sábado, 31 de agosto de 2019



UN MAR DE MÚSICA

(LLAMADO JOSÉ AGUSTÍN RAMÍREZ)


            Es difícil saber quién eres, es decir, quienes somos, o quién es uno mismo y cada uno de nosotros, especialmente si eres de los que, como yo, heredaste el nombre de tu padre, quien a su vez lo heredó de tu abuelo, y etcétera etcétera, así hasta el infinito. Y para cuando este nombre llega a ti, con todos sus vicios y virtudes a cuestas, al parecer lo conducente es tomar la estafeta, como un estandarte de diversas fusiones familiares, es esta extraña carrera de la evolución, el imperio de los genes, y hacer de ellas una bandera personal. O no. Pero hay que andar muy trucha, para no convertirse en una réplica desgastada de su predecesor. Y así, aunque nunca nadie supo quién diablos era realmente, nos aferramos a nuestra máscara, a nuestro personaje efímero y repetitivo, o muy poco original. Ya sabes, girando con eso del I’am U & U R me, & we R all together, dándote vueltas en la cabeza, toda la vida, pero nunca aterrizando en el alma. Como en un duelo de espejos que se encuentran frente a frente, padres e hijos se enfrentan como estaba escrito, en un evento extraño, perdido entre el tiempo y el espacio, dentro de esa creatura inasible y volátil que ingenuamente llamamos: el Presente. Es nuestro único territorio firme, un campo de batalla desechable, pero rápido como el viento, que se nos presenta como un asalto a diario, en una carrera contra el reloj, para dirimir nuestras esperanzas de cambios, contra hábitos y tradiciones fosilizadas. Es allí donde se resuelven estos dilemas, no en el pasado ni en el futuro, sino en esa estrella fugaz que nos arrastra entre sus crines, el fuego fatuo donde habitamos: El día de hoy.
Mi nombre, por cierto, es José Agustín Ramírez, al igual que se llamaba mi padre y un tío suyo antes que él. Aunque yo, personalmente, no soy su primogénito, pero por una extraña circunstancia (léase la insistencia de mi abuelo paterno, y la reticencia de mi jefe, durante los primeros dos embarazos de mi mamá), siendo el tercero de sus tres hijos, fui nombrado así, como el modestamente célebre compositor, emblemático del estado de Guerrero, el original José Agustín Ramírez, quién compusiera las canciones que le dan vida aún hoy a las fiestas y reuniones de los guerrerenses tradicionales y sus miles de invitados de toda la orbe, su turismo de talla internacional, al menos en sus buenos tiempos, en el siglo pasado, José Agustín Ramírez y compañía fueron leyendas del Acapulco perdido, nuestro querido Lost Acapulco, my dear friends.
Así que me llamo igual que mi progenitor, a quién quizás ya conoces, o crees conocer, si has leído alguno de sus muy filosos libros; Pero esta no es la historia de porqué me llamo así, aunque en lo personal no esté muy a-gustín con ese nombre heredado, no: Esta es la Historia de una antorcha que no encendía, de una hoguera que no se apaga, y de un incendio fuera de control, en los límites de la realidad y mi imaginación, cerca de las frontera de la locura. Tan sólo unas hojas en honor a mi padre, don José Agustín, laureado y otrora joven e irreverente escritor mexicano, de mala fama y peor reputación, pero amado por los buenos lectores, principalmente libre pensadores, de tendencias zurdas y contraculturales, que mantienen vivo este atribulado país; Para todos ellos, mi padre fue un símbolo libertario de los afamados sixties, muy al estilo de la generación beat. Fue un viejo lobo, si me lo permiten, que naufragó en un mar de música y silencio, de memorias y olvido.
Ambos mi padre y mi tío abuelo me heredaron su nombre, su pedigrí y algo de su talento, pero también me dejaron el nivel del mar creativo muy elevado, una marea alta de calidad e inspiración que puso mis humildes aspiraciones artísticas en serios aprietos, por poco y hundiéndolas, tú comprenderás mi dilema y predicamento. Y por favor, discúlpame si te hago perder tu tiempo, con mis investigaciones paternales, de ante mano te lo digo, amable lector y ahora también compañero en esta aventura, si decides abordar este barco ballenero: Un navío de los locos tamaño familiar, que solicita voluntarios para un Naufragio.
