lunes, 17 de diciembre de 2018

XII (PARTE I) SIETE AÑOS DE WHISKY




XII
(PARTE I)

SIETE AÑOS DE WHISKY





            La relación de nuestra especie con el alcohol es larga y profunda, -dijo el profesor X-y proviene de eras tan remotas, que seguramente se pierden en las zonas desconocidas de nuestra prehistoria. De entre esas lagunas oscuras de la amnesia genética, heredamos el gusto por el alcohol, pero más directamente de nuestros padres, por lo general, y cuando no es así, la sociedad se encarga de inculcárnoslo… Nos lo ofrece, seductora, diciendo: Ven, ¡Bébeme!, aquí estoy para ti, para liberarte de tus tensiones, fui diseñado por los dioses con ese propósito: ¡Bébeme!; Y en fin, que para los dieciséis años, uno ya se encuentra tocando a las puertas de la buena adicción al sagrado líquido etílico, al menos en mi caso, por ahí del segundo grado de la secundaria, cuando comencé a beber por diversión, yéndome de pinta, o en las noches de los fines de semana, en fiestas, casas de amigos, o en el cine de la pequeña ciudad que habito, que todos los viernes se llenaba con toda clase de escoria adolescente de las escuelas locales; Y entre insultos, gritos y silbidos, la película trascurría sin que casi nadie la pelara, mientras batallas encarnizadas se desataban, como pequeños tornados, u ocasionales escaramuzas que ocurrían en los pasillos de este gran cine, en una parodia de algún viejo aquelarre, iluminado brevemente por el resplandor de la pantalla desgarrada, la cual se encendia con los rayos caleidoscópicos del proyector y el escaso brillo de algunos filmes gabachos baratos; Era de rigurosa permanencia voluntaria, por el precio de un mísero boleto, así que siempre me recetaba sus comedias idiotas o muy buenas dosis de sexo, balas y sangre, rebotando con efecto ricochet, en este inmenso recinto casi a oscuras, que más parecía un coliseo o teatro romano ¡no como las salitas miserables de hoy en día!; No, este era un teatro de la vieja escuela, con arquitectura del siglo pasado, con grandes esculturas blancas a los lados, a lo Metropólitan, según esto, y en el viví varias de mis primeras experiencias sexuales,  e intoxicaciones con diversas formas de alcohol y algunos de mis primeros cigarros de marihuana. Pero divago, ¿será precisamente porque este es el Memorial de nuestra Amnesia, siendo esta última algo muy común entre nosotros, los alcohólicos de garganta profunda?...
Y la verdad es que la mayoría de estos recuerdos ya estaban a punto de desintegrarse, en el horizonte de los todos los eventos, al borde de ser devorados en el abismo negro del olvido, abandonados en el fondo de una botella, lanzada hace mucho al Mar del Aguardiente, cuando en el último momento me decidí a intentar rescatarlos, en un esfuerzo final para recordar cómo ocurrieron las cosas realmente, como es que la relación con mi padre se ha ido relacionando con el alcohol, como una enredadera se mezcla con las paredes de piedra, hasta convertirse en la locura que reina hoy en día, en este mundo intoxicado, y como seguramente muchos (as) de ustedes, estimadísimos lectores, comprenderán, me imagino.
            Pues bien, de vuelta en los viejos ayeres, solo por joder, en aquellos días del siglo pasado, hace ya tantos años, recuerdo que yo escribía un diario en la secundaria, en el cual vertía mis opiniones y observaciones de la vida, pero no tenía ningún rollo de que fuera secreto, o privado, así que dejaba que lo leyeran mis amigos de la escuela, que disfrutaban con verse nombrados, o retratados con letras en esos garabatos con los cuales yo pretendía representar y/o cristalizar los recuerdos de mi adolescencia. Así, mi padre se dio cuenta de que yo ya llevaba un rato escribiendo, y había llenado tres o cuatro libretas de esas que eran pequeñas, azules o rojas, como para contadores, pero a mí me gustaron para escribir mis delirios diarios en ellas. Me pidió que le mostrara estos escritos precoces, y yo le dije que no tenía ningún problema con mostrarlos, que mis compañeros de la secundaria lo leían, y se reían con mis ocurrencias, con más razón se lo dejaría leer a mi padre, el gran escritor, que se dignaba a pedirme mis cuadernos llenos de jeroglíficos y demás recordatorios.


