VIII
NAUFRAGIO
EN UN MAR DE MÚSICA
Bueno, pues como les
estaba diciendo, y para citar al viejo Jim: “La música es tu amigo especial,
baila en el fuego, como Él te invita, la música es tu único amigo, hasta El Fin”…
¡Y “Cancelen mi suscripción para la resurrección”!... pero continúa: “Antes de
hundirme, en el Gran Sueño, quiero escuchar el Grito de la mariposa”, cantaba
Morrison, con la fuerza de un Dionisio cualquiera, y en ese mismo poema
musicalizado, Cuando la música termine,
advertía, desde aquel entonces, sobre el mal que podemos ser para este mundo,
en nuestro delirio capitalista y ególatra, que hoy en día se está volviendo
contra la vida en la Tierra y nuestra propia posibilidad de supervivencia:
“¿Qué es lo que le han hecho a la Tierra… Qué le hicieron a nuestra bellísima
hermana?: ¡Saqueada y ultrajada, violada y mordida, apuñalada con dagas, a un
lado del amanecer, amarrada y cercada, y la arrastraron hasta el fondo”;
Profetizando así que, cuando la música termine, la humanidad habrá fracasado
también, y entonces, el último en salir, pues que apague la luz, y el mundo
volverá a tener paz, en una bendita oscuridad y un gran silencio.
Pero James Douglas Morrison no se
rinde y comanda la protesta, con la fuerza de un capitán embravecido:
“¡¡Queremos
el Mundo y lo queremos Ahora!!”
Exclama el Jim, y yo
reciclo:
¡¿Qué
queremos?!: ¡¡El Mundo!!, ¡¿Cuando lo queremos?!: ¡Ahora!
Y finalmente, vocifera con todas sus fuerzas:
“¡¡SÁLVANOS!!,
¡¡JESÚS: SÁLVANOS!!”
…Culmina
el Morrison, entre alaridos realmente desesperados, implorando por nuestra
salvación, causa de la que fue todo un héroe truncado, un mártir, un sacrificio
humano voluntariamente aceptado, y también, en parte, una víctima de la locura
colectiva.
Y esto me recuerda que estoy
escribiendo sobre mi padre, y el final de sus palabras escritas, ya entrados en
este nuevo milenio judeocristiano, y sobre la herencia que me encomienda, en
términos de su doble filosofía. Y entonces recuerdo, que, desde luego, como
todo lo demás de esa época, conocí a los Doors gracias a mi padre, el gran
escritor, don José Agustín. Fue por los días en que nací, y él se hallaba aún
entrado en esa década, ya decadente, de los años setenta, cuando yo vi la luz
por primera vez, en agosto del ’75, y él tenía apenas treinta y un años, doce
menos que yo actualmente; Y todavía se encontraba en la flor de sus años, en
sus días dorados, en la cumbre de su talento y creatividad, recién publicado
uno de sus mejores libros: Se está
haciendo tarde, considerado por la banda chida y la crítica especializada
como la cumbre de la contracultura literaria mexicana, muy recomendable para
todos los jóvenes de espíritu, y quienes aún se hayan en alguna búsqueda
lisérgica/hedonista/mística/espiritual/anarquista. Lléguenle y préndanse, o
viceversa.
Pero mi educación formal, sobre la
música de la era jipi, comenzó en realidad una noche en que mi padre regresó de
un viaje de trabajo y placer a los Estados Unidos, del cual volvió con una de
las primeras video cassetteras que hayan pisado tierra mexicana, quizás la
primera en llegar hasta Cuautla, me cae; Era Beta, of course, y todavía
cubierta con formica, dándole a este antiguo artefacto un aspecto retro o vintage, como dirían ahora todos los
pochos mileniales. Era Sony, y eyectaba un mecanismo sobre su superficie, que
salía desde adentro de esta máquina del tiempo, para que introdujeras el
cassette, y luego con la mano, lo presionabas para que se tragara la película.