¿Pero cómo resumir setenta y tantos años de locura creativa y destructiva en las contadas páginas de un libro entre biográfico y periodístico?, intentaré pues un resumen de sus pasiones musicales al menos, que eran vastas y profundas, incontables como las criaturas del océano, y muy elevadas como objetos voladores desconocidos, quimeras fantásticas y entidades simbióticas que, por unos breves instantes, parecieron demostrar que la armonía es posible entre la humanidad, y me refiero a las bandas de rock, y sus pequeñas joyas musicales, esas canciones que amamos, ¿qué sería de nosotros sin ellas?
Yo, por cierto, conocí José Agustín hace ya cuarenta y cuatro abriles, y aunque finalmente he llegado a comprenderlo bastante bien, todavía me sorprende (es duro el maldito), y a veces puede ser todo un misterio, pero creo entenderlo mejor que muchos, aun cuando ni siquiera he terminado de leer todos los libros de su obra fecunda y brillante. Pero sucede que al parecer me reservé algunos para cuando él ya no estuviera aquí, es decir, ya es hora, pues como resultaron las cosas, hoy en día, aun cuando no ha muerto, estando aquí no está, pues ya no escribe y tiene varios problemas de salud, con una amnesia de lo reciente casi total y la hidrocefalia  apenas contenida por una bomba y una válvula microscópicas que drenan el agua de su cerebro. Y así, aunque de pronto parece ser él otra vez, está ausente en presencia de sí mismo, pues su carrera llegó a un alto, y su reloj de arena se rompió y por poco se vacía, tras el tremendo accidente que sufrió en Puebla, al caer de cabeza en el foso de un teatro imprudentemente atascado a reventar, con cientos de fanáticos de sus letras. Pero sus libros siguen ahí, tan frescos como siempre, esperándome, y a algunos miles de lectores más, para sentir el magnífico estilo, innovador y revolucionario, de las letras de José Agustín.
Mi padre siempre ha sido como un cometa, para otros jóvenes, en sus despertares, uno puede perseguir sus palabras como se  acompaña a un meteoro en su órbita estelar, prendido de su fuerza gravitacional. Rolando con él uno no se aburría, siempre buscando aventuras nuevas (como solía decir él, citando a Alfred Bester, con su genial y delirante libro de sci fi: ¡Tigre, Tigre!): Siempre en la ruta de las estrellas, nuestro destino.

Pero primero que nada, quisiera decir que ser parte de su historia ha sido como asistir a una fiesta de las artes con boleto gratis, donde todas las musas griegas y algunas modernas fueron revisitadas con pasión infinita, bajo la sombra alada de mi padre, así como por otros miembros de mi familia, todos los cuales influyeron en mis intentos de quehacer creativo. Entre estas influencias desde luego la más poderosa es la literatura de mi padre, pero también tendría que incluir en segundo lugar a mi tío Gutí, genial pintor mundialmente desconocido y leyenda personal, por su magnífica técnica pictórica y sus enseñanzas en filosofía, estética y política, pues me inculcó la semilla del comunismo y el anarquismo primitivo. En tercer sitio estaría mi madre, Margarita, y mis hermanos Andrés y Jesús; Primero ella porque hace ya casi veinte años comenzó a tomar clases de pintura con mi tío, a lo que siguieron cursos en el CNA y con varios maestros gringos en un periodo en que mi padre y ella emigraron nuevamente a los E.U., para que mi jefe trabajara como profesor en alguna Universidad, con ella a su lado como fiel escudera, y así comenzó un pasatiempo que ha crecido mucho, en términos de calidad plástica. Mis hermanos Andrés y Jesús, aunque se dedican a la edición de libros y la neuropsiquiatría respectivamente, también se han destacado como escritores, el primero de muy buena poesía y el segundo con una novela y ya varios libros de investigación y divulgación científica. Después seguirían varios tíos y primos por ambos lados de mis familias, que primordialmente se enfocaron en la música. Primero que nada José Agustín Ramírez, el gran compositor guerrerense, el origen de mi nombre y el de mi padre. En seguida estaría mi abuelo materno, quién gustaba de tocar melodías populares al estilo de Agustín Lara, en cualquiera de los dos pianos que atesoraba en su casa. Le enseñó a tocar, a su vez, a mi