            Un día después, me devolvió el tomo de diario que le había dado, diciéndome que tenía buen ritmo y la frescura de quién empieza inconscientemente, solo por el gusto de escribir. Que había allí material que se podía trabajar, con la intención de hacerlo algo mejor, quizá publicable, o algo así, me dijo. Sólo había un detalle, extraliterario: que en esas páginas yo hacía muchas referencias al alcohol, a la ingesta clandestina que comenzaba a ser una constante en mi vida, y de hecho me reclamó que en la última entrada de ese diario, claramente yo refería mis intenciones de comprar una botella para el próximo fin de semana, donde yo anunciaba que me iba a parrandear con algunos de mis jóvenes y beodos amigos. Entonces le dije que si para eso veía mis diarios, que mejor no se los mostraría más, si lo que escribiera se podía usar en mi contra en un juicio familiar; Sobre todo me pareció simplemente muy hipócrita, su reclamo, si fue él quien precisamente me había mostrado el camino de las chelas y la ocasional botella de tequila o whisky, aunque en las tardeadas y demás fiestas de quince años, a las que yo atendía casi semanalmente, lo que abundaba eran inmundos brandys y rones, que de cualquier manera yo engullía con celeridad y sin discriminar marcas u orígenes de aquellas antiguas bebidas embriagantes.
            Le dije que no se lo mostraría más, porque ahora seguro le iría con el chisme a mi mamá, y me castigarían por seguir los pasos del Yeti borracho. Pero no hubo reprimenda, ni juicio paterno. Mi padre se dio la vuelta y me dejó casi hablando con el aire, y nunca jamás volvió a cuestionar mi ingesta de alcohol, porque, desde luego, él no estaba dispuesto a predicar con el ejemplo, y a dejar de beber. Aunque a su favor, no bebía mucho ni a un grado que fuera algo notorio, de hecho, recuerdo que nunca lo vi propasarse con el trago, como para que yo lo viera borracho, de hecho recuerdo estar un tanto orgulloso de eso, de que nunca lo vi hacer exabruptos etílicos, durante mi infancia, o mi adolescencia. La neurosis rutinaria era otro cuento, pero no estaba inyectada con etanol particularmente, sino más bien por su insomnio creativo.
Fue como hasta los veintitantos, que en algunas fiestas grandes en la casa, mi padre se atrevió a beber hasta verse un tanto tomado, pero nada de gravedad, no como para avergonzarse de él o su conducta, ni hacía osos o se enfermaba, solo estaba visiblemente alcoholizado, con sus amigos, que andaban todos igual.
            Sobre la posibilidad de ayudarme a trabajar en mis talentos literarios, tampoco me habló más, ni me volvió a preguntar por mis diarios, y de paso me dejó en paz para que hiciera lo que me diera la gana con mis tendencias alcohólicas, y yo, desde luego, con una pequeña ayuda de mis propios camaradas, pues ingresé también, voluntariamente, en el país de los borrachos, en el estilo de vida bohemio y espirituoso de las bonitas bebidas embriagantes.
            Pero para ahorrarnos un buen tiempo, saltemos hacia un futuro más cercano, cuando mi vida se derrumbó por segunda vez, con mi segunda pareja importante, mi exesposa, de hecho, se podría decir, pues me había casado por la Iglesia un par de años antes, sin saber qué, pasado ese tiempo, estaría otra vez solo en la gran ciudad, en un departamento para dos, muy chido, en un cuarto piso de un edificio en la Prado Churubusco, una  de esas colonias de la CD, donde aún hay oxígeno, gracias a la gran cantidad de árboles en jardineras, camellones, muchos parques y hasta un pedazo de un viejo río desentubado, por un par de kilómetros, donde los vecinos se reúnen a hacer convivios, ejercicio y a alimentar a los muchos y graciosos patos.