En aquel entonces, cuando supongo que nadie más en este pueblo tenía una tecnología
tan avanzada, mi padre volvió del gabacho con tres cintas, sólo tres filmes
grabados en video, que marcarían mi vida y mis gustos artísticos: Se trataba de
dos películas icónicas de la ciencia ficción gringa, y un concierto de tres
horas con la música más increíble que yo hubiera escuchado jamás, misma que mis
tiernos oídos apenas podían comprender: Eran 2001, la odisea espacial de Stanley Kubrick, La guerra de las galaxias, de George Lucas, y Woodstock, el magno evento de la era hippy, con sus tres días de
amor y paz, en ese pueblo a las afueras de Nueva York; Quizás los únicos tres
días de amor y paz que hayan vivido tal cantidad de hombres y mujeres, en el
mundo, en la historia conocida de la humanidad.
Eran
tres utopías, de un pasado remoto y dos futuros distantes, por los cuales mi padre
me permitía observar el cosmos a través de una cerradura electrónica, o como
quién abre el telón, donde la creación del
mundo se representa como una obra de teatro, abierta ahora a nuestros siete
sentidos y múltiples sentimientos, nuestros grandes súper poderes, todo lo que
realmente tenemos.
Así
puex, la sala, en la casa de todos ustedes, se convertía en una especie de nave
espacio-temporal, donde el Capitán José Agustín comandaba el viaje por el
cosmos, al futuro y al pasado a placer, con solo presionar unos botones, cual
un Capitán Kirk cualquiera, y así me volví fan de la ciencia ficción, del rock
de los años sesenta, y de la mota, y los psychadelic trips, per se. Así me
empezó a pervertir mi buen padre, por las buenas. Cuando wachaba Star wars, por cierto, algo dentro de mí
recordaba haberla visto a los 2 años, durante su estreno, cuando mi padre nos
llevó a verla al llegar a vivir a Albuquerque, en los mentados U.S.A., y los
profes de una universidad, a donde daba clases mi jefe, le recomendaron llevamos
al cine a ver la sensación del momento, era mejor que Disneylandia, decían, por
el módico precio de un boleto de cinemático. Algo como un deja vú electrónico-cinematográfico
me hacía sentir que ya había estado antes en ese viaje espacial, inmerso en el
milagro de los viajes intergalácticos, a la velocidad de la lux.
Y así como es innegable que la música
del inagotable John Williams, en La
guerra de las Garnachas es excelente, e inolvidable, lo mismo que el
insólito soundtrack de 2001 es todo
un tratado sobre el amor de Kubrick a la música clásica del pasado y el futuro,
como un evento audiovisual extraordinario, abriendo con el Así hablaba Zarathustra de Strauss y cerrando con el Réquiem de Ligeti, al final del viaje
rumbo al infinito y más allá: Pero volviendo al pasado primitivo de la cultura
contracultural de los llamados jipis, como ustedes comprenderán, musicalmente
hablando, fue Woodstock la que más me impresionó, si bien las otras dos sagas
me abrieron los ojos al Universo, los Tres
días de amor y paz me devolvían al centro mismo de la Tierra, el ombligo
del planeta, y me marcaron en el camino de la mística anarquista e iconoclasta,
que caracterizó esos años de rebeldía radical, retratados magistralmente como
un documental poliédrico, lleno de trípticos multicolores, que me mostraron una
faceta de la humanidad diferente, como un fenómeno sociológico libertario,
rebelde, pleno y, como dije antes, hasta utópico. Era como admirar una
civilización pacífica de otro mundo, o de un pasado remoto y perdido en los
maremotos del tiempo, como atisbar a los habitantes de la Atlántida, o los
míticos misterios dionisiacos del Eleusis, haciendo un tremendo pachangón,
lleno de nudismo, lagos y ríos para nadar, baños de lodo, yoga, consumo de
drogas felices y profundas, la mejor música del planeta y la más estridente de
la historia, envolviendo ese lugar en un aura sagrada, que les permitió
presentar un saldo blanco, aun cuando el evento se desbordó y recibió al final
a más de medio millón de personas, sin una logística para un evento
incalculable, de dimensiones épicas. Fue una locura controlada y creativa, un
santuario para el espíritu colectivo de la humanidad, un refugio de la maldad
que siempre ha gobernado el mundo, un experimento del cual emanarían muchas
ideas y rutas para nuestra posible evolución, un ritual masivo por la salvación
de la especie. Tres días de esperanza y luego aquellos miles de soñadores se
dispersaron y el sueño había terminado.
