias idiotas o muy
buenas dosis de sexo, balas y sangre, rebotando con efecto ricochet, en este
inmenso recinto casi a oscuras, que más parecía un coliseo o teatro romano ¡no
como las salitas miserables de hoy en día!; No, este era un teatro de la vieja
escuela, con arquitectura del siglo pasado, con grandes esculturas blancas a
los lados, a lo Metropólitan, según esto, y en el viví varias de mis primeras experiencias
sexuales, e intoxicaciones con diversas
formas de alcohol y algunos de mis primeros cigarros de marihuana. Pero divago,
¿será precisamente porque este es el Memorial de nuestra Amnesia, siendo esta
última algo muy común entre nosotros, los alcohólicos de garganta profunda?...
Y
la verdad es que la mayoría de estos recuerdos ya estaban a punto de
desintegrarse, en el horizonte de los todos los eventos, al borde de ser
devorados en el abismo negro del olvido, abandonados en el fondo de una
botella, lanzada hace mucho al Mar del Aguardiente, cuando en el último momento
me decidí a intentar rescatarlos, en un esfuerzo final para recordar cómo
ocurrieron las cosas realmente, como es que la relación con mi padre se ha ido relacionando
con el alcohol, como una enredadera se mezcla con las paredes de piedra, hasta
convertirse en la locura que reina hoy en día, en este mundo intoxicado, y como
seguramente muchos (as) de ustedes, estimadísimos lectores, comprenderán, me
imagino.
Pues bien, de vuelta en los viejos
ayeres, solo por joder, en aquellos días del siglo pasado, hace ya tantos años,
recuerdo que yo escribía un diario en la secundaria, en el cual vertía mis
opiniones y observaciones de la vida, pero no tenía ningún rollo de que fuera
secreto, o privado, así que dejaba que lo leyeran mis amigos de la escuela, que
disfrutaban con verse nombrados, o retratados con letras en esos garabatos con
los cuales yo pretendía representar y/o cristalizar los recuerdos de mi
adolescencia. Así, mi padre se dio cuenta de que yo ya llevaba un rato
escribiendo, y había llenado tres o cuatro libretas de esas que eran pequeñas,
azules o rojas, como para contadores, pero a mí me gustaron para escribir mis
delirios diarios en ellas. Me pidió que le mostrara estos escritos precoces, y
yo le dije que no tenía ningún problema con mostrarlos, que mis compañeros de
la secundaria lo leían, y se reían con mis ocurrencias, con más razón se lo
dejaría leer a mi padre, el gran escritor, que se dignaba a pedirme mis
cuadernos llenos de jeroglíficos y demás recordatorios.
Un día después, me devolvió el tomo
de diario que le había dado, diciéndome que tenía buen ritmo y la frescura de
quién empieza inconscientemente, solo por el gusto de escribir. Que había allí
material que se podía trabajar, con la intención de hacerlo algo mejor, quizá
publicable, o algo así, me dijo. Sólo había un detalle, extraliterario: que en
esas páginas yo hacía muchas referencias al alcohol, a la ingesta clandestina
que comenzaba a ser una constante en mi vida, y de hecho me reclamó que en la
última entrada de ese diario, claramente yo refería mis intenciones de comprar
una botella para el próximo fin de semana, donde yo anunciaba que me iba a
parrandear con algunos de mis jóvenes y beodos amigos. Entonces le dije que si
para eso veía mis diarios, que mejor no se los mostraría más, si lo que
escribiera se podía usar en mi contra en un juicio familiar; Sobre todo me
pareció simplemente muy hipócrita, su reclamo, si fue él quien precisamente me
había mostrado el camino de las chelas y la ocasional botella de tequila o
whisky, aunque en las tardeadas y demás fiestas de quince años, a las que yo
atendía casi semanalmente, lo que abundaba eran inmundos brandys y rones, que
de cualquier manera yo engullía con celeridad y sin discriminar marcas u
orígenes de aquellas antiguas bebidas embriagantes.
