UN
MAR DE MÚSICA
(LLAMADO JOSÉ
AGUSTÍN RAMÍREZ)
Es difícil saber quién eres, es
decir, quienes somos, o quién es uno mismo y cada uno de nosotros,
especialmente si eres de los que, como yo, heredaste el nombre de tu padre,
quien a su vez lo heredó de tu abuelo, y etcétera etcétera, así hasta el
infinito. Y para cuando este nombre llega a ti, con todos sus vicios y virtudes
a cuestas, al parecer lo conducente es tomar la estafeta, como un estandarte de
diversas fusiones familiares, es esta extraña carrera de la evolución, el
imperio de los genes, y hacer de ellas una bandera personal. O no. Pero hay que
andar muy trucha, para no convertirse en una réplica desgastada de su
predecesor. Y así, aunque nunca nadie supo quién diablos era realmente, nos
aferramos a nuestra máscara, a nuestro personaje efímero y repetitivo, o muy
poco original. Ya sabes, girando con eso del I’am U & U R me, & we R
all together, dándote vueltas en la cabeza, toda la vida, pero nunca
aterrizando en el alma. Como en un duelo de espejos que se encuentran frente a
frente, padres e hijos se enfrentan como estaba escrito, en un evento extraño,
perdido entre el tiempo y el espacio, dentro de esa creatura inasible y volátil
que ingenuamente llamamos: el Presente. Es nuestro único territorio firme, un
campo de batalla desechable, pero rápido como el viento, que se nos presenta
como un asalto a diario, en una carrera contra el reloj, para dirimir nuestras esperanzas
de cambios, contra hábitos y tradiciones fosilizadas. Es allí donde se
resuelven estos dilemas, no en el pasado ni en el futuro, sino en esa estrella
fugaz que nos arrastra entre sus crines, el fuego fatuo donde habitamos: El día
de hoy.
Mi
nombre, por cierto, es José Agustín Ramírez, al igual que se llamaba mi padre y
un tío suyo antes que él. Aunque yo, personalmente, no soy su primogénito, pero
por una extraña circunstancia (léase la insistencia de mi abuelo paterno, y la
reticencia de mi jefe, durante los primeros dos embarazos de mi mamá), siendo
el tercero de sus tres hijos, fui nombrado así, como el modestamente célebre
compositor, emblemático del estado de Guerrero, el original José Agustín
Ramírez, quién compusiera las canciones que le dan vida aún hoy a las fiestas y
reuniones de los guerrerenses tradicionales y sus miles de invitados de toda la
orbe, su turismo de talla internacional, al menos en sus buenos tiempos, en el
siglo pasado, José Agustín Ramírez y compañía fueron leyendas del Acapulco
perdido, nuestro querido Lost Acapulco, my dear friends.
Así
que me llamo igual que mi progenitor, a quién quizás ya conoces, o crees
conocer, si has leído alguno de sus muy filosos libros; Pero esta no es la
historia de porqué me llamo así, aunque en lo personal no esté muy a-gustín con
ese nombre heredado, no: Esta es la Historia de una antorcha que no encendía,
de una hoguera que no se apaga, y de un incendio fuera de control, en los
límites de la realidad y mi imaginación, cerca de las frontera de la locura.
Tan sólo unas hojas en honor a mi padre, don José Agustín, laureado y otrora
joven e irreverente escritor mexicano, de mala fama y peor reputación, pero
amado por los buenos lectores, principalmente libre pensadores, de tendencias
zurdas y contraculturales, que mantienen vivo este atribulado país; Para todos
ellos, mi padre fue un símbolo libertario de los afamados sixties, muy al
estilo de la generación beat. Fue un viejo lobo, si me lo permiten, que
naufragó en un mar de música y silencio, de memorias y olvido.