Allí, en ese depa, que había rentado con la amable ayuda de mi tío José Luis, un pianista desconocido, quién fungió amablemente como fiador, me encontré con todas mis pertenecías en unas cuantas cajas, con mis muebles y demás basura de un hogar destruido en segundos, todos listos para la mudanza, todos los enseres mayores irían a parar a un cuarto de azotea de mi hermano Andrés, en la Narvarte (a donde tres años después regresaría a vivir con o sin su permiso, sintiéndome perseguido por la mafia y el ejército), y yo y las cajas, nos fuimos de retache a la casa de los jefes, con o sin su permiso, también, y desde luego, con las turbinas en llamas, cayendo en picada, en aterrizaje forzoso otra vez, a la vieja casa de mi abuelo, en Cuautla, Morelos. Regresaba fracasado, en mi segundo intento por sobrevivir a la gran ciudad con una dama, tras un recorrido por varios departamentos jodidos, de colonias populares del otrora distrito Federal, de donde nos corrían por escandalosos, pues sea que estuviéramos felices, escuchando música, bebiendo y fornicando, o que estuviéramos furiosos, gritando y maldiciendo, nuestro nivel de volumen, entre el placer y la amargura, estaba siempre más allá de los decibeles permitidos. El último de esos tres o cuatro cuartos y depas, fue el de la Prado, que para variar sí estaba chido, y allí vivimos casi dos años, en el número 76 de la calle Unicornio.
Con las venas cortadas y cosidas como trincheras de una vieja guerra inútil, o como si hubiese querido preparar unas fajitas con mi propio brazo izquierdo, y con las arterias recién reconectadas por un buen doctor samaritano, en el hospital de San Agustín, en la esquina de Ermita y Churubusco, me hallaba más crudo y enfermo que nunca en mi vida, pues la noche anterior, mientras acababa de meter todas mis porquerías en cajas y bolsas negras de basura, me había comprado una botella de vodka barato para mi solito, y me la había bebido toda, tras la fugaz visita de mi ex, que ya se había mudado, pero sacó sus últimas pertenencias, y nos cantamos a la cara esa de los Héroes del Silencio que dice: “¡Y ahora estás en mi lista de promesas olvidadas…!, La Chispa adecuada, creo, ¿no?, y luego ella se fue y yo me puse a pintar un Cristo que también es una montaña, y un árbol, y me peleé con mi técnica chafa toda la noche, mientras me chupaba esa botella, y guardaba mis cosas. Y al día siguiente, de milagro, el cuadro del Cristo había secado en una forma decente, cuando ya me había rendido en mi intento de que aquella imagen se viera bien ejecutada, pero los charcos de colores se habían detenido justo donde debían, por alguna razón, que no comprendo, pues mi dominio de la técnica de las veladuras, era muy precario aún, sino es que fueron mis primeros intentos de pintar así, con la técnica renacentista del Leonardo, de la que mi tío el pintor era fiel devoto. 



Pero pasada esa breve alegría, un agudo dolor de cabeza, mareos y náuseas, volvieron a mí intermitentemente, y siguieron así toda la mañana, esperando a los batos de la mudanza, entre  estertores de un moribundo, me levanté como un zombi para limpiar mis propios vómitos de varios rincones de la sala y el baño, para entregar el departamento en condiciones presentables al encargado del dueño, un hombre de muy buena fe, que nunca fue agresivo ni nada, un buen casero. A los dueños, nunca los conocí, solo les depositaba la renta, pero fueron tan amables de dejarme ir antes de terminar el contrato de un año, cuando les dije que mi matrimonio había fracasado, y me regresaba a mi pueblo con la cola entre las patas. Fue así como me reboté nuevamente, por tercera vez, de la gran ciudad a la casa de mis jefes, y finalmente tuve que mostrarles mis sendas heridas, aún frescas y recién cocidas, como las de Frankestein de bolsillo, para que accedieran a darme una oportunidad más, después de que la última vez que viví allí, mi padre y yo casi acabamos matándonos de tanto pleito. Mi jefe no estaba nada feliz con mi retorno, pues ya algunos añitos antes había desempolvado la parábola del hijo pródigo, y esta secuela amenazaba con ser peor que el filme original, así que a los quince días, me volvió a solicitar que me largara. Solo me recuerdo gritando y exigiendo un lugar donde rehabilitarme, un rincón en el mundo donde el amor no estuviera muerto aún. A regañadientes (tal como me imagino que mi madre lo habrá convencido de tener un tercer hijo, con el choro de que chance ahora si les tocara una niña, cosa que mi jefe tanto anhelaba, pero desgraciadamente les caí yo del cielo, que desde que nací la vengo cagando), pero la jefa logró aflojarlo lo suficiente como para que accediera recibirme, al menos durante algún tiempo, mientras mis heridas se cerraban, y el mar volvía a una incierta calma, tras la tormenta.