tío José Luis Bermúdez, quién desarrolló ese talento hasta poder ejecutar las más complicadas piezas de Beethoven, Schubert o Chopin. Aunque no se dedicó a esto, por desgracia, nombró al segundo de sus hijos Federico, por este último célebre compositor y pianista, y a su primogénito, Claudio, en honor de Arrau. Éste primo, también aprendió lo necesario del piano para expresarse, y se decidió por una carrera en la música, eligió las armonías como forma de vida, escribiendo, componiendo y produciendo a otros intérpretes. Aquellos pianos, en la casa de mis abuelos maternos, uno de cola y otro de pared, estaban en el vestíbulo y la sala de esa antigua casa, allá por Potrero, en la Nueva Tenochtitlán. Como un niño, me recuerdo tocando a escondidas, con cautela y asombro, esas máquinas de hacer música, y muchos años después, allí mismo, recuerdo a mi tío, ya de edad bastante avanzada, pero antes que comenzara su ceguera, interpretando, en alguna reunión familiar, unas melodías de Beethoven al piano, y aunque él afirmaba que su ejecución ya no era perfecta, o con la precisión de su juventud, yo adoraba ver sus dedos correr sobre el teclado, como pequeños bailarines o acróbatas en miniatura, dándole vida a las cuerdas de un arpa secreta, allá adentro, con martillos diminutos, pero no menos poderosos, que despiertan los nervios de este instrumento casi mágico, como reflejos del artista y de los oyentes, aquellos con buen oído, el don de escuchar las maravillas del arte sonoro.
Por el lado paterno, hay otros dos primos que siguieron el rastro de sus frecuencias auditivas personales, León y Ramsés Ramírez, el primero desarrolla su trabajo por su cuenta, para su propio disfrute, y el otro perseveró en su trabajo como intérprete, y ha logrado llevar a buen puerto, junto con sus camaradas del Señor Mandril, a esta banda de rock, jazz, funk, y tecno fusión, obteniendo muy buen nivel y la recepción merecida de un público amante de las artes modernas. Sirva esto como breve explicación del porque la redacción muy sentida de estas letras e ilustraciones de un servidor, que solo desea mantener activo el espíritu de mi padre, cuya carrera se vio trágicamente interrumpida, por los eventos impredecibles de un día fatídico, en cierto teatro de la ciudad de Puebla, durante el 2009, un año tan lejano, y sin embargo, el año en que por acá se detuvo el tiempo, se derritió el reloj, se rompió el ritmo de la flecha termodinámica, y todo pronóstico o profecía sobre el destino de las letras de mi padre, se fundieron en un Apagón, ocultándose tras de los telones de la oscuridad.
Musicalmente hablando, estos fueron mis mentores, en la vida real, para aprender a desarrollar el oído, y apreciar las notas más finas de la vida. No soy ningún experto, ni siquiera se tocar un instrumento, estoy negado para las matemáticas, incluido el ritmo, y cuando intenté aprender solfeo, descubrí que era sordo para las distintas tonalidades de la escala. No pude afinar una guitarra por más que amara el instrumento, y aunque una vez me compré (con el dinero que me pagaron por las ilustraciones que hice para la Panza del Tepozteco) todo el equipo eléctrico para aprender (la lira, el bafle y el distor), no pasé de dominar el círculo de Sol y componer un par de canciones con mis amigos (algunos de los cuales ya han muerto, prematuramente). Preferí intentar con otras artes, incluido el teatro, el panchormance, y hasta, Dios me perdone, la danza/teatro contemporáneo, etc., pero hoy en día me estoy enfocando ya solamente en las artes plásticas y la literatura. José Agustín, by tha way, también intentó aprender la guitarra, con la ayuda ni más ni menos que del más grande maestro guitarrista del Rocanrol: Javier Bátiz, a quién recuerda con harto cariño, cada vez que lo escuchamos, intermitentemente, con sus excelentes versiones del viejo blues. Desde luego mein father tampoco desarrollo esas facultades, si es que las teníamos, mientras que, poco después de que él pasara sus truncas clases con el Javier, llegaría otro alumno súper dotado, conocido simplemente como Santana, quien pronto se apoderaría de todos los poderes del Bátiz y los multiplicaría en un auténtico sacrificio de su alma, allá por los años marravillosos.