Ambos
mi padre y mi tío abuelo me heredaron su nombre, su pedigrí y algo de su
talento, pero también me dejaron el nivel del mar creativo muy elevado, una
marea alta de calidad e inspiración que puso mis humildes aspiraciones
artísticas en serios aprietos, por poco y hundiéndolas, tú comprenderás mi
dilema y predicamento. Y por favor, discúlpame si te hago perder tu tiempo, con
mis investigaciones paternales, de ante mano te lo digo, amable lector y ahora también
compañero en esta aventura, si decides abordar este barco ballenero: Un navío
de los locos tamaño familiar, que solicita voluntarios para un Naufragio.
¿Pero
cómo resumir setenta y tantos años de locura creativa y destructiva en las
contadas páginas de un libro entre biográfico y periodístico?, intentaré pues un
resumen de sus pasiones musicales al menos, que eran vastas y profundas,
incontables como las criaturas del océano, y muy elevadas como objetos
voladores desconocidos, quimeras fantásticas y entidades simbióticas que, por
unos breves instantes, parecieron demostrar que la armonía es posible entre la
humanidad, y me refiero a las bandas de rock, y sus pequeñas joyas musicales,
esas canciones que amamos, ¿qué sería de nosotros sin ellas?
Yo,
por cierto, conocí José Agustín hace ya cuarenta y cuatro abriles, y aunque
finalmente he llegado a comprenderlo bastante bien, todavía me sorprende (es
duro el maldito), y a veces puede ser todo un misterio, pero creo entenderlo
mejor que muchos, aun cuando ni siquiera he terminado de leer todos los libros
de su obra fecunda y brillante. Pero sucede que al parecer me reservé algunos
para cuando él ya no estuviera aquí, es decir, ya es hora, pues como resultaron
las cosas, hoy en día, aun cuando no ha muerto, estando aquí no está, pues ya
no escribe y tiene varios problemas de salud, con una amnesia de lo reciente casi
total y la hidrocefalia apenas contenida
por una bomba y una válvula microscópicas que drenan el agua de su cerebro. Y
así, aunque de pronto parece ser él otra vez, está ausente en presencia de sí
mismo, pues su carrera llegó a un alto, y su reloj de arena se rompió y por
poco se vacía, tras el tremendo accidente que sufrió en Puebla, al caer de
cabeza en el foso de un teatro imprudentemente atascado a reventar, con cientos
de fanáticos de sus letras. Pero sus libros siguen ahí, tan frescos como
siempre, esperándome, y a algunos miles de lectores más, para sentir el
magnífico estilo, innovador y revolucionario, de las letras de José Agustín.
Mi
padre siempre ha sido como un cometa, para otros jóvenes, en sus despertares,
uno puede perseguir sus palabras como se
acompaña a un meteoro en su órbita estelar, prendido de su fuerza
gravitacional. Rolando con él uno no se aburría, siempre buscando aventuras
nuevas (como solía decir él, citando a Alfred Bester, con su genial y delirante
libro de sci fi: ¡Tigre, Tigre!): Siempre en la ruta de las estrellas, nuestro
destino.
