VI
EL
UMBRAL
La segunda noche que mi
padre pasó en terapia intensiva, mi mamá, mis hermanos y yo mal dormimos en los
pasillos, sillas y sillones del Hospital Español en Puebla: era el dos/tres de
abril, del año 2009, 48 horas después de su accidente. EL acceso para verlo se
limitaba a mi mamá, a quién ocasionalmente dejaban pasar para que se calmara un
poco, viendo un rostro familiar, el de la mujer que amó toda su vida. Sólo a
eso de las cinco de la tarde, por escasos veinte minutos, dejaban pasar a un
visitante, que invariablemente se traumaba un poco, al ver a José Agustín
consciente, pero aparentemente sedado, y muy confundido por las paredes
blancas, los múltiples doctores y enfermeras entrando y saliendo de la habitación,
conectándole sondas e inyectándole medicamentos desconocidos. Y todo este
tiempo, su espíritu aún se hallaba fuera de sí, viajando por todo el mundo,
haciendo breves escalas técnicas en su cuerpo, atrapado en un hospital, para
platicar caóticamente con sus hijos, mi prima o su hermana, y desde luego mi
jefa, quién lentamente se iba abriendo, con mucho pesar, a la idea de
convertirse en matriarca de la familia, ante la posible y probable ausencia de
quién siempre fue su líder, mentor y compañero, y capitán de nuestra nave de
locos privada y ancestral.
Al día siguiente, sus amigos,
algunos admiradores y demás simpatizantes, comenzaron a desfilar para
acompañarnos en nuestro momento más difícil. Algunos funcionarios del gobierno
y los avergonzados organizadores del evento, se hicieron presentes, para
asegurar que todos los gastos de su hospitalización, estaban absolutamente
cubiertos por el gobierno de la ciudad de Puebla, a través de su secretaría de
cultura supongo. Era lo mínimo
que podían hacer, pues nosotros jamás habríamos podido costear el internamiento
y tratamientos que le dieron a mi jefe, cuando estaba en el umbral entre la
vida y la muerte, entre la locura y su posible retorno a la realidad. Y de
hecho, a cierto hora, algún pariente suyo, que llegó a visitarlo, no recuerdo
quién, pero venía desde Guerrero, nos sugirió que entabláramos una demanda
contra el teatro, los organizadores, o el gobierno de Puebla, quienes lo habían
invitado tan amablemente, pero no habían observado las mínimas condiciones de
seguridad. Pero también recordamos que en el expediente médico, de su ingreso a
esa respetada institución poblana, se había anotado que don José Agustín estaba
efectivamente consciente, pero con algunos grados de aliento alcohólico. Así lo
habían registrado, vaya uno a saber si para cubrirle la espalda a algún posible
responsable o destinatario de la hipotética demanda, pero, también es
innegable, que antes del evento, lo llevaron a un restaurante, donde, como era
su costumbre, se había tomado al menos un par de tequilas y cervezas con la comida.
Y eso había quedado en el registro de los doctores, como un posible factor de
su desequilibrio, y la funesta caída que lo arrancaría definitivamente de su
larga y fructífera carrera, como el magnífico escritor que siempre fue, hasta
ese día, tan odioso en mi memoria.
Entre las amistades que lo visitaron, llegó su
viejo amigo de la preparatoria, Javier Duhart y su
amable esposa Yolanda, ambos buenos camaradas y ciudadanos valiosos de la
comunidad poblana, y viejos amigos de la familia. Consternados, afligidos,
llegaron a consolar a mi mamá. No sé si se encontraban entre el público cuando
ocurrió ese tan recontra jodido asunto de su paso en falso, pero al día siguiente
ahí estaba esta entrañable pareja, visitando a los enfermos, en este caso a su
viejo amigo, el gran escritor. Mi papá es una especie de héroe para su amigo,
pues él también es un escritor y pintor amateur, que siempre admiró los talentos
y obras Agustinianas. En algún momento,
me quedé a solas con Javier, platicando entre los pasillos del hospital,
y él me recordaba cuando se conocieron, en la prepa, y de cómo se habían bebido
buenos litros de tequila siendo muy jóvenes, e incluso, me contó que, en alguna
ocasión, se habían tomado una botella entera, y luego lo vio salir a leer como
si nada, arengando con carisma y mucho éxito a una multitud reunida en el
auditorio de la escuela, el colegio Simón Bolívar, en los eventos estudiantiles
que organizaban las sociedades de alumnos, jugando prematuramente a la
política. También me contó que, ya borrachos, mi papá le llegó a apagar un
cigarro en el brazo, a su buen amigo,
Javier. Quizás como en uno de esos juegos de poder y lealtad, o de soportar el
dolor, esos rituales de la adolescencia, en busca de hermandad, ritos de paso
domésticos, escolares, o de plano callejeros.
