miércoles, 17 de octubre de 2018

VIII NAUFRAGIO EN UN MAR DE MÚSICA




VIII


                                      NAUFRAGIO EN UN MAR DE MÚSICA

                        Bueno, pues como les estaba diciendo, y para citar al viejo Jim: “La música es tu amigo especial, baila en el fuego, como Él te invita, la música es tu único amigo, hasta El Fin”… ¡Y “Cancelen mi suscripción para la resurrección”!... pero continúa: “Antes de hundirme, en el Gran Sueño, quiero escuchar el Grito de la mariposa”, cantaba Morrison, con la fuerza de un Dionisio cualquiera, y en ese mismo poema musicalizado, Cuando la música termine, advertía, desde aquel entonces, sobre el mal que podemos ser para este mundo, en nuestro delirio capitalista y ególatra, que hoy en día se está volviendo contra la vida en la Tierra y nuestra propia posibilidad de supervivencia: “¿Qué es lo que le han hecho a la Tierra… Qué le hicieron a nuestra bellísima hermana?: ¡Saqueada y ultrajada, violada y mordida, apuñalada con dagas, a un lado del amanecer, amarrada y cercada, y la arrastraron hasta el fondo”; Profetizando así que, cuando la música termine, la humanidad habrá fracasado también, y entonces, el último en salir, pues que apague la luz, y el mundo volverá a tener paz, en una bendita oscuridad y un gran silencio.
            Pero James Douglas Morrison no se rinde y comanda la protesta, con la fuerza de un capitán embravecido:
“¡¡Queremos el Mundo y lo queremos Ahora!!”
Exclama el Jim, y yo reciclo:
¡¿Qué queremos?!: ¡¡El Mundo!!, ¡¿Cuando lo queremos?!: ¡Ahora!
            Y finalmente, vocifera con todas sus fuerzas:
“¡¡SÁLVANOS!!, ¡¡JESÚS: SÁLVANOS!!”
…Culmina el Morrison, entre alaridos realmente desesperados, implorando por nuestra salvación, causa de la que fue todo un héroe truncado, un mártir, un sacrificio humano voluntariamente aceptado, y también, en parte, una víctima de la locura colectiva.
            Y esto me recuerda que estoy escribiendo sobre mi padre, y el final de sus palabras escritas, ya entrados en este nuevo milenio judeocristiano, y sobre la herencia que me encomienda, en términos de su doble filosofía. Y entonces recuerdo, que, desde luego, como todo lo demás de esa época, conocí a los Doors gracias a mi padre, el gran escritor, don José Agustín. Fue por los días en que nací, y él se hallaba aún entrado en esa década, ya decadente, de los años setenta, cuando yo vi la luz por primera vez, en agosto del ’75, y él tenía apenas treinta y un años, doce menos que yo actualmente; Y todavía se encontraba en la flor de sus años, en sus días dorados, en la cumbre de su talento y creatividad, recién publicado uno de sus mejores libros: Se está haciendo tarde, considerado por la banda chida y la crítica especializada como la cumbre de la contracultura literaria mexicana, muy recomendable para todos los jóvenes de espíritu, y quienes aún se hayan en alguna búsqueda lisérgica/hedonista/mística/espiritual/anarquista. Lléguenle y préndanse, o viceversa.
            Pero mi educación formal, sobre la música de la era jipi, comenzó en realidad una noche en que mi padre regresó de un viaje de trabajo y placer a los Estados Unidos, del cual volvió con una de las primeras video cassetteras que hayan pisado tierra mexicana, quizás la primera en llegar hasta Cuautla, me cae; Era Beta, of course, y todavía cubierta con formica, dándole a este antiguo artefacto un aspecto retro o vintage, como dirían ahora todos los pochos mileniales. Era Sony, y eyectaba un mecanismo sobre su superficie, que salía desde adentro de esta máquina del tiempo, para que introdujeras el cassette, y luego con la mano, lo presionabas para que se tragara la película. En aquel entonces, cuando supongo que nadie más en este pueblo tenía una tecnología tan avanzada, mi padre volvió del gabacho con tres cintas, sólo tres filmes grabados en video, que marcarían mi vida y mis gustos artísticos: Se trataba de dos películas icónicas de la ciencia ficción gringa, y un concierto de tres horas con la música más increíble que yo hubiera escuchado jamás, misma que mis tiernos oídos apenas podían comprender: Eran 2001, la odisea espacial de Stanley Kubrick, La guerra de las galaxias, de George Lucas, y Woodstock, el magno evento de la era hippy, con sus tres días de amor y paz, en ese pueblo a las afueras de Nueva York; Quizás los únicos tres días de amor y paz que hayan vivido tal cantidad de hombres y mujeres, en el mundo, en la historia conocida de la humanidad.