Le dije que no se lo mostraría más,
porque ahora seguro le iría con el chisme a mi mamá, y me castigarían por
seguir los pasos del Yeti borracho. Pero no hubo reprimenda, ni juicio paterno.
Mi padre se dio la vuelta y me dejó casi hablando con el aire, y nunca jamás
volvió a cuestionar mi ingesta de alcohol, porque, desde luego, él no estaba
dispuesto a predicar con el ejemplo, y a dejar de beber. Aunque a su favor, no
bebía mucho ni a un grado que fuera algo notorio, de hecho, recuerdo que nunca
lo vi propasarse con el trago, como para que yo lo viera borracho, de hecho
recuerdo estar un tanto orgulloso de eso, de que nunca lo vi hacer exabruptos
etílicos, durante mi infancia, o mi adolescencia. La neurosis rutinaria era
otro cuento, pero no estaba inyectada con etanol particularmente, sino más bien
por su insomnio creativo.
Fue
como hasta los veintitantos, que en algunas fiestas grandes en la casa, mi
padre se atrevió a beber hasta verse un tanto tomado, pero nada de gravedad, no
como para avergonzarse de él o su conducta, ni hacía osos o se enfermaba, solo
estaba visiblemente alcoholizado, con sus amigos, que andaban todos igual.
Sobre la posibilidad de ayudarme a
trabajar en mis talentos literarios, tampoco me habló más, ni me volvió a
preguntar por mis diarios, y de paso me dejó en paz para que hiciera lo que me
diera la gana con mis tendencias alcohólicas, y yo, desde luego, con una
pequeña ayuda de mis propios camaradas, pues ingresé también, voluntariamente,
en el país de los borrachos, en el estilo de vida bohemio y espirituoso de las
bonitas bebidas embriagantes.
Pero para ahorrarnos un buen tiempo,
saltemos hacia un futuro más cercano, cuando mi vida se derrumbó por segunda
vez, con mi segunda pareja importante, mi exesposa, de hecho, se podría decir,
pues me había casado por la Iglesia un par de años antes, sin saber qué, pasado
ese tiempo, estaría otra vez solo en la gran ciudad, en un departamento para
dos, muy chido, en un cuarto piso de un edificio en la Prado Churubusco,
una de esas colonias de la CD, donde aún
hay oxígeno, gracias a la gran cantidad de árboles en jardineras, camellones,
muchos parques y hasta un pedazo de un viejo río desentubado, por un par de
kilómetros, donde los vecinos se reúnen a hacer convivios, ejercicio y a
alimentar a los muchos y graciosos patos.
Allí,
en ese depa, que había rentado con la amable ayuda de mi tío José Luis, un
pianista desconocido, quién fungió amablemente como fiador, me encontré con todas
mis pertenecías en unas cuantas cajas, con mis muebles y demás basura de un
hogar destruido en segundos, todos listos para la mudanza, todos los enseres
mayores irían a parar a un cuarto de azotea de mi hermano Andrés, en la
Narvarte (a donde tres años después regresaría a vivir con o sin su permiso,
sintiéndome perseguido por la mafia y el ejército), y yo y las cajas, nos
fuimos de retache a la casa de los jefes, con o sin su permiso, también, y desde
luego, con las turbinas en llamas, cayendo en picada, en aterrizaje forzoso
otra vez, a la vieja casa de mi abuelo, en Cuautla, Morelos. Regresaba fracasado,
en mi segundo intento por sobrevivir a la gran ciudad con una dama, tras un
recorrido por varios departamentos jodidos, de colonias populares del otrora
distrito Federal, de donde nos corrían por escandalosos, pues sea que
estuviéramos felices, escuchando música, bebiendo y fornicando, o que
estuviéramos furiosos, gritando y maldiciendo, nuestro nivel de volumen, entre
el placer y la amargura, estaba siempre más allá de los decibeles permitidos.
El último de esos tres o cuatro cuartos y depas, fue el de la Prado, que para
variar sí estaba chido, y allí vivimos casi dos años, en el número 76 de la
calle Unicornio.