Aunque al final, con todo y su voz aguardientosa, Bátiz resultó un rockero mucho más real que Santana, quién si bien, aún es un magnífico virtuoso, se afresó gacho en esas colaboraciones con bandas y artistas de dudosa reputación, y de cuyos nombre no quiero acordarme, y me refiero a esos payasos y demás chacales que reclutó para su rocanroleramente diluido, pero muy celebrado “comeback”: el Supernatural (1999). Meh…
Pero mi amor por la música es demasiado, y tuve que contar esta historia, que inicia por el simple hecho de haber nacido en la Casa que Canta, o del Sol naciente, el hogar de José Agustín, un auténtico musicólogo y maestro, sin proponérselo, de esta pequeña e inadvertida Escuela del Rock. Pero antes que nada, mi padre fue un laureado autor mexicano, con un estilo brillante y alguna vez polémico, que rompió con los anticuados moldes de la vieja escuela de escritores del siglo pasado, en el antiguo precámbrico (o PRIcámbrico), quienes tenían secuestradas las letras mexicanas, escondidos del mundo real, detrás de la Real Academia de la Lengua. Pero un tornado de verdades duras estaba a punto de levantarlos del suelo, y las reglas de la literatura cambiarían para siempre, adaptándose a la modernidad, liberándose de ataduras para ingresar a una nueva era, y el nombre del escritor que derribaría las puertas de aquel futuro, era José Agustín, mi padre. De esto, obviamente, uno tiene que estar orgulloso, ¿no lo estarías tú?

Vivir con José Agustín era una montaña rusa de emociones contradictorias, tan bellas y profundas como peligrosas y aterradoras. Pero, a nuestro favor, mi sagrada familia siempre llevó un camino con corazón, diría Castaneda, en el cual fluía un tráfico constante de  arte y cultura, de ideologías y filosofías, de cuestionamientos y razones tan elocuentes como fantásticas. Siempre era más y más música, más y más libros mágicos, una y otra película genial, insólita, cuadros y edificios, templos y catedrales, arte sacro y profano, como dicen por ahí, pues sus intereses eran gigantes y sus conocimientos al parecer inagotables, una especie de enciclopedia caminante, que aún hoy me sorprende recitando poemas completos de memoria, que fueron las desesperadas canciones de su infancia y juventud. Principalmente versos de García Lorca, Neruda, Sor Juana o Rubén Darío, pero la otra noche me asombró con uno que él, con su amnesia de lo reciente a cuestas, declamó con harto feeling, pero ya no recordaba el autor, así que corrí a la computadora con un fragmento de lo escuchado, y resultaron ser Las Coplas del Amor Viajero, de Andrés Eloy Blanco: (“Yo sólo sé que te vas, yo solo sé que me quedo”). En lo ideológico, pictórico y filosófico, como dije antes, influía mucho también el tío Guti, hermano mayor de mi pater y primogénito de mi abuelo. Al Granpa lo conocí poco, pero  lo recuerdo mucho, pues vivimos en la que fuera su casa, y en la sala el Guti dejó un imponente retrato suyo, del capitán piloto aviador, Augusto Ramírez Altamirano, cuya guía espiritual y ética era palpable en toda esa familia, y prevaleció en el buen corazón de mi jefe y sus hermanos (as), aún si murió bastante joven, dejándolos finalmente huérfanos de ambos padre y madre. Mi abuela Hilda falleció varios años atrás, antes de que pudiera conocerla, lo mismo que a mi carismática tía Yuyi, dos de las mujeres que, con su carácter libre, intenso e irreverente, son quienes más cerca estuvieron del espíritu de José Agustín, sin contar, desde luego, a mi Mamá, Margarita, el amor de su vida, y quizás habría que incluir sus amoríos con Angélica María, una aventura psicodélica/pop, para mi gusto con sabor como a chicle de frutas, pero que dota a la biografía de mi padre, de un interés especial para los eternos enamorados de esa diva televisiva de antaño, quienes aún profesan una envidia muy popular contra mi padre, por tanta buena fortuna, allá en sus buenos tiempos.