Pero
primero que nada, quisiera decir que ser parte de su historia ha sido como
asistir a una fiesta de las artes con boleto gratis, donde todas las musas
griegas y algunas modernas fueron revisitadas con pasión infinita, bajo la
sombra alada de mi padre, así como por otros miembros de mi familia, todos los
cuales influyeron en mis intentos de quehacer creativo. Entre estas influencias
desde luego la más poderosa es la literatura de mi padre, pero también tendría
que incluir en segundo lugar a mi tío Gutí, genial pintor mundialmente
desconocido y leyenda personal, por su magnífica técnica pictórica y sus
enseñanzas en filosofía, estética y política, pues me inculcó la semilla del
comunismo y el anarquismo primitivo. En tercer sitio estaría mi madre,
Margarita, y mis hermanos Andrés y Jesús; Primero ella porque hace ya casi
veinte años comenzó a tomar clases de pintura con mi tío, a lo que siguieron
cursos en el CNA y con varios maestros gringos en un periodo en que mi padre y
ella emigraron nuevamente a los E.U., para que mi jefe trabajara como profesor
en alguna Universidad, con ella a su lado como fiel escudera, y así comenzó un
pasatiempo que ha crecido mucho, en términos de calidad plástica. Mis hermanos
Andrés y Jesús, aunque se dedican a la edición de libros y la neuropsiquiatría
respectivamente, también se han destacado como escritores, el primero de muy
buena poesía y el segundo con una novela y ya varios libros de investigación y
divulgación científica. Después seguirían varios tíos y primos por ambos lados
de mis familias, que primordialmente se enfocaron en la música. Primero que
nada José Agustín Ramírez, el gran compositor guerrerense, el origen de mi
nombre y el de mi padre. En seguida estaría mi abuelo materno, quién gustaba de
tocar melodías populares al estilo de Agustín Lara, en cualquiera de los dos
pianos que atesoraba en su casa. Le enseñó a tocar, a su vez, a mi tío José
Luis Bermúdez, quién desarrolló ese talento hasta poder ejecutar las más
complicadas piezas de Beethoven, Schubert o Chopin. Aunque no se dedicó a esto,
por desgracia, nombró al segundo de sus hijos Federico, por este último célebre
compositor y pianista, y a su primogénito, Claudio, en honor de Arrau. Éste
primo, también aprendió lo necesario del piano para expresarse, y se decidió
por una carrera en la música, eligió las armonías como forma de vida,
escribiendo, componiendo y produciendo a otros intérpretes. Aquellos pianos, en
la casa de mis abuelos maternos, uno de cola y otro de pared, estaban en el
vestíbulo y la sala de esa antigua casa, allá por Potrero, en la Nueva
Tenochtitlán. Como un niño, me recuerdo tocando a escondidas, con cautela y
asombro, esas máquinas de hacer música, y muchos años después, allí mismo,
recuerdo a mi tío, ya de edad bastante avanzada, pero antes que comenzara su
ceguera, interpretando, en alguna reunión familiar, unas melodías de Beethoven
al piano, y aunque él afirmaba que su ejecución ya no era perfecta, o con la
precisión de su juventud, yo adoraba ver sus dedos correr sobre el teclado, como
pequeños bailarines o acróbatas en miniatura, dándole vida a las cuerdas de un
arpa secreta, allá adentro, con martillos diminutos, pero no menos poderosos,
que despiertan los nervios de este instrumento casi mágico, como reflejos del
artista y de los oyentes, aquellos con buen oído, el don de escuchar las
maravillas del arte sonoro.
Por
el lado paterno, hay otros dos primos que siguieron el rastro de sus
frecuencias auditivas personales, León y Ramsés Ramírez, el primero desarrolla
su trabajo por su cuenta, para su propio disfrute, y el otro perseveró en su
trabajo como intérprete, y ha logrado llevar a buen puerto, junto con sus
camaradas del Señor Mandril, a esta banda de rock, jazz, funk, y tecno fusión,
obteniendo muy buen nivel y la recepción merecida de un público amante de las
artes modernas. Sirva esto como breve explicación del porque la redacción muy
sentida de estas letras e ilustraciones de un servidor, que solo desea mantener
activo el espíritu de mi padre, cuya carrera se vio trágicamente interrumpida,
por los eventos impredecibles de un día fatídico, en cierto teatro de la ciudad
de Puebla, durante el 2009, un año tan lejano, y sin embargo, el año en que por
acá se detuvo el tiempo, se derritió el reloj, se rompió el ritmo de la flecha
termodinámica, y todo pronóstico o profecía sobre el destino de las letras de
mi padre, se fundieron en un Apagón, ocultándose tras de los telones de la
oscuridad.
