JOSÉ AGUSTÍN:
DE PERFIL Y DE
FRENTE
Hace más de diez años que mi padre
sobrevivió a un accidente casi fatal, al caer del escenario en un teatro
poblano, de cuyo nombre no quiero acordarme. Hace diez abriles también que dejó
de escribir, y aunque casi no puedo creerlo, ya no tenemos esperanzas de que
retorne al mundo de las letras, pues desde entonces padece una moderada pero
definitiva amnesia de lo reciente, que lo dejó prácticamente incapacitado para
escribir; ya quedó atrás la posibilidad de concluir al menos dos novelas que
había arrancado, y que llevaba por buen camino, como era su costumbre, pero que
ahora amenazan con convertirse en sinfonías inconclusas. Los títulos
provisionales para estas obras eran La
ira de Dios, y La llave de la carretera.
De esta última, tuve el privilegio de leer sus avances, unas buenas ochenta
páginas, de las cuales compartí fragmentos en una Feria del libro de Minería,
hace ya algunos añejos, cuando celebraron allí los setenta años de mi vetusto
progenitor. Digo todo esto con tristeza, y suspiro pensando que ahora, quizás
ya nunca conoceremos el final de dichas novelas, que pintaban para dos más de
sus grandes éxitos.
Pero volvamos al siglo pasado, cuando el mundo aún no se encontraba al borde del colapso ecológico y social, al ya lejano 1966, en la colonia Roma, donde mi padre era joven y tenía todo el futuro por delante. Su madre, mi abuela Hilda, había fallecido trágica y súbitamente en una operación, poco después de regresar él de su viaje a la Cuba revolucionaria: allí se había convertido en alfabetizador, e incluso conoció al Che y al joven Fidel, todo lo cual quedó registrado en lo que ahora se conoce como su Diario de Brigadista, recientemente publicado, como compensación para la editorial Random House, que esperaba ya sus nuevas novelas bajo contrato. Por aquel entonces, su hermana, mi tía Yolanda, a quién tampoco conocí salvo por las constantes pláticas de mi papá, enfermó gravemente del corazón, y mi abuelo Augusto, capitán piloto aviador militar y comercial, la llevó al gabacho a que la operaran: le pusieron una válvula mitral de plástico.”, registró mi jefe en un breve y precoz texto autobiográfico. Con el estilo solar que lo ha acompañado desde entonces, para sobreponerse a las tragedias familiares, el año de 1966 fue clave en la vida de mi padre: al fin le dieron la beca del Fondo mexicano de escritores, que otrora le había negado Juan Rulfo, y además editó la mencionada autobiografía, pero además, publicó en Joaquín Mortiz su novela De perfil, que en 2016 cumplió 50 años de existencia, y permanece vigente y fresca como el primer día, y la cual da nombre a un pequeño homenaje, que en este mayo del 2021, organiza la Universidad Autónoma Metropolitana. De perfil resultó emblemática como La tumba, pero es evidentemente su primera obra de madurez, como reconoció Emmanuel Carballo en el prólogo de aquella plaqueta autobiográfica: “Si he de ser ingenuamente sincero: tendré que decir que De perfil es la novela mexicana más importante que he leído desde que en 1958 aparece La región más trasparente”… Ambas, sus dos primeras obras, lo mantienen más vivo que nunca, en el mundo imaginario de la literatura, o como diría Bob Dylan, “Forever Young” (y salud por el nobel maestro, también, que en estas fechas cumple sus ochenta abriles, por cierto). Pero permítanme citar algunos párrafos del proceso creativo en De Perfil, en sus propias letras:
“Al
escribir De perfil yo sólo tenía una
idea muy nebulosa. La empecé sin saber ni siquiera de que iba a tratar. Quería
decir mucho pero no me llegaba la estructura ni el tema. Sólo escribía lo que
me llegaba. A las primeras quince cuartillas dije: esto va a ser un relato
largo”…“en estos momentos llevo más de cuatrocientas. Decidí prescindir de la
mayor cantidad posible de concesiones y trabajar con libertad absoluta.” Y aquí
interrumpo a mi padre para corroborar que lo hizo en esa y en todas sus obras,
como una marca de su estilo, otorgándole esa cualidad libertaria, iconoclasta e