Pero
los Duarte tuvieron también una gran atención con nosotros, como familia, en
esos días de Puebla, que siempre les agradeceremos desde el fondo del esternón,
pues, tal como el destino quiso que se desarrollaran los sucesos, resultó que
esta leal pareja renta algunos departamentos en una unidad habitacional,
amueblados, y de los cuales tenían varios deshabitados, disponibles en ese
aciago momento para su amigo herido y su familia trasnochada. Así que, mi mamá,
mi tía Hilda y mi prima la Yuyi, al menos, y no sé si mis hermanos también,
pasamos varias noches en esos extraños departamentos amueblados y listos para
habitarse, pero vacíos de toda presencia o calor humano, de nada que pudiera
hacerles parecer un hogar, sólo cuadros como de hotel, una mesa con sillas,
sillones y camas duras y frías. Todo muy pulcro pero con una fina capa de
polvo, casi imperceptible. Pero allí nos refugiamos algunas noches, cuando no
nos tocaba cuidarlo, una vez que, al fin, bajó a una cama de piso, fuera de
peligro mortal, y nos turnábamos para acompañarlo en las noches, una para cada
quién, durante los próximos 21 días y noches, mientras los cuales los doctores
siguieron evaluando su salud y las posibles rutas de su recuperación. Y allí,
en esos departamentos tan desiertos, pasé algunas horas dormido y otras tantas
despierto, pues llevaba un reproductor de dvd portátil (que daba mucha guerra
para cargar la pila, por un falso contacto), y también un porta cd lleno de
música, para tratar de sobrevivir a tan amarga pesadilla, y algunas películas
chidas y una temporada completa de los Simpsons en un solo disco pirata.
Además, cada vez que me daban chance de regresar a Cuautla fugazmente, me traía
un poco de hierba santa, es decir mota, pero como no tenía mucha, ni dinero
para comprar más, la administraba como si me hallara en un campo de
concentración, de modo que dos o tres cigarrillos delgados tenían que
alcanzarme para todo un día y su noche. Allí, trataba de digerir los eventos
recientes, mientras fumaba en la cama, en la ventana, y en la azotea del depa,
desde donde le lanzaba salchichas a un par de perrazos Husky siberianos, o Alaska
Malamut, no sé. Pero eran unos tremendos lobos que algún imbécil tenía
encerrados en terreno amplio y baldío, muriéndose de calor y hastío, con solo
una cabaña de asbesto para que se refugiaran del Sol o la lluvia.
Incluso
en el Hospital, cuando podía desafanarme tantito de mis jefes, me escabullía
por ciertos corredores prohibidos y llegaba a una zona donde la edificación
estaba en obras, pues estaban ampliando, o mejorando o reconstruyendo parte de
ese viejo edificio; y por allí, yo me encontraba como un poco más en mi
ambiente, entre el caos de la obra negra. Sacaba mi porro a escondidas y,
procurando que los albañiles no me vieran, me fumaba medio cigarro o lo que alcanzara,
antes de verme en peligro de ser atrapado. Imaginaba que los de Seguridad me
harían un pancho tremendo, si me apañaban, pero eso nunca paso, e incluso pensé
que tal vez habían tenido piedad, misericordia o lástima, y me habían dejado
fumar en los jardines, las escaleras fuera del edificio, y la zona en construcción,
como para evitar un incidente con mi familia. Pero tal vez, simplemente no me
cacharon.