Musicalmente
hablando, estos fueron mis mentores, en la vida real, para aprender a
desarrollar el oído, y apreciar las notas más finas de la vida. No soy ningún
experto, ni siquiera se tocar un instrumento, estoy negado para las
matemáticas, incluido el ritmo, y cuando intenté aprender solfeo, descubrí que
era sordo para las distintas tonalidades de la escala. No pude afinar una
guitarra por más que amara el instrumento, y aunque una vez me compré (con el dinero
que me pagaron por las ilustraciones que hice para la Panza del Tepozteco) todo el equipo eléctrico para aprender (la
lira, el bafle y el distor), no pasé de dominar el círculo de Sol y componer un
par de canciones con mis amigos (algunos de los cuales ya han muerto,
prematuramente). Preferí intentar con otras artes, incluido el teatro, el panchormance,
y hasta, Dios me perdone, la danza/teatro contemporáneo, etc., pero hoy en día
me estoy enfocando ya solamente en las artes plásticas y la literatura. José
Agustín, by tha way, también intentó aprender la guitarra, con la ayuda ni más
ni menos que del más grande maestro guitarrista del Rocanrol: Javier Bátiz, a
quién recuerda con harto cariño, cada vez que lo escuchamos, intermitentemente,
con sus excelentes versiones del viejo blues. Desde luego mein father tampoco
desarrollo esas facultades, si es que las teníamos, mientras que, poco después de
que él pasara sus truncas clases con el Javier, llegaría otro alumno súper
dotado, conocido simplemente como Santana, quien pronto se apoderaría de todos
los poderes del Bátiz y los multiplicaría en un auténtico sacrificio de su
alma, allá por los años marravillosos.
Aunque
al final, con todo y su voz aguardientosa, Bátiz resultó un rockero mucho más
real que Santana, quién si bien, aún es un magnífico virtuoso, se afresó gacho
en esas colaboraciones con bandas y artistas de dudosa reputación, y de cuyos
nombre no quiero acordarme, y me refiero a esos payasos y demás chacales que
reclutó para su rocanroleramente diluido, pero muy celebrado “comeback”: el Supernatural (1999). Meh…
Pero
mi amor por la música es demasiado, y tuve que contar esta historia, que inicia
por el simple hecho de haber nacido en la Casa que Canta, o del Sol naciente, el
hogar de José Agustín, un auténtico musicólogo y maestro, sin proponérselo, de
esta pequeña e inadvertida Escuela del Rock. Pero antes que nada, mi padre fue
un laureado autor mexicano, con un estilo brillante y alguna vez polémico, que
rompió con los anticuados moldes de la vieja escuela de escritores del siglo
pasado, en el antiguo precámbrico (o PRIcámbrico), quienes tenían secuestradas
las letras mexicanas, escondidos del mundo real, detrás de la Real Academia de
la Lengua. Pero un tornado de verdades duras estaba a punto de levantarlos del
suelo, y las reglas de la literatura cambiarían para siempre, adaptándose a la
modernidad, liberándose de ataduras para ingresar a una nueva era, y el nombre
del escritor que derribaría las puertas de aquel futuro, era José Agustín, mi
padre. De esto, obviamente, uno tiene que estar orgulloso, ¿no lo estarías tú?