Pero en fin, lo que trato de decir es que fue una gran fortuna crecer bajo el amparo de su amor por las artes, un interminable flujo de misterios y respuestas plasmadas de formas tan bellas, pues era incalculable la cantidad de arte que entraba en mi cabeza voraz, ávida de estos secretos, maravillas y destellos humanos, siempre lloviendo sobre mi alma asombrada y estremecida. Era como navegar en un Mar de Música, este océano en el que ahora he naufragado, y en el cual los invito a perderse. Flotando sobre lienzos al óleo como alfombras voladoras, he vuelto hasta aquellos días, pues escribir esto es una hipnosis regresiva autoinducida, como tratar de recordar un sueño y redactarlo antes de que se disuelva, cual letras de arena en una playa. Sin embargo prosigo, como quien construye una Ciudad de la Luz entre castillos que se lleva la marea, ciudades sumergidas y subterráneas, necrópolis e inframundos abisales, donde, en las noches, nos invade el Reino de la Oscuridad, con sus tormentas y tornados, y lluvias de estrellas bajo la Luna llena, auroras boreales y guerras psiconíricas, tecno maravillas de diseños extraterrestres, de todo un poco, encontrará usted en este bazar de asombros y sorpresas para sus ojos y oídos, estimado lector.
Vivir con José Agustín fue como caminar en una cuerda floja sin red, siempre entre la guerra y la paz, el Sol y la Luna, la genialidad y la locura, una dicotomía muy evidente que me acompañó toda la vida, como el capitán de una Nave de Locos, que yo me niego a abandonar aún ante los pronósticos de zozobra. No sé si lo volvería a hacer, si compraría boletos para este condenado crucero espacial, pero no puedo negar que hubo momentos del viaje que disfruté enormemente, quizás demasiado.
No por eso han de creer que nuestra historia es una comedia sin sentido: Ni siquiera tenemos garantizado un final feliz, como nadie lo tiene, y cada día es una pequeña aventura y un nuevo acertijo, es todo lo que tenemos, camaradas mariner@s, este día, el aquí y ahora, vagabundos ciegos de nuestro propio infinito. Claro que tampoco fue el padre perfecto, es sólo un humano, y entre sus principales defectos estoy yo, el más pequeño de los tres, pues durante la mayor parte de mi vida resulté ser un auténtico patán, una pálida representación de su creatividad artística, y en resumen la oveja negra de toda la familia, o al menos así fue durante largos y tortuosos años, en el camino para escapar de mi propio infiernito. Pero este cuento aún no termina, y aunque ya soy muy viejo para iniciar mi entrenamiento, estoy determinado a convertirme en un guerrero de la Fuerza, tal como mi padre lo fue alguna vez.

            Son una infinidad de agravios, delitos e infracciones las que he cometido, algunas pesadillas inconfesables y ya casi imperceptibles, cicatrices drogadas y perdidas en lagunas de tiempo y espacio, que por suerte sólo yo recuerdo, para estas alturas, y de todo eso soy culpable y estoy arrepentido. Por un tiempo pensé que iba directo al manicomio, la cárcel o la muerte, pero me escapé de estos tres destinos por  escasos segundos, milímetros, milagros fugaces que ocurrieron en un parpadeo, y de pronto me encontré vivo otra vez, en el atrio de un templo abandonado, soñando con recuperar mi alma y la de mi padre, varado en una Isla desierta, con miles de sueños y mensajes embotellados, formando arrecifes entre las olas y las costas de una bahía imaginaria.
Ahora, mi madre y yo somos s los últimos marineros que deambulamos por la cubierta de este navío fantasma, el barco de José Agustín, nuestro capitán con amnesia, a quien no estamos dispuestos abandonar, hasta que la nave se hunda. ¿Acaso no se lo merece?, ustedes lo saben, él no necesita presentación: Mi padre siempre fue un gran artista innato, de La Tumba a la cuna, fue un viajero intrépido que se atrevió a ir más allá de las puertas de la percepción, forzó la cerradura y derribó una muralla de malas lenguas, recorrió los siete mares de alma y volvió para contarlo, como un viejo lobo de mar. Y puedo afirmar que fue un gran  escritor, le pese a quien le pese, porque lo padecí toda la vida, y tuve el privilegio de sentarme en su mesa, siempre llena de pan, vino, leyendas y cervezas bohemias.
