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EL
RETORNO DEL YETI
Esa última velada casi
no dormí, pero me acosté por última vez en las camas frías de los departamentos
rentables, amueblados y desiertos, de Javier Duhart y su amable esposa, y al
día siguiente me regresé a Cuautla, tras despedirme de los grandes perros
siberianos, prisioneros en el terreno baldío bajo la azotea, donde subí a fumar
un porro final. Sabía que al día siguiente trasladarían a mi papá desde Puebla
hasta Cuautla, y sólo permitían a dos acompañantes, que serían desde luego mi
mamá y mi hermano Jesús, pues ahora su carrera de psiquiatra tomaría un giro
inesperado, cuando nuestro propio padre se convirtió, de alguna manera, en su
paciente, de por vida, aunque a larga distancia y eventualmente con la oportuna
ayuda de sus colegas, en el Hospital de neurología y neuropsiquiatría, allá
junto al viejo Tlalpan, en la Nueva Tenochtitlán.
Yo me regresé temprano en camión,
debía atender un par de dilemas domésticos, pero atento a la hora de su partida,
los esperé junto al teléfono, en donde, en los mensajes grabados, encontré un
amable recado de parte de Gael García Bernal, deseándole pronta recuperación,
así como otro en la viva voz de Angélica María, quién, acongojada, con la voz
entrecortada, plagada de viejos recuerdos sesenteros, preguntaba por la salud
de su viejo novio de la juventud, don José Agustín, Había otros varios recados más,
de familiares y amigos cercanos, que ya no alcanzo a recordar, pero ustedes saben
quiénes son.
En la tarde, al fin recibí una
llamada de mi mamá, aclarándome que la ambulancia llegaría un poco después, al
atardecer. Se me había indicado que sacara todas las botellas de alcohol de la
cava personal de mi padre, donde por aquellos tiempos, guardaba una buena
colección de vinos, siempre disponibles, así como whisky, tequila, vodka y ron,
ya saben ustedes, los aperitivos de cualquier hogar decente (o indecente) y
burgués (o arrabalero), del siglo pasado o presente. Las escondí con la secreta
intención de bebérmelas todas, pero al final, tiré la mayoría, y sólo me quedé
con un par, las más finas, que murieron lentamente en mi boca, en los próximos
días.
Ya cayendo la noche, por fin,
llegaron en un vil automóvil, cuando yo había estado imaginando una ambulancia
silenciosa, pero con las clásicas luces rojas girando, avanzando hacia mí,
hacia adentro en la boca del lobo, es decir la calle Campánulas, que lleva,
como en un túnel de árboles, a la casa paterna. Eso sí, descendieron con un
enfermero, que acompañó todo el camino a mi mamá y mi hermano, y juntos bajaron
a mi padre, hasta cruzar el portón de su casa, en una silla de ruedas. Lo
llevaron hasta su habitación, lo dejaron en su cama y salieron todos de allí,
exhaustos.
Afuera,
pude ver que mi hermano estaba bastante preocupado por el estado semi delirante
en que aún se hallaba nuestro padre, y con el cual había recorrido todos esos
kilómetros de vuelta hasta su hogar. Era, me comentó, lo que en su profesión se
denomina un “Estado Confusional”, es
decir que el paciente, muchas veces por traumatismo cráneo encefálico, pasa un
periodo que puede durar días o más, en recuperar mediana o totalmente la
cordura, la percepción del tiempo, un mínimo aterrizaje tras el periodo prolongado
de amnesia, de demencia severa. Así que, en la carretera, cuando el Sol caía
para ocultarse tras las montañas, hundiendo esta parte del mundo en la
oscuridad, mientras iban recorriendo a gran velocidad los kilómetros del camino
a Cuautla, me contaría más tarde mi hermano Jesús, el doc, que mi padre le
decía cosas como que ya estaba muerto, e iban en un sendero hacia el más allá, a Mictlán, o
adonde usted mande, si cree en la vida después de la muerte, es decir, por
ejemplo, un río astral, subterráneo y azul como un rayo de ánimas
sobrenaturales, si gustan. Pero mi hermano trataba de calmarlo, de recordarle
que aún estaba en la Tierra, a lo cual el respondía: “No es cierto, nada de
esto es cierto”, o cosas por el estilo, y repetía que él había muerto en un accidente
en Puebla. Entonces Jesús lo confrontó, preguntándole si realmente creía eso, y
él le dejó ver un halo de sospecha, de que quizás era una licencia poética que
él se estaba dando, para declararse muerto en vida.