Con
las venas cortadas y cosidas como trincheras de una vieja guerra inútil, o como
si hubiese querido preparar unas fajitas con mi propio brazo izquierdo, y con
las arterias recién reconectadas por un buen doctor samaritano, en el hospital
de San Agustín, en la esquina de Ermita y Churubusco, me hallaba más crudo y
enfermo que nunca en mi vida, pues la noche anterior, mientras acababa de meter
todas mis porquerías en cajas y bolsas negras de basura, me había comprado una
botella de vodka barato para mi solito, y me la había bebido toda, tras la
fugaz visita de mi ex, que ya se había mudado, pero sacó sus últimas
pertenencias, y nos cantamos a la cara esa de los Héroes del Silencio que dice:
“¡Y ahora estás en mi lista de promesas olvidadas…!, La Chispa adecuada, creo, ¿no?, y luego ella se fue y yo me puse a
pintar un Cristo que también es una montaña, y un árbol, y me peleé con mi
técnica chafa toda la noche, mientras me chupaba esa botella, y guardaba mis
cosas. Y al día siguiente, de milagro, el cuadro del Cristo había secado en una
forma decente, cuando ya me había rendido en mi intento de que aquella imagen
se viera bien ejecutada, pero los charcos de colores se habían detenido justo
donde debían, por alguna razón, que no comprendo, pues mi dominio de la técnica
de las veladuras, era muy precario aún, sino es que fueron mis primeros
intentos de pintar así, con la técnica renacentista del Leonardo, de la que mi
tío el pintor era fiel devoto.
Pero pasada esa breve alegría, un agudo dolor de
cabeza, mareos y náuseas, volvieron a mí intermitentemente, y siguieron así
toda la mañana, esperando a los batos de la mudanza, entre estertores de un moribundo, me levanté como un
zombi para limpiar mis propios vómitos de varios rincones de la sala y el baño,
para entregar el departamento en condiciones presentables al encargado del
dueño, un hombre de muy buena fe, que nunca fue agresivo ni nada, un buen
casero. A los dueños, nunca los conocí, solo les depositaba la renta, pero
fueron tan amables de dejarme ir antes de terminar el contrato de un año, cuando
les dije que mi matrimonio había fracasado, y me regresaba a mi pueblo con la
cola entre las patas. Fue así como me reboté nuevamente, por tercera vez, de la
gran ciudad a la casa de mis jefes, y finalmente tuve que mostrarles mis sendas
heridas, aún frescas y recién cocidas, como las de Frankestein de bolsillo,
para que accedieran a darme una oportunidad más, después de que la última vez
que viví allí, mi padre y yo casi acabamos matándonos de tanto pleito. Mi jefe
no estaba nada feliz con mi retorno, pues ya algunos añitos antes había
desempolvado la parábola del hijo pródigo, y esta secuela amenazaba con ser
peor que el filme original, así que a los quince días, me volvió a solicitar
que me largara. Solo me recuerdo gritando y exigiendo un lugar donde rehabilitarme,
un rincón en el mundo donde el amor no estuviera muerto aún. A regañadientes (tal
como me imagino que mi madre lo habrá convencido de tener un tercer hijo, con
el choro de que chance ahora si les tocara una niña, cosa que mi jefe tanto
anhelaba, pero desgraciadamente les caí yo del cielo, que desde que nací la
vengo cagando), pero la jefa logró aflojarlo lo suficiente como para que
accediera recibirme, al menos durante algún tiempo, mientras mis heridas se
cerraban, y el mar volvía a una incierta calma, tras la tormenta.
Fue
un par de días después que mi papá y mi mamá se fueron a ese viaje a Puebla,
donde mi vetusto padre sufrió una caída, casi mortal, que rompió su cráneo y
lesionó su cerebro, y lo incapacitó para escribir, dejándolo con amnesia inmediata,
y la puerta abierta para la hidrocefalia, que hoy en día lo carcome como un
goteo, deteriorando cada vez más sus capacidades cognitivas, haciendo de su
famosa memoria y retención intelectual una ruina, y convirtiéndolo en una versión
desorientada de sí mismo, una copia de copia del gran escritor, el querido José
Agustín, ya perdido para todos sus fieles y esperanzados lectores.