Si la definición del artista es aquel que nos conmueve, nos fuerza a pensar y sentir otra vez, aquel que puede hacernos reír y llorar, que puede hacernos partícipes de ese sentimiento mágico que uno habita en las páginas de las grandes historias, como lo hice yo sentado entre la piedra y el pasto, tantas veces en su jardín sagrado, entonces mi jefe fue un gran artista, pues efectivamente, siempre podía hacerme reír o llorar, arriba y abajo del ring, en la cima o el fondo del escenario, sea con sus palabras plasmadas en sus libros místicos anarquistas, o con sus voz suave o furiosa, en la vida real. Estos son los símbolos que dan forma al laberinto de mis recuerdos.
Todo esto llegó a su fin, la construcción de este castillo de cristal, esta Ciudad de la Luz, terminaron, o al menos se detuvieron violentamente, desde el fatal accidente que sufrió don José Agustín en el año de 2009, en la ciudad de Puebla, cuando, en medio de un teatro repleto de sus simpatizantes, lectores y admiradores, lo orillaron a caer en el foso del proscenio, en el filo de su propio abismo, aquel fue el escenario final para sus aventuras.  Fue así que mi padre, mi mentor psicodélico, cayó hacia su silencio literario, desde una altura mayor a los tres metros, y de cabeza. Y no, no cayó sobre pétalos de rosa. Pero en fin, a veces la vida es cruel con las creaturas pequeñas, ¿cierto?, tú has de tener tus propias tragicomedias personales en este preciso momento. Suerte con eso. May God Help Us All. 
Aquí, por cierto, en la siguiente foto, estamos con mi papá: el padre José Luis (viejo amigo de la familia y mentor en la teología de la liberación), mi mamá y mi hermano, el dr. Jesús Ramírez, neuropsiquiatra, en una feria del libro en Cuautla, que se le dedicó y llevó su nombre, y fue una de sus últimas apariciones en vivo:

Volviendo a su brillo natural, en su juventud como un precoz y célebre escritor mexicano, todos saben por aquí que fue un autor polifacético, que trabajó el cuento, la novela y el teatro, el guión de cine, el periodismo e incluso la poesía, aunque nunca se atrevió a publicarla. Se han adaptado historias suyas al cine, como abolición de la propiedad, y Ciudades Desiertas, así como el mismo adaptó la novela El apando, de Revueltas, en la tremenda cinta de Cazals. Solía contarme la vez que conoció a Borges, o de cómo trabajó con García Márquez, y según él, era su compadre y por lo tanto yo su ahijado. Me contaba de la vez que vio a Jim Morrison en vivo, cayéndose de borracho, y escribió elogiándolo como a un gran cantante, poeta y chamán. Cuando era niño, nos leyó a mí y a mis hermanos el Hobbit, el Señor de los anillos, Las Crónicas de Narnia, el Pinocho de Collodi, los cuentos de los hermanos Grimm, los mitos chinos del Rey Mono y un largo etcétera. Cuando era niño, me subió a la cima del Tepozteco en sus hombros, y me salvó la vida una vez, cuando me estaba ahogando en mar abierto, en la playa de Papanoa. Por todo eso, le estaré eternamente agradecido, pero quizá más que nada, le agradezco por toda la música, le agradezco por este mar en el que hemos naufragado voluntariamente. Nos dio, a toda la familia de mi sangre y de sus lectores, un empujón salvavidas para seguir navegando en esta vida tan cabrona y genial, por decir lo menos.