Mi
mamá, por su parte, me contó que la mayoría del trayecto, José Agustín estuvo
muy callado, quizá por los medicamentos con los que lo sedaron, para facilitar
un poco su traslado, y evitarle más ansiedad. Quizá el famoso y polémico Clonazepam.
El caso es que mi broder y etc. se
fueron rápidamente, en cuanto mi padre estuvo aterrizado en su jaula, y mi jefa
y yo comenzamos nuestra guardia en este pequeño castillo de cartas, donde la
locura lleva la corona, y que continúa a la fecha como una misión de la divina
providencia, una prueba de vida y una bendición oculta más allá de lo evidente,
para los ojos del hombre común.
Pero déjenme contarles que, en
cuanto se firmaron los papeles de recibido, y el chofer y paramédico se fueron,
y poco después mi hermano Jesús, y con ellos los últimos residuos de algún
recuerdo de las prohibiciones y recomendaciones médicas, mi padre procedió a quitarse
la ropa, ponerse su traje de baño, y con los últimos rayos del atardecer, ya de
noche en su vida, de hecho, se lanzó con un clavado en la gran alberca que
construyó mi abuelo, sumergiéndose ahora en aguas más oscuras, pero como lo
había hecho toda su vida, como un ritual que le recordaba sus días de niño,
vacacionando con sus padres, hermanos y primos, en las playas de Acapulco y el
mar abierto del estado de Guerrero.
No sé qué habrá sentido, pero fue
una de las últimas veces que mi padre se atrevió a meterse a nadar en su propia
alberca, que por cierto, por estos días está casi vacía, intentando revivir, debido
a las grietas infringidas por el
reciente temblor, el cual secó muchos manantiales y afluentes de agua milenaria,
mismos que muchos hombres confundidos intentan, desesperadamente, devolver a su
cauce, en la soleada comarca donde habitamos, mis jefes y yo.
Pero
ya hablaremos más delante de esa alberca, que es sin duda todo un personaje en
esa casa de los jefes, justo al pie de la gigantesca araucaria que reina sobre
un hogar resplandeciente, que siempre me recordó el magnífico cuadro de
Magritte, donde en la casa ya es de noche, pero en el cielo, aún es de día. De
muy escuincle yo también entraba en ese estado confusional, y solía creer que ese
era un retrato de nuestra casa en realidad, hecho por el Guti, mi prodigioso
tío, el pintor fantasma; Así como también confundía la labor genial de mi
fallecido tío, con ese cuadro extraordinario de Andrew Wyath, en donde una
mujer joven, con un vestido largo como de pionera, está recostada en un campo
seco y ocre, y mira de espaldas hacia una casona vacía, en el horizonte, bajo
un viento otoñal. Incluso creía que esa
mujer era mi mamá. Eso, hasta que él personalmente me aseguró que no era así, pues
mi chief tenía una gran reproducción de esa obra, colgada sobre su escritorio,
en el estudio, donde escribió algunas de sus mejores obras como escritor
maduro, durante mis primeros años de vida aquí.
Pero, back in the future, que
frenéticamente se convierte en el pasado, ni lento ni perezoso, mi padre busco
de inmediato sus alcoholes, al desembarcar en Cuautla, y al descubrirlos desaparecidos,
montó en una cólera exhausta y sin esperanzas, harto de pelear con la
sobriedad, comprendiendo que la infame prohibición de alcohol lo había
perseguido desde el hospital, hasta su propia casa, y así empezó una larga
batalla para emigrar de vuelta a la luz, desde un infiernito etílico, aceptado
voluntariamente.