irreductible que creo yo, no es mal consejo para todos los escritores audaces
de algún futuro posible. “Me emocionaba horrores la posibilidad de publicarla
en Joaquín Mortiz.”, nos cuenta José Agustín en su libro autobiográfico, El Rock de la Cárcel (Flashback a mi niñez,
donde mi padre y la familia estamos sentados en la sala de la casa, y mi jefe
nos presenta la película de Elvis con el mismo nombre, en nuestra escuela del
rock privada, y me doy cuenta que, así como la música, la prisión es un asunto
a que a mi padre le obsesiona)… Pero continúo con el Rock de la Cárcel, en la versión de José Agustín: “Ya en septiembre
apareció De perfil, que agarró el
vuelo de La Tumba y le dio combustible
extra. En tres meses, se publicaron más de treinta artículos críticos, sin
contar menciones, chismes y entrevistas. Hubo domingos en que todos los
periódicos hablaban de La Tumba o De perfil. Esto permitió que el libro
escapara, tímidamente, del estrecho marco de lectores y cayera en manos de
gente, jóvenes en especial, que no solían leer literatura mexicana.” Se dijo
que su novela no era literatura, a lo que el jefe replicó: “Y sí, De perfil no era literatura realmente,
al menos no tal como se le concebía entonces. Era una propuesta distinta: como
en el rock, se trataba de fundir alta cultura y cultura popular, legitimar de
una vez por todas el lenguaje coloquial. Pero a muchos les parecía pura
incoherencia”… Este comentario de su
propia novela, nos revela que José Agustín tenía muy clara la pequeña
revolución que proponía en las letras mexicanas, su carácter explosivo y
visionario era premeditado, con alevosía y ventaja. Al final, su propuesta resultó una necesidad social y permitió la apertura de la literatura
mexicana a los grandes cambios que se gestaron en la historia reciente y en la
cultura popular, que comenzaba a tejer su red subterránea global, y crecía
inconteniblemente a la par de la globalización capitalista, dando pie a la
contracultura moderna. Así que la obra del que fuera el más joven y talentoso
escritor mexicano, de algún modo, por lo tanto, contribuyó a la modernización
inminente que sobrevendría a fines del siglo pasado, que se gestó durante la
convulsa era de los afamados sesentas. En ella, mi apá fue como una voz de su
generación, eco de sus ídolos: don Bob Dylan, los poetas Jim Morrison o Leonard
Cohen y otros grandes escritores y roqueros que hoy son leyenda, pero en aquel
entonces eran una rebelión radical e insospechada. De sobra está decir que el
tiempo habló y puso a cada quién en su lugar, pues como se imaginarán, ya que
estamos aquí reunidos, en torno a esta fogata que el cuentacuentos encendió
hace ya tantos años, mi Gran Jefe Caballo Loco resultó vencedor, a pesar de
quienes lo tildaban de insensato, prosaico, un rebelde sin causa y un alma
perdida. En especial cuando cayó a Lecumberri por siete meses, y fue fichado oficialmente
como narcotraficante y delincuente juvenil, con su correspondiente archivo y
fotografías de jeta y de lado. Acaso sea por eso, su paso por las celdas del
Palacio Negro, que José Agustín se volvió representante oficial de la
contracultura y el underground literario (además de obras chingonérrimas como Se está haciendo tarde, Luz interna/externa, o Ahí viene la Plaga, el guion para una
película coescrita con el director Pepe Buil, que nunca llegó a filmarse, y etc.,
etc.). Sus enemigos literarios hubieran deseado que nunca saliera de allí, pero
por el contrario, la experiencia le sirvió para escribir varios cuentos y
novelas, como El Rey se acerca a su
templo, el final de su autobiografía antes mencionada u obras de teatro
como Circulo vicioso, o su
colaboración en el guion de El apando,
del imprescindible José Revueltas. Los escribanos conservadores, apostaban
porque sus aportaciones no florecieran, pero tuvieron que tragarse sus envidias
y patrañas elitistas. Pues he de narrarles, que don J. A. cambió las reglas en
la forma de escribir en este país, las liberó de sus limitaciones arcaicas. Prevaleció