Eran tres utopías, de un pasado remoto y dos futuros distantes, por los cuales mi padre me permitía observar el cosmos a través de una cerradura electrónica, o como quién abre el telón,  donde la creación del mundo se representa como una obra de teatro, abierta ahora a nuestros siete sentidos y múltiples sentimientos, nuestros grandes súper poderes, todo lo que realmente tenemos.
Así puex, la sala, en la casa de todos ustedes, se convertía en una especie de nave espacio-temporal, donde el Capitán José Agustín comandaba el viaje por el cosmos, al futuro y al pasado a placer, con solo presionar unos botones, cual un Capitán Kirk cualquiera, y así me volví fan de la ciencia ficción, del rock de los años sesenta, y de la mota, y los psychadelic trips, per se. Así me empezó a pervertir mi buen padre, por las buenas. Cuando wachaba Star wars, por cierto, algo dentro de mí recordaba haberla visto a los 2 años, durante su estreno, cuando mi padre nos llevó a verla al llegar a vivir a Albuquerque, en los mentados U.S.A., y los profes de una universidad, a donde daba clases mi jefe, le recomendaron llevamos al cine a ver la sensación del momento, era mejor que Disneylandia, decían, por el módico precio de un boleto de cinemático. Algo como un deja vú electrónico-cinematográfico me hacía sentir que ya había estado antes en ese viaje espacial, inmerso en el milagro de los viajes intergalácticos, a la velocidad de la lux.

            Y así como es innegable que la música del inagotable John Williams, en La guerra de las Garnachas es excelente, e inolvidable, lo mismo que el insólito soundtrack de 2001 es todo un tratado sobre el amor de Kubrick a la música clásica del pasado y el futuro, como un evento audiovisual extraordinario, abriendo con el Así hablaba Zarathustra de Strauss y cerrando con el Réquiem de Ligeti, al final del viaje rumbo al infinito y más allá: Pero volviendo al pasado primitivo de la cultura contracultural de los llamados jipis, como ustedes comprenderán, musicalmente hablando, fue Woodstock la que más me impresionó, si bien las otras dos sagas me abrieron los ojos al Universo, los Tres días de amor y paz me devolvían al centro mismo de la Tierra, el ombligo del planeta, y me marcaron en el camino de la mística anarquista e iconoclasta, que caracterizó esos años de rebeldía radical, retratados magistralmente como un documental poliédrico, lleno de trípticos multicolores, que me mostraron una faceta de la humanidad diferente, como un fenómeno sociológico libertario, rebelde, pleno y, como dije antes, hasta utópico. Era como admirar una civilización pacífica de otro mundo, o de un pasado remoto y perdido en los maremotos del tiempo, como atisbar a los habitantes de la Atlántida, o los míticos misterios dionisiacos del Eleusis, haciendo un tremendo pachangón, lleno de nudismo, lagos y ríos para nadar, baños de lodo, yoga, consumo de drogas felices y profundas, la mejor música del planeta y la más estridente de la historia, envolviendo ese lugar en un aura sagrada, que les permitió presentar un saldo blanco, aun cuando el evento se desbordó y recibió al final a más de medio millón de personas, sin una logística para un evento incalculable, de dimensiones épicas. Fue una locura controlada y creativa, un santuario para el espíritu colectivo de la humanidad, un refugio de la maldad que siempre ha gobernado el mundo, un experimento del cual emanarían muchas ideas y rutas para nuestra posible evolución, un ritual masivo por la salvación de la especie. Tres días de esperanza y luego aquellos miles de soñadores se dispersaron y el sueño había terminado.