Vivir
con José Agustín era una montaña rusa de emociones contradictorias, tan bellas
y profundas como peligrosas y aterradoras. Pero, a nuestro favor, mi sagrada
familia siempre llevó un camino con corazón, diría Castaneda, en el cual fluía
un tráfico constante de arte y cultura,
de ideologías y filosofías, de cuestionamientos y razones tan elocuentes como
fantásticas. Siempre era más y más música, más y más libros mágicos, una y otra
película genial, insólita, cuadros y edificios, templos y catedrales, arte
sacro y profano, como dicen por ahí, pues sus intereses eran gigantes y sus
conocimientos al parecer inagotables, una especie de enciclopedia caminante,
que aún hoy me sorprende recitando poemas completos de memoria, que fueron las
desesperadas canciones de su infancia y juventud. Principalmente versos de
García Lorca, Neruda, Sor Juana o Rubén Darío, pero la otra noche me asombró
con uno que él, con su amnesia de lo reciente a cuestas, declamó con harto
feeling, pero ya no recordaba el autor, así que corrí a la computadora con un
fragmento de lo escuchado, y resultaron ser Las Coplas del Amor Viajero, de
Andrés Eloy Blanco: (“Yo sólo sé que te vas, yo solo sé que me quedo”). En lo
ideológico, pictórico y filosófico, como dije antes, influía mucho también el
tío Guti, hermano mayor de mi pater y primogénito de mi abuelo. Al Granpa lo conocí poco, pero lo recuerdo mucho, pues vivimos en la que
fuera su casa, y en la sala el Guti dejó un imponente retrato suyo, del capitán
piloto aviador, Augusto Ramírez Altamirano, cuya guía espiritual y ética era
palpable en toda esa familia, y prevaleció en el buen corazón de mi jefe y sus
hermanos (as), aún si murió bastante joven, dejándolos finalmente huérfanos de
ambos padre y madre. Mi abuela Hilda falleció varios años atrás, antes de que
pudiera conocerla, lo mismo que a mi carismática tía Yuyi, dos de las mujeres
que, con su carácter libre, intenso e irreverente, son quienes más cerca
estuvieron del espíritu de José Agustín, sin contar, desde luego, a mi Mamá, Margarita,
el amor de su vida, y quizás habría que incluir sus amoríos con Angélica María,
una aventura psicodélica/pop, para mi gusto con sabor como a chicle de frutas,
pero que dota a la biografía de mi padre, de un interés especial para los
eternos enamorados de esa diva televisiva de antaño, quienes aún profesan una
envidia muy popular contra mi padre, por tanta buena fortuna, allá en sus
buenos tiempos.
Pero
en fin, lo que trato de decir es que fue una gran fortuna crecer bajo el amparo
de su amor por las artes, un interminable flujo de misterios y respuestas
plasmadas de formas tan bellas, pues era incalculable la cantidad de arte que
entraba en mi cabeza voraz, ávida de estos secretos, maravillas y destellos
humanos, siempre lloviendo sobre mi alma asombrada y estremecida. Era como
navegar en un Mar de Música, este océano en el que ahora he naufragado, y en el
cual los invito a perderse. Flotando sobre lienzos al óleo como alfombras
voladoras, he vuelto hasta aquellos días, pues escribir esto es una hipnosis
regresiva autoinducida, como tratar de recordar un sueño y redactarlo antes de
que se disuelva, cual letras de arena en una playa. Sin embargo prosigo, como
quien construye una Ciudad de la Luz entre castillos que se lleva la marea,
ciudades sumergidas y subterráneas, necrópolis e inframundos abisales, donde,
en las noches, nos invade el Reino de la Oscuridad, con sus tormentas y
tornados, y lluvias de estrellas bajo la Luna llena, auroras boreales y guerras
psiconíricas, tecno maravillas de diseños extraterrestres, de todo un poco,
encontrará usted en este bazar de asombros y sorpresas para sus ojos y oídos,
estimado lector.
Vivir
con José Agustín fue como caminar en una cuerda floja sin red, siempre entre la
guerra y la paz, el Sol y la Luna, la genialidad y la locura, una dicotomía muy
evidente que me acompañó toda la vida, como el capitán de una Nave de Locos,
que yo me niego a abandonar aún ante los pronósticos de zozobra. No sé si lo
volvería a hacer, si compraría boletos para este condenado crucero espacial,
pero no puedo negar que hubo momentos del viaje que disfruté enormemente,
quizás demasiado.