sobre sus detractores y adversarios ponzoñosos, una mafia oportunista y
anquilosada de excritores aburridos, empolvados y telarañosos, que siguen
acumulando y mordiendo el polvo, antiguos espíritus del mal, cuyos engendros
aún hoy persisten en conservar su rebanada del pastel, su cota de poder
político, propagando plagas psíquicas retrógradas, vendiendo sus plumas al
mejor postor. Mientras tanto, los libros de José Agustín gozan de cabal salud y
autoridad, y se siguen leyendo, gracias al gusto genuino del público conocedor,
y su amor por sus buenos libros, gracias a la apreciación intrépida y decidida de
los lectores de buen diente, con ganas de evolucionar a través de sus lecturas
intensas, estafetas que ya rebasan varias generaciones, mientras sus letras vivas
se siguen añejando cual buen vino, permanecen como obras frescas, vitales,
audaces y profundas, pues fueron escritas por un joven genial, que sigue
habitando tras la gran piedra y el pasto. Con un pulso preciso, aunque esotérico
y psicodélico, a veces con gusto a cerveza muy oscura y otras puro Jugo de sol, su obra tiene un brillo
natural que se distingue desde la primera lectura, y se confirma cuando se le
revisita, sin importar cuantos años pasen en volver a sus viejos libros, esos
objetos de colección, que ya se vislumbran como un romance atrapado en un
cristal de tiempo.
Estoy
sentado frente a su imponente escritorio de madera, y detrás de mí, están las
ediciones de colección que mi padre guarda de su obra, primeras ediciones y
bellas reimpresiones de sus libros. A mí alrededor tengo la biblioteca de los
libros que más amó, donde se refugian sus lecturas predilectas, que guardamos
celosamente, en el estudio donde alguna vez escribió casi la mitad de su obra
de madurez, como Ciudades Desiertas,
las Tragicomedias, La Contracultura en México y La Panza del Tepozteco, en la que tuve el privilegio de colaborar
con unas ilustraciones. trabajamos juntos en dos o tres cosas, mi papá y yo,
recuerdo con especial cariño los programas para Radio UNAM, que mi jefe nombró
La cocina del Alma, como su columna en la revista La Moska. Recientemente,
releer sus novelas, cuentos y ensayos, revivirlo o descubrirlo, se ha vuelto
algo vital, indispensable tanto para él como para mí, especialmente desde que
la amnesia de lo reciente se roba los días que pasan, necesitamos de sus
palabras brillantes, para recordarlo tal cual era. Hojeamos sus miles de
páginas, y ocasionalmente el lee la balsa de lo que llevo escrito sobre él y
estos duros años recientes, mientras yo escucho el mar de su música y sus
letras que me dejó de tarea, para navegar.
Y especialmente, con motivo del homenaje virtual que se realiza en su honor, me he vuelto a zambullir en De perfil y El Rock de la Cárcel, pensando en él más de lo acostumbrado aún, tratando de recordar la flecha ardiente del tiempo, que une a sus maestros y alumnos, tratando de hacer una mirada panorámica de sus raíces e influencia en las letras mexicanas, todo lo cual se revela evidente, tras el evento virtual organizado por su compadre Philippe Olle-Laprune y la UAM, que nombraron simplemente De perfil, pero no se centra en esa obra, sino que nace por la necesidad de recordar toda su trascendencia escrita. El magistral escritor Enrique Serna, se encargó de inaugurar el evento, diseccionando su obra en términos de calidad e impacto, la reveló con rayos x, infrarrojos y ultravioletas, en todo su esplendor y misterio, para los interesados que acudieron a la cita virtual, en el omnividente Yutub, que diariamente transmitió la serie de presentaciones, para después almacenarlas en su cuasinfinita memoria digital. Después tocó el turno a Wenceslao Bruciaga (escritor, cronista punk, boxeador amateur y periodista especializado en temas de diversidad sexual y música) además de Julián Herbert (escritor multifacético, músico, promotor cultural y buen amigo de mi jefe), y a la nueva joven escritora tremenda, Fernanda Melchor (Temporada de Huracanes, Paradais, Random House), quienes mostraron ampliamente sus conocimientos en la carrera