Vale la pena recordar quienes
estuvieron presentes y quienes fueron los grandes ausentes de esa histórica
ocasión, pues eso nos permite recordar a todos los grandes grupos de aquella
época tan prolífica, rocanroleramente hablando. Para así, después enfocarnos en
otros grupos de rock sicodélico más desconocidos, misteriosos y casi secretos, pero
también muy chidos, que sólo los rockeros más clavados conocieron, en aquel
pasado remoto, pues fueron opacados por sus rivales más poderosos… batos
clavados tales como mi jefe, el laureado escritor mexicano y reconocido
melómano, ese que firmara sin sus apellidos, nombrándose simplemente: José
Agustín. Para él, cada noche amanecía para escuchar el Hit Parade gringo, en una estación llamada Radio 1000. Allá comenzó
su formación sonora.
Regresando a Los Doors, como se
narra en When you’re strange, el
documental de Tom Dicillo, en esos momentos, se encontraban en la peor vorágine
de mala prensa, por los desmanes del Morrison, que acabaron hundiéndolo en un
siniestro lío legal, con la posibilidad real de ver al Jim caer en la cárcel,
sólo por sacarse el pito en el escenario, según dicen las malas lenguas. Así
que ellos, desde luego, no estuvieron. De hecho faltaron casi todas las grandes
estrellas de los sixtis: Los Beatles, que ya se estaban divorciando, los
Rolling stones, tampoco asistieron, aunque poco después quisieron hacer su
propio concierto multitudinario en Altamont, con resultados funestos y
reportando un homicidio a las autoridades, a manos de los Hell’s Angels,
quienes estaban encargados, Ja Ja, de la seguridad del evento, un desastre que incluyó
un su propio sacrificio diabólico, pues al cumpa aquel lo mataron casi casi al
ritmo de Sympathy for the Devil,
(rolilla que los Rolling no se atrevieron a tocar hasta su gira con el Voodoo
Lounge), un mal viaje colectivo que marcó el fin de esa era beatífica del rock.
Tampoco estuvo Dylan, el pastor del la era jipiosa y recién don Premio Novel, con sus himnos que hablaron por esa
generación. Faltó también Pink Floyd, la cumbre del rock psicodélico y
progresivo, quienes llevaron el rock hasta donde ninguna música se había
aventurado jamás. No vimos a Led Zeppellin, tampoco, quienes estaban destinados
a abrir el mundo a la nueva era, la era del metal, una era demoniaca que en los
ochentas se apoderaría de las almas de muchos jóvenes desencantados con el
sueño americano y eso acabaría de momento con las ácidas utopías de sus padres pacifistas
y mariguanos. Empezaban los tiempos de la coca, la heroína, los chochos y las
drogas duras. El Imperio había contraatacado.
Pero apenas unos años antes, en
Woodstock, una veintena de grupos emergentes lograron su coronación como ídolos
de esa generación, tal es el caso de Jimi Hendrix, quién, aunque llegó ya al
mero final, tocó una de sus sesiones más memorables aquel día, con su traje
blanco de piel, estilo indio americano, y su guitarra blanca también, la clásica
banda en la cabeza. Toco como nunca jamás se había o ha vuelto a tocar la lira
eléctrica, extrayéndole texturas metálicas, colosales, todo un cuerno de la
abundancia con melodías de oro y plata púrpura, que pesaban toneladas en la
historia del rocanrol. Esta vez no quemó su guitarra, como en el Monterrey Pop
Festival, donde por cierto la Janis Joplin hizo lo propio, con los Big Broder y
la Holding Company, consagrándose como la reina del blues blanco, la
todopoderosa Bruja cósmica, y que junto con Jim y Jimmy, y el Brian Jones de
los Rolling, inaugurarían el Club de los 27, pasoneándose todos a tan tierna
edad… En fin, tampoco estuvo El Greateful Dead ni el Jefferson Airplane, otras
bandas míticas de los años sesentas.