            Vale la pena recordar quienes estuvieron presentes y quienes fueron los grandes ausentes de esa histórica ocasión, pues eso nos permite recordar a todos los grandes grupos de aquella época tan prolífica, rocanroleramente hablando. Para así, después enfocarnos en otros grupos de rock sicodélico más desconocidos, misteriosos y casi secretos, pero también muy chidos, que sólo los rockeros más clavados conocieron, en aquel pasado remoto, pues fueron opacados por sus rivales más poderosos… batos clavados tales como mi jefe, el laureado escritor mexicano y reconocido melómano, ese que firmara sin sus apellidos, nombrándose simplemente: José Agustín. Para él, cada noche amanecía para escuchar el Hit Parade gringo, en una estación llamada Radio 1000. Allá comenzó su formación sonora.
            Regresando a Los Doors, como se narra en When you’re strange, el documental de Tom Dicillo, en esos momentos, se encontraban en la peor vorágine de mala prensa, por los desmanes del Morrison, que acabaron hundiéndolo en un siniestro lío legal, con la posibilidad real de ver al Jim caer en la cárcel, sólo por sacarse el pito en el escenario, según dicen las malas lenguas. Así que ellos, desde luego, no estuvieron. De hecho faltaron casi todas las grandes estrellas de los sixtis: Los Beatles, que ya se estaban divorciando, los Rolling stones, tampoco asistieron, aunque poco después quisieron hacer su propio concierto multitudinario en Altamont, con resultados funestos y reportando un homicidio a las autoridades, a manos de los Hell’s Angels, quienes estaban encargados, Ja Ja, de la seguridad del evento, un desastre que incluyó un su propio sacrificio diabólico, pues al cumpa aquel lo mataron casi casi al ritmo de Sympathy for the Devil, (rolilla que los Rolling no se atrevieron a tocar hasta su gira con el Voodoo Lounge), un mal viaje colectivo que marcó el fin de esa era beatífica del rock. Tampoco estuvo Dylan, el pastor del la era jipiosa y recién don Premio Novel,  con sus himnos que hablaron por esa generación. Faltó también Pink Floyd, la cumbre del rock psicodélico y progresivo, quienes llevaron el rock hasta donde ninguna música se había aventurado jamás. No vimos a Led Zeppellin, tampoco, quienes estaban destinados a abrir el mundo a la nueva era, la era del metal, una era demoniaca que en los ochentas se apoderaría de las almas de muchos jóvenes desencantados con el sueño americano y eso acabaría de momento con las ácidas utopías de sus padres pacifistas y mariguanos. Empezaban los tiempos de la coca, la heroína, los chochos y las drogas duras. El Imperio había contraatacado.
            Pero apenas unos años antes, en Woodstock, una veintena de grupos emergentes lograron su coronación como ídolos de esa generación, tal es el caso de Jimi Hendrix, quién, aunque llegó ya al mero final, tocó una de sus sesiones más memorables aquel día, con su traje blanco de piel, estilo indio americano, y su guitarra blanca también, la clásica banda en la cabeza. Toco como nunca jamás se había o ha vuelto a tocar la lira eléctrica, extrayéndole texturas metálicas, colosales, todo un cuerno de la abundancia con melodías de oro y plata púrpura, que pesaban toneladas en la historia del rocanrol. Esta vez no quemó su guitarra, como en el Monterrey Pop Festival, donde por cierto la Janis Joplin hizo lo propio, con los Big Broder y la Holding Company, consagrándose como la reina del blues blanco, la todopoderosa Bruja cósmica, y que junto con Jim y Jimmy, y el Brian Jones de los Rolling, inaugurarían el Club de los 27, pasoneándose todos a tan tierna edad… En fin, tampoco estuvo El Greateful Dead ni el Jefferson Airplane, otras bandas míticas de los años sesentas.