Días
más tarde, noté con horror que le dejaban a mi padre un gotero de Rivotril, ahí
disponible en un cajón, tan a la mano, junto a su cama del hospital, y desde
luego, aún tuve la tentación de sacarlo y darle un buen trago, pero me contuve,
confirmándome que ese vicio de los chocolates estaba superado. Además, de nada
serviría yo en un estado tan alterado para cuidar a mi padre, con quien tarde o
temprano tendría que pasar mi primera noche de guardia, y donde podría
constatar a primera vista, de primera mano, su estado completamente
distorsionado, su desesperación por levantarse de esa cama, por huir de ese
lugar, su anhelo de libertad y de regresar a su vida como la conocía; Pero
hasta para levantarse a ir al baño, privado, que tenía a unos cuantos pasos, detrás
de una puerta junto a su habitación, teníamos que acompañarlo. Y en el camino,
podía caerse, me advirtieron, y así fue, y fue la primera vez que lo levanté
del suelo usando todas mis fuerzas: no sabía que sería la primera de muchas,
pues en los años que siguieron, yo tendría que ayudarlo a ponerse de pie, intermitentemente,
hasta volverme un experto en la materia; Hasta convertirme, literalmente, en el
bastón en su vejez, tan apresurada por su maldita lesión craneal, el alcoholismo
rampante que sustituyó cualquier posible rehabilitación, y la posterior
hidrocefalia, finalmente una enfermedad muy seria, provocada por la combinación
de dos males incurables.
Así
pasamos tres semanas, hasta que la desesperación de mi jefe se volvió bastante
evidente, insistía en que le trajera unas frías de la tienda más cercana, y que
se le diera de alta de inmediato, que no quería ni asomarse a la sala de
rehabilitación ni conocer a los terapeutas, e incluso, en cierto punto, llegó a
preguntar de qué se le acusaba, o qué delito había cometido (“Ya que me tratáis así, ¿qué delito cometí
contra vosotros naciendo?”), o porque se le retenía contra su voluntad,
pues en los primeros días, en su punto más crítico, incluso tuvieron que sujetarlo
con unas vendas especiales, para que no pudiera levantarse de la cama sin
supervisión. Pero finalmente, ante su total intransigencia, se hizo escuchar y
su exigencia de abandonar el hospital se volvió la orden del día, y los
doctores se rindieron, cesaron en sus buenos consejos; Aunque todavía pasaron
algunos días hasta que fue legal y éticamente permisible darlo de alta, y las
piezas, el papeleo y las fuerzas de la naturaleza comenzaron a moverse en el
sentido de su fuga, su escape de esa venerable institución.
-Un
par de días más- comenzamos a decirle, cuando volvía a preguntar,
insistentemente:
-Oye,
Tino, ¿Y qué pasó, a qué hora nos vamos ya de aquí?- Y me miraba muy seriamente,
esperando mi apoyo incondicional, mi fidelidad al clan Agustino, mi complicidad
contra el maldito sistema corrupto (“¿Adonde
nos irás a llevar?”), como si estuviera nuevamente en algún tipo de
prisión, tras las paredes de ese hospital, y de su mente accidentada, su alma
varada en un camino entre la nada y el último retorno hacia el aquí y ahora.
Finalmente,
todos nos convencimos de que debíamos largarnos de allí, teníamos ayudarlo a
escapar, antes de cumplir su condena, y regresarlo a su territorio, a la Casa
de Cuautla, donde yo lo conocí, donde nacieron sus obras como escritor adulto y
maduro, donde fue un buen padre pero también uno ausente, y plagado de un
insomnio creativo y neurótico; Aquí, donde, renunciando a todo lo que alguna vez
construyó para si mismo, al fin podría pasar en paz, o al menos en una post
guerra fría con mi madre y conmigo, sus últimos años, jubilado sin mucho júbilo,
con lo que le queda de vida, atrapados en un hechizo del tiempo.