En Woodstock, la actuación de Janis
no fue tan explosiva, y no la filmaron toda, tan esa sí que en la versión que mi
padre trajo del gabacho aquella vez, aún no incluía su presentación. Después de
Hendrix, mis favoritos eran Los Who, cuya ejecución de las rolas de su ópera
rock, Tommy, me parecían de una
teatralidad inigualable, todo un performance, de una potencia arrolladora, con
el Daltrey ondeando su mic como una boleadora eléctrica, Keith Moon golpeando
con saña y demencia su grandiosa batería llena de agua que saltaba ante los
golpes como una fuente de furia y pasión desmedida, lujuriosa y sicótica; Sin
olvidar el bajo frenético de John Entwistle, con su rostro tan serio, como si
de un Atlante se tratara, y finalmente Peter Townshend, descuartizando su
guitarra Fender blanca como un relámpago, riffeando con su estilo orbital, o de
bumerán, girando el brazo a gran velocidad para azotar repetidamente las
cuerdas de la Fender, ¡con la fuerza de un pitcher de beisbol!... Su
presentación era nocturna, lo cual le daba esa iluminación teatral, un halo
enigmático, y ellos aporraban la noche con millones de watts y decibeles de
potencia, haciendo retumbar la noche misma, encendiéndola con un fuego
ancestral, o así se sentía mi corazón al verlos, una y otra vez, debemos haber
visto esas tres películas miles de veces, pues eran las únicas que teníamos,
pero además porque su riqueza me resultaba interminable, y aún me parece que
podría volver a verlas un par de veces más antes de morir, o antes de que se
acabe el mundo, como se dice hoy en todo de guasa.
Después de los Who, los héroes eran
Santana, con su Soul sacrifice, algo
absolutamente incomparable en la historia de la música, y Ten years after, que
realmente les llevaba a todos mínimo diez años de ventaja, pues la vertiginosa
velocidad de Alvin Lee y sus cumpas, era ya una muestra del rock speed metalero
que pronto llegaría para reinar en los ochenta. Desde luego, Sly and the Family
Stone, el corazón, el alma de la segunda noche Woodstokera. También me gustaban
Canned Heat, y hasta los loquitos de Shanana, juar juar, con su onda retro
hasta los años cincuenta, algo muy punk rock, pero con una coreografía para
morirse de risa.
Los que me daban un poco de hueva
eran Crosby, Stills y Nash, me parecían cursisi y muy folk, igual que Joan
Baez, que tenía el atrevimiento de cantar a capela frente a una noche repleta
de hipies.
Finalmente, acabo de recordar a Joe
Cocker, con sus botas azul celeste decoradas con estrellas plateadas, cantando
entre contorsiones epilépticas, su canción más famosa, la de los putos años
maravillosos, sí, el clásico de los Beatles, pero en versión estrambótica y súper
gritona: With a Little help from my
friends… Basta con decir que su forma de cantar, era como una catarsis
compartida, una epifanía contagiosa que uno no podía dejar de sentir con él,
como un chamán volcado en arrancarnos de nuestra deprimida cotidianidad, como
una droga telepática que me elevaba a la estratósfera, donde mi espíritu
estallaba como un fuego pirotécnico/maniaco. Sólo de acordarme, mi piel se
eriza, y mis ojos empiezan a sangrar la leche negra de un cosmos de agua ardiente.
But enough about that shit, ese
concierto gigante que, por cierto, le diera nombre al compañero fiel del
sabueso Snoopy, Woodstock, el adorable canario amarillo, despeinado y de vuelo
caótico. De pronto, años después, mientras seguía leyendo los libros de Charles
Schultz, ese pájaro minúsculo, era el único recuerdo que me quedaba de aquella
utopía masiva, perdida en el tiempo, envuelta en un misterio, como un sueño
siamés compartido alguna vez por tantos miles, y que ahora había sido
quirúrgicamente separado, arrancado de la mente todos sus hermanos, dispuestos
a sobrevivir al futuro incierto.
Y eso nos lleva a las bandas más
crípticas, la música más privada que mi padre escuchaba hasta recientemente, para
recordar esos días, pero que sólo los musicólogos más intrépidos y extremos de
esa época se atrevieron a explorar, amar, y recordar, para transmitirla a la siguiente
generación de melomaniacos, como un legado familiar secreto, un vicio y una
virtud heredadas genéticamente.
Bien, pues supongo que por hoy, este es el fin
de nuestro pequeño paseo por el boulevard de los recuerdos rotos, pero los
espero por acá, en este su Blog de José Agustín, los invito a la conclusión de
este verbo mareador, LA MÚSICA NO SE DETENDRÁ JAMÁS, tercera y última parte de
un tiro de tres bandas, en este proyecto de novela auto biográfica por
entregas, nombrado El Memorial de nuestra
Amnesia. ¡Hasta pronto!