Resignado, abandonó la idea por esa
noche, bien dopado con ansiolíticos, y puso su antología de canciones de amor
de Rolling Stones, en un audio cassette, y comenzó a murmurar sus rolas favoritas.
Y así, exigiendo unos pomos que ya ni existían, comenzaron a pasar los días,
mientras mi papá se aclimataba y acababa de creer que, por fin, había vuelto de
Puebla, herido y dañado, pero vivo, para su fortuna o desgracia.
En los días siguientes, empezó a
exigir las llaves del coche, para salir el mismo por su tequila, algo que
parecía imposible y demencial, en su condición, así que nos aflojamos y
empezamos a darle una dosis creciente de cerveza para calmarlo, a lo que siguió
el vino con las comidas, pero por suerte ya no le recetaban Clonazepam, por
aquello de las cruces. Pronto se sintió con la fuerza necesaria para salir a
manejar su auto, y aunque tratamos de impedirlo, aterrados, se largó un buen
día a traer una botella de Whisky al Oxxo, misma que olvidó en el coche, y yo me
tomé con unos amigos del barrio.
Pero
poco a poco, recobró la memoria lo suficiente, como para manejar cada vez más
lejos en la ciudad, y recordar las botellas de compraba para bajarlas del coche,
generalmente tequila, y comenzó a tomarse unos tragos antes de comer, aunque
generalmente lo mandaban a la cama sin probar bocado, debido a los medicamentos
controlados con los que se mezclaba el etanol. Así comprendimos que José
Agustín había vuelto, sino por venganza, si por más de lo mismo: continuaría
jalándole la cola al tigre a pesar de las graves advertencias, activando sus mecanismos
de autodestrucción, pues, por increíble y absurdo que pareciera, contra todos
los pronósticos, era innegable que mi padre había retornado a las andadas, por
una última batalla contra los dioses salvajes. Y yo tendría que testificarlo,
de primera mano.
Fue por esos días que comenzó a
poner sus discos más queridos y secretos, de la era jipiosa, los más raros de
su tiempo, bandas misteriosas que duraron menos en dispersarse que las
exitosas, pero que generaron algunos clásicos desconocidos. Dejó de poner el
rock clásico de los sixties, por todos bien conocido, y se clavó con algunas de
las bandas más extrañas del universo roquero.
Y
así comenzó mi última lección etílica en la escuela del rock, esa música
libertaria y psicodélica, que años atrás comenzó con la función en video casero
de Woodstock, y ahora finalmente se mordía la cola, cuando levanté las orejas
como un elfo, para realmente escuchar y recordar esas bandas de fenómenos
bizarros, tan poco disfrutadas por los neófitos marigüanos de hoy en día.
De
modo que, a continuación, es decir en el próximo capítulo, si me acompañan, o
si les interesa saber más sobre la música favorita de mi jefe, el gran
escritor, don José Agustín, los invito a acompañarme en esta inmersión casi
antropológica, pues les voy mencionar
algunas de estas bandas grabadas y perdidas en la era de piedra. Así como
porqué valió la pena haberlas escuchado, así como todo el resto del caos y el
orden, cósmico y metafísico, que aquí se me revelaron, aún si esto implicó
vivir casi clandestinamente en un laberinto mental, con mi Daddy Rolling Stone
enmascarado como el Minotauro, y mi madre en onda Ariadna, y yo no que digas
Teseo, está muy edípico el asunto, pero si algún sirviente del reino, o algún
mal bicho embrujado, viviendo escondido por los rincones, aprendiendo a
reconocer en mí el lado oscuro de mi padre; Acá bien adentro, en los mecanismos
cronométricos de mi Casa Musical, a 1000 kilómetros luz x hora, en este camino dorado
y rodante del rucanrol. ¡Hasta la próxima, amables lectores y queridos amigos!