No
por eso han de creer que nuestra historia es una comedia sin sentido: Ni
siquiera tenemos garantizado un final feliz, como nadie lo tiene, y cada día es
una pequeña aventura y un nuevo acertijo, es todo lo que tenemos, camaradas
mariner@s, este día, el aquí y ahora, vagabundos ciegos de nuestro propio
infinito. Claro que tampoco fue el padre perfecto, es sólo un humano, y entre
sus principales defectos estoy yo, el más pequeño de los tres, pues durante la
mayor parte de mi vida resulté ser un auténtico patán, una pálida representación
de su creatividad artística, y en resumen la oveja negra de toda la familia, o
al menos así fue durante largos y tortuosos años, en el camino para escapar de
mi propio infiernito. Pero este cuento aún no termina, y aunque ya soy muy
viejo para iniciar mi entrenamiento, estoy determinado a convertirme en un
guerrero de la Fuerza, tal como mi padre lo fue alguna vez.
Son una infinidad de agravios,
delitos e infracciones las que he cometido, algunas pesadillas inconfesables y ya
casi imperceptibles, cicatrices drogadas y perdidas en lagunas de tiempo y
espacio, que por suerte sólo yo recuerdo, para estas alturas, y de todo eso soy
culpable y estoy arrepentido. Por un tiempo pensé que iba directo al manicomio,
la cárcel o la muerte, pero me escapé de estos tres destinos por escasos segundos, milímetros, milagros
fugaces que ocurrieron en un parpadeo, y de pronto me encontré vivo otra vez,
en el atrio de un templo abandonado, soñando con recuperar mi alma y la de mi
padre, varado en una Isla desierta, con miles de sueños y mensajes
embotellados, formando arrecifes entre las olas y las costas de una bahía
imaginaria.
Ahora,
mi madre y yo somos s los últimos marineros que deambulamos por la cubierta de
este navío fantasma, el barco de José Agustín, nuestro capitán con amnesia, a
quien no estamos dispuestos abandonar, hasta que la nave se hunda. ¿Acaso no se
lo merece?, ustedes lo saben, él no necesita presentación: Mi padre siempre fue
un gran artista innato, de La Tumba a la cuna, fue un viajero intrépido que se
atrevió a ir más allá de las puertas de la percepción, forzó la cerradura y
derribó una muralla de malas lenguas, recorrió los siete mares de alma y volvió
para contarlo, como un viejo lobo de mar. Y puedo afirmar que fue un gran escritor, le pese a quien le pese, porque lo
padecí toda la vida, y tuve el privilegio de sentarme en su mesa, siempre llena
de pan, vino, leyendas y cervezas bohemias.
Si
la definición del artista es aquel que nos conmueve, nos fuerza a pensar y
sentir otra vez, aquel que puede hacernos reír y llorar, que puede hacernos
partícipes de ese sentimiento mágico que uno habita en las páginas de las
grandes historias, como lo hice yo sentado entre la piedra y el pasto, tantas
veces en su jardín sagrado, entonces mi jefe fue un gran artista, pues
efectivamente, siempre podía hacerme reír o llorar, arriba y abajo del ring, en
la cima o el fondo del escenario, sea con sus palabras plasmadas en sus libros
místicos anarquistas, o con sus voz suave o furiosa, en la vida real. Estos son
los símbolos que dan forma al laberinto de mis recuerdos.
Todo
esto llegó a su fin, la construcción de este castillo de cristal, esta Ciudad
de la Luz, terminaron, o al menos se detuvieron violentamente, desde el fatal
accidente que sufrió don José Agustín en el año de 2009, en la ciudad de
Puebla, cuando, en medio de un teatro repleto de sus simpatizantes, lectores y
admiradores, lo orillaron a caer en el foso del proscenio, en el filo de su
propio abismo, aquel fue el escenario final para sus aventuras. Fue así que mi padre, mi mentor psicodélico,
cayó hacia su silencio literario, desde una altura mayor a los tres metros, y
de cabeza. Y no, no cayó sobre pétalos de rosa. Pero en fin, a veces la vida es
cruel con las creaturas pequeñas, ¿cierto?, tú has de tener tus propias
tragicomedias personales en este preciso momento. Suerte con eso. May God Help
Us All.