Fue un par de días después que mi papá y mi mamá se fueron a ese viaje a Puebla, donde mi vetusto padre sufrió una caída, casi mortal, que rompió su cráneo y lesionó su cerebro, y lo incapacitó para escribir, dejándolo con amnesia inmediata, y la puerta abierta para la hidrocefalia, que hoy en día lo carcome como un goteo, deteriorando cada vez más sus capacidades cognitivas, haciendo de su famosa memoria y retención intelectual una ruina, y convirtiéndolo en una versión desorientada de sí mismo, una copia de copia del gran escritor, el querido José Agustín, ya perdido para todos sus fieles y esperanzados lectores.
Pero la hidrocefalia no habría avanzado a los grados que llegó, de no haber sido por la necedad de mi jefe de seguir bebiendo después de su lesión cerebral, después de su aparatoso accidente en Puebla. Y no sólo beber un poco, sino más bien despeñarse en un consumo excedido, en la mayor cantidad de ingesta de alcohol de su vida adulta. Era una última carrera contra el destino, que arrancó con cervezas y tequilas diarios, hasta dejar de comer casi durante el día. Esto ocurrió a unos seis meses de que regresamos del Hospital español en Puebla, cuando recuperó la capacidad de manejar su coche, para conducirse hasta la vinatería más cercana, muchas veces al puto OXXO, donde finalmente, un día no mucho después, también se toparía de frente con el karma acumulado por su arrogancia, pero esa es otra historia que les contaré en otro capítulo, si los dioses me dan licencia para confesarlo todo.
Estas compras y consumos de Tequila, cervezas, vino y whisky, ocurrieron con lesión y todo, pero la verdad, por unos momentos por allí, casi parecía curado, al parecer, en unos tan sólo unos pocos meses… Es un tipo duro, no me cabe duda, one tough moderfucker right there, mis friends.
Solo había un pequeño detalle: Ya no escribía, ni deseaba hacerlo, es más: la idea de encerrarse a trabajar en su estudio le  resultaba abominable, pues decía que se mareaba con sólo sentarse en su escritorio, frente a la computadora, y que sus malestares crecían exponencialmente al tiempo que pasara tratando de escribir sus al menos tres novelas empezadas y sin concluir, que ya había comprometido con Random House, y que desde luego ya no pudo culminar. Poco después, en un intento de aminorar los evidentes daños que le causaba el tequila, de los cuales él no parecía estar muy consciente que digamos, mi madre lo convenció de beber mejor whisky, que parecía distorsionarlo un poco menos, y el accedió, pues es más fácil de tragar, que el tequila. Así empezaron los que serían casi siete años bebiendo whisky a diario, hasta perder el conocimiento, todo el día o todo lo que pudiera, sin que nada que yo o mi jefa le dijéramos le importara un pinche pepino.
Y así empezaron también mis días de preguntarme que tanto realmente quería seguir los pasos de mi capitán, en esta carrera armamentista de pomos y largos tragos de alcohol, pues ya los resultados de ese camino eran bastante evidentes, con solo mirar a mi deteriorado padre.
Poco a poco, toda la muy cuidada elegancia, que había mantenido durante toda mi vida, en que jamás lo vi perder la compostura a pesar de su elevado nivel de alcohol en la sangre, se fue desmoronando para dar lugar a un borracho mucho más cínico y desenmascarado en sus actitudes más anticuadas y mediocres, que ya había mostrado desplantes misóginos y machistas, pero ahora se daba el lujo de serlo sin mayor recato o remordimiento. Así mismo, comenzó a tener serios problemas de equilibrio, y comenzaron las mil y una caídas de mi padre (mi maestro, mi mentor psicodélico) por toda la casa, casi en cualquier rincón habitable, me descubrí caminando detrás de él como su sombra, bajo la noche y hasta la lluvia, corriendo para levantarlo del suelo, temiendo que se lastimara aún más la cabeza, hasta que me volví un experto en ayudarlo a levantarse, como una grúa humana, una vez que estaba sentado en el suelo, lo abrazaba metiendo los brazos bajos su hombros, para elevarlo de un jalón, hasta que por suerte sus piernas se ponían firmes otra vez, y lo acompañaba de vuelta a la casa, a través del viejo jardín de piedra.