Pero el recuerdo medular de mi padre siempre será verlo escribiendo, incansable, en el viejo escritorio de madera de su estudio nocturno, iluminado por una luz amarilla mortecina, bajo las estrellas privilegiadas del atardecer zodiaco, mitológico y alquimista; Viene a mi mente la carta del Mago, del Tarot de White, sacada al azar; O míralo allí, hace más de cuarenta años, sentado como un lagarto bajo el Sol de su Jardín, junto a la gran piedra y sobre una toalla en el pasto, bebiendo una cerveza o un coctel, bajo las brisas que mecen las ramas de la palmera que sembramos juntos, regresando de Papanoa. Me recuerdo a mí mismo escuchando un mar de música que aun truena en mis oídos, desde el fondo de una concha de caracol ermitaño. Retumba como las tormentas eléctricas que solíamos disfrutar en el horizonte de la noche, sentados en las mecedoras de la terraza lluviosa, celebrando eufóricos los rayos, truenos y relámpagos, que formaban palacios celestiales fugaces, con destellos enormes de luz azul, en la inmensidad de las nubes.  Espectadores azorados  en el teatro de los Dioses Salvajes. Mirando al horizonte, allá donde, cuando yo era niño, creía que se terminaba el mundo, hace muchos ayeres, antes de la llegada de esta tempestad que lo devora todo, antes de la invasión de La Nada, hasta que vuelva a salir el sol que acompaña a mi padre a todas partes, con un calor intenso que ha sabido compartir con todos sus lectores mexicanos y extranjeros, a través de sus letras vivas, cautivando a un selecto clan de mentes abiertas, radicales libres, a quienes ahora invito en cada puerto, como voluntarios para un Naufragio, en este Mar de Música. Los invito a mi fogata playera de historias sin tiempo. Y a ti, Gran Jefe, déjame decirte que ser hijo tuyo, es una cicatriz que llevo con mucho orgullo en la cara, y llevar tu nombre, es una bendición que siempre me ha mantenido al rojo vivo, muy cerca del fuego. Grazie di tutto.
                                                                       J.A.R. 09/08/2019



miércoles, 24 de julio de 2019







CARTA A ROBERT ZIMMERMAN

(CON COPIA PARA MI JEFE)


            Con todo respeto, capitán, no pienso a esperar a que alguno de nosotros pase a mejor vida, para decirte todo lo que pienso de ti, o de usted, disculpe, pues incluso ya se le otorgó un respetable premio Nobel y a mí ni me conoce, así que me presento: me llamo José Agustín Ramírez, y vivo en algún lugar de la república mexicana, que se halla por ahí perdida, en un rincón de nuestra propia dimensión desconocida. Dicho esto, aclaro que yo, como todos sus admiradores de corazón, me imagino, casi siento que lo conozco, maese Bob, o would you prefer mr. Dylan?, anyway, como le decía, soy uno más de los miles de simpatizantes y adictos a su música, alrededor del globo, y como todo aquel que se diga conocedor su obra, he escuchado el rodar de su rocanrolera vida, plasmada en sus canciones, cual gambusino enfebrecido en busca del oro sagrado. Y, como mi padre, pongo especial atención en sus letras, sin que eso me impida de degustar sus multifacéticas melodías.
            Déjeme decirle que he escuchado su amplio repertorio musical desde que era niño, desde siempre, le aclaro, esto gracias a la devoción que le profesa mi padre, y sí, ha oído usted bien, devoción es la palabra que viene a mi mente cuando pienso en mi jefe escuchándolo, y me refiero a don José Agustín, laureado escritor de la banda gruexa, celebriedad nacional, que a lo mejor usted no conoce pues no está traducido al inglés, pero le aseguro que también es un escritor muy perrón, y quizá hubiesen sido buenos amigos de haberse conocido, supongo, pues compartían tantos puntos de vista literarios, filosóficos y musicales; pero de la forma en que rodó la rueda de la fortuna, y se repartieron las cartas del karma en este mundo matraka, a mi padre, a mí y otros tantos miles, nos tocó ser simplemente sus devotos seguidores.



Como le decía, entonces, mi jefe es uno de sus más fieles y antiguos admiradores mexicas, de hecho casi como un discípulo, un divulgador de tus palabras, traductor asiduo de sus canciones, en toda clase de periódicos y revistas. Y yo, su tercer vástago, el más enano de los tres, he tratado de seguir sus pasos, impresos en la arena de las playas acapulqueñas, pues nací con la semilla de las