agustiniana, una mesa de jóvenes herederos en su tinta, moderada por mi hermano, el neuropsiquiatra y escritor Jesús Ramírez Bermúdez. Le siguieron su comadre Elsa Cross, laureada poeta y connotada hinduista, el gran autor y buen camarada don Hernán Lara Zavala (El mismo cielo, Contra el ángel) y el crítico literario, poeta y ensayista don Evodio Escalante, todos ellos viejos amigos de mi jefe, y expertos en su labor, una mesa más veterana, de camaradas que tripularon el mismo navío de locos que mi jefe alguna vez comandó. Hubo una mesa más con Enrique Marroquín (sacerdote católico y escritor iconoclasta, personaje insólito de las revoluciones culturales y espirituales de este machucado país), acompañado de José Luis Paredes Pacho, el otrora bataco de la Maldita Vecindad, convertido en escritor y promotor cultural; además de José Manuel Valenzuela (investigador y académico de asuntos fronterizos y de la cultura norteña). Y finalmente, en una mesa que apodaron “José Agustín y la Contracultura”, aparecemos Leonardo Tarifeño (reportero, editor y cronista argentino e internacional), José Eugenio Sánchez (poeta y performer oriundo de Guanatos), Patricia Peñaloza (colaboradora de La Jornada, quién desde hace años lleva una bitácora de la vida nocturna en la gran ciudad, con su infalible columna Ruta sonora, y que realizó todo un panchormance para los conectados), además de Carlos Martínez Rentería, el viejo fauno irresponsable, autor intelectual de la pervertidora revista Generación, quién no perdió tiempo para balconear a don Agustín y tentar al personal, recordando las sendas rayas que le invitó al maestro, con motivo de algún homenaje que le organizaron a mi pater en Lagos de Moreno; Y finalmente como olvidar a la bella y carismática cantante Amandititita, quien como yo lleva a cuestas el peso de un gran nombre, al ser siempre referida como hija del legendario Rockdrigo, y también expuso su perfil más roquero y literario. Ah, y yo tambor, el Tinieblas jr., su seguro servibar, allí estuvimos. Esta mesa la moderó mi big broder, el carnaval mayor, don Andrés Ramírez, editor de las obras del jefe en la célebre Penguin Random House. En ella, más que nada loqueamos por espacio de dos orejas, y le dimos un tono más improvisado a la plática, o al menos yo, participé como un alumno hasta atrás del salón, con algunas marihuanadas dignas de olvidarse. Y ya que estamos en eso, olvidé comentar allí, o preguntarle a mi hermano y Amandita, si será cierto mi recuerdo de la tarde que Rockdrigo nos visitó en la casa de Cuautla, siendo yo un escuincle y por los tiempos en que mi padre y el rockebrio colaboraban en un montaje de la obra teatral Abolición de la propiedad, con música original del González, que desgraciadamente se ha perdido en los abismos del tiempo. Vaya esto como complemento para mi respuesta a la pregunta sobre los recuerdos contraculturales que vienen a mi mente, de mi infancia con este ícono de la banda roquera y librepensadora, pues ese fue uno de los mejores: Cuando compartí, como polizón, ese rock en vivo en medio de dos atlantes, dos tipos de cuidado, leyendas memorables del rocanrol y las letras mexicanas. Mi mamá, su principal y más querida aliada, por su parte, insiste en que no me despida sin comentarles que mi jefe está bien de salud, dentro de lo que cabe diría él, y de humor también, que lee muchos libros (sin anteojos, lo cual es un auténtico milagro de la ciencia), entre los cuales destaca, en el hit parade casero, el retorno del Rey Mono, una joya de la mitología china que recientemente le regaló mi broder, el Androide, y es nuestro libro predilecto, para mis hermanos y el don, pues nos lo leyó cuando eramos morritos y es absolutamente fantástico. Diario watcha el periódico y escucha sus rolas, mientras se toma unas chelas y algún vino, y me manda decirles, aquí bajo la constelación de Leo y a la salud del Rey Chango, en honor de todos sus buenos lectores y amig@s de antaño, que por favor vayan todos y le chiflen mucho a su rechilanga abuela, ¡Salud, cabrones!