Pero
la hidrocefalia no habría avanzado a los grados que llegó, de no haber sido por
la necedad de mi jefe de seguir bebiendo después de su lesión cerebral, después
de su aparatoso accidente en Puebla. Y no sólo beber un poco, sino más bien
despeñarse en un consumo excedido, en la mayor cantidad de ingesta de alcohol
de su vida adulta. Era una última carrera contra el destino, que arrancó con
cervezas y tequilas diarios, hasta dejar de comer casi durante el día. Esto
ocurrió a unos seis meses de que regresamos del Hospital español en Puebla,
cuando recuperó la capacidad de manejar su coche, para conducirse hasta la
vinatería más cercana, muchas veces al puto OXXO, donde finalmente, un día no
mucho después, también se toparía de frente con el karma acumulado por su
arrogancia, pero esa es otra historia que les contaré en otro capítulo, si los
dioses me dan licencia para confesarlo todo.
Estas
compras y consumos de Tequila, cervezas, vino y whisky, ocurrieron con lesión y
todo, pero la verdad, por unos momentos por allí, casi parecía curado, al
parecer, en unos tan sólo unos pocos meses… Es un tipo duro, no me cabe duda,
one tough moderfucker right there, mis friends.
Solo
había un pequeño detalle: Ya no escribía, ni deseaba hacerlo, es más: la idea
de encerrarse a trabajar en su estudio le
resultaba abominable, pues decía que se mareaba con sólo sentarse en su
escritorio, frente a la computadora, y que sus malestares crecían
exponencialmente al tiempo que pasara tratando de escribir sus al menos tres
novelas empezadas y sin concluir, que ya había comprometido con Random House, y
que desde luego ya no pudo culminar. Poco después, en un intento de aminorar
los evidentes daños que le causaba el tequila, de los cuales él no parecía
estar muy consciente que digamos, mi madre lo convenció de beber mejor whisky,
que parecía distorsionarlo un poco menos, y el accedió, pues es más fácil de tragar,
que el tequila. Así empezaron los que serían casi siete años bebiendo whisky a
diario, hasta perder el conocimiento, todo el día o todo lo que pudiera, sin que
nada que yo o mi jefa le dijéramos le importara un pinche pepino.
Y
así empezaron también mis días de preguntarme que tanto realmente quería seguir
los pasos de mi capitán, en esta carrera armamentista de pomos y largos tragos
de alcohol, pues ya los resultados de ese camino eran bastante evidentes, con
solo mirar a mi deteriorado padre.
Poco
a poco, toda la muy cuidada elegancia, que había mantenido durante toda mi
vida, en que jamás lo vi perder la compostura a pesar de su elevado nivel de
alcohol en la sangre, se fue desmoronando para dar lugar a un borracho mucho
más cínico y desenmascarado en sus actitudes más anticuadas y mediocres, que ya
había mostrado desplantes misóginos y machistas, pero ahora se daba el lujo de
serlo sin mayor recato o remordimiento. Así mismo, comenzó a tener serios problemas
de equilibrio, y comenzaron las mil y una caídas de mi padre (mi maestro, mi
mentor psicodélico) por toda la casa, casi en cualquier rincón habitable, me
descubrí caminando detrás de él como su sombra, bajo la noche y hasta la
lluvia, corriendo para levantarlo del suelo, temiendo que se lastimara aún más
la cabeza, hasta que me volví un experto en ayudarlo a levantarse, como una grúa
humana, una vez que estaba sentado en el suelo, lo abrazaba metiendo los brazos
bajos su hombros, para elevarlo de un jalón, hasta que por suerte sus piernas
se ponían firmes otra vez, y lo acompañaba de vuelta a la casa, a través del
viejo jardín de piedra.