            En Woodstock, la actuación de Janis no fue tan explosiva, y no la filmaron toda, tan esa sí que en la versión que mi padre trajo del gabacho aquella vez, aún no incluía su presentación. Después de Hendrix, mis favoritos eran Los Who, cuya ejecución de las rolas de su ópera rock, Tommy, me parecían de una teatralidad inigualable, todo un performance, de una potencia arrolladora, con el Daltrey ondeando su mic como una boleadora eléctrica, Keith Moon golpeando con saña y demencia su grandiosa batería llena de agua que saltaba ante los golpes como una fuente de furia y pasión desmedida, lujuriosa y sicótica; Sin olvidar el bajo frenético de John Entwistle, con su rostro tan serio, como si de un Atlante se tratara, y finalmente Peter Townshend, descuartizando su guitarra Fender blanca como un relámpago, riffeando con su estilo orbital, o de bumerán, girando el brazo a gran velocidad para azotar repetidamente las cuerdas de la Fender, ¡con la fuerza de un pitcher de beisbol!... Su presentación era nocturna, lo cual le daba esa iluminación teatral, un halo enigmático, y ellos aporraban la noche con millones de watts y decibeles de potencia, haciendo retumbar la noche misma, encendiéndola con un fuego ancestral, o así se sentía mi corazón al verlos, una y otra vez, debemos haber visto esas tres películas miles de veces, pues eran las únicas que teníamos, pero además porque su riqueza me resultaba interminable, y aún me parece que podría volver a verlas un par de veces más antes de morir, o antes de que se acabe el mundo, como se dice hoy en todo de guasa.
            Después de los Who, los héroes eran Santana, con su Soul sacrifice, algo absolutamente incomparable en la historia de la música, y Ten years after, que realmente les llevaba a todos mínimo diez años de ventaja, pues la vertiginosa velocidad de Alvin Lee y sus cumpas, era ya una muestra del rock speed metalero que pronto llegaría para reinar en los ochenta. Desde luego, Sly and the Family Stone, el corazón, el alma de la segunda noche Woodstokera. También me gustaban Canned Heat, y hasta los loquitos de Shanana, juar juar, con su onda retro hasta los años cincuenta, algo muy punk rock, pero con una coreografía para morirse de risa.
            Los que me daban un poco de hueva eran Crosby, Stills y Nash, me parecían cursisi y muy folk, igual que Joan Baez, que tenía el atrevimiento de cantar a capela frente a una noche repleta de hipies. 
            Finalmente, acabo de recordar a Joe Cocker, con sus botas azul celeste decoradas con estrellas plateadas, cantando entre contorsiones epilépticas, su canción más famosa, la de los putos años maravillosos, sí, el clásico de los Beatles, pero en versión estrambótica y súper gritona: With a Little help from my friends… Basta con decir que su forma de cantar, era como una catarsis compartida, una epifanía contagiosa que uno no podía dejar de sentir con él, como un chamán volcado en arrancarnos de nuestra deprimida cotidianidad, como una droga telepática que me elevaba a la estratósfera, donde mi espíritu estallaba como un fuego pirotécnico/maniaco. Sólo de acordarme, mi piel se eriza, y mis ojos empiezan a sangrar la leche negra de un cosmos de agua ardiente.
            But enough about that shit, ese concierto gigante que, por cierto, le diera nombre al compañero fiel del sabueso Snoopy, Woodstock, el adorable canario amarillo, despeinado y de vuelo caótico. De pronto, años después, mientras seguía leyendo los libros de Charles Schultz, ese pájaro minúsculo, era el único recuerdo que me quedaba de aquella utopía masiva, perdida en el tiempo, envuelta en un misterio, como un sueño siamés compartido alguna vez por tantos miles, y que ahora había sido quirúrgicamente separado, arrancado de la mente todos sus hermanos, dispuestos a sobrevivir al futuro incierto.  
            Y eso nos lleva a las bandas más crípticas, la música más privada que mi padre escuchaba hasta recientemente, para recordar esos días, pero que sólo los musicólogos más intrépidos y extremos de esa época se atrevieron a explorar, amar, y recordar, para transmitirla a la siguiente generación de melomaniacos, como un legado familiar secreto, un vicio y una virtud heredadas genéticamente.
             Bien, pues supongo que por hoy, este es el fin de nuestro pequeño paseo por el boulevard de los recuerdos rotos, pero los espero por acá, en este su Blog de José Agustín, los invito a la conclusión de este verbo mareador, LA MÚSICA NO SE DETENDRÁ JAMÁS, tercera y última parte de un tiro de tres bandas, en este proyecto de novela auto biográfica por entregas, nombrado El Memorial de nuestra Amnesia. ¡Hasta pronto!