Aquí, por cierto, en la siguiente foto, estamos con mi papá: el padre José Luis (viejo amigo de la familia y mentor en la teología de la liberación), mi mamá y mi hermano, el dr. Jesús Ramírez, neuropsiquiatra, en una feria del libro en Cuautla, que se le dedicó y llevó su nombre, y fue una de sus últimas apariciones en vivo:
Volviendo
a su brillo natural, en su juventud como un precoz y célebre escritor mexicano,
todos saben por aquí que fue un autor polifacético, que trabajó el cuento, la
novela y el teatro, el guión de cine, el periodismo e incluso la poesía, aunque
nunca se atrevió a publicarla. Se han adaptado historias suyas al cine, como abolición
de la propiedad, y Ciudades Desiertas, así como el mismo adaptó la novela El
apando, de Revueltas, en la tremenda cinta de Cazals. Solía contarme la vez que
conoció a Borges, o de cómo trabajó con García Márquez, y según él, era su
compadre y por lo tanto yo su ahijado. Me contaba de la vez que vio a Jim
Morrison en vivo, cayéndose de borracho, y escribió elogiándolo como a un gran cantante,
poeta y chamán. Cuando era niño, nos leyó a mí y a mis hermanos el Hobbit, el Señor de los anillos, Las
Crónicas de Narnia, el Pinocho de
Collodi, los cuentos de los hermanos Grimm, los mitos chinos del Rey Mono y un largo etcétera. Cuando era
niño, me subió a la cima del Tepozteco en sus hombros, y me salvó la vida una
vez, cuando me estaba ahogando en mar abierto, en la playa de Papanoa. Por todo
eso, le estaré eternamente agradecido, pero quizá más que nada, le agradezco
por toda la música, le agradezco por este mar en el que hemos naufragado
voluntariamente. Nos dio, a toda la familia de mi sangre y de sus lectores, un
empujón salvavidas para seguir navegando en esta vida tan cabrona y genial, por
decir lo menos.
Pero
el recuerdo medular de mi padre siempre será verlo escribiendo, incansable, en
el viejo escritorio de madera de su estudio nocturno, iluminado por una luz amarilla
mortecina, bajo las estrellas privilegiadas del atardecer zodiaco, mitológico y
alquimista; Viene a mi mente la carta del Mago, del Tarot de White, sacada al
azar; O míralo allí, hace más de cuarenta años, sentado como un lagarto bajo el
Sol de su Jardín, junto a la gran piedra y sobre una toalla en el pasto,
bebiendo una cerveza o un coctel, bajo las brisas que mecen las ramas de la
palmera que sembramos juntos, regresando de Papanoa. Me recuerdo a mí mismo
escuchando un mar de música que aun truena en mis oídos, desde el fondo de una
concha de caracol ermitaño. Retumba como las tormentas eléctricas que solíamos
disfrutar en el horizonte de la noche, sentados en las mecedoras de la terraza
lluviosa, celebrando eufóricos los rayos, truenos y relámpagos, que formaban
palacios celestiales fugaces, con destellos enormes de luz azul, en la
inmensidad de las nubes. Espectadores azorados en el teatro de los Dioses Salvajes. Mirando
al horizonte, allá donde, cuando yo era niño, creía que se terminaba el mundo,
hace muchos ayeres, antes de la llegada de esta tempestad que lo devora todo,
antes de la invasión de La Nada, hasta que vuelva a salir el sol que acompaña a
mi padre a todas partes, con un calor intenso que ha sabido compartir con todos
sus lectores mexicanos y extranjeros, a través de sus letras vivas, cautivando
a un selecto clan de mentes abiertas, radicales libres, a quienes ahora invito
en cada puerto, como voluntarios para un Naufragio, en este Mar de Música. Los
invito a mi fogata playera de historias sin tiempo. Y a ti, Gran Jefe, déjame
decirte que ser hijo tuyo, es una cicatriz que llevo con mucho orgullo en la
cara, y llevar tu nombre, es una bendición que siempre me ha mantenido al rojo vivo,
muy cerca del fuego. Grazie di tutto.
J.A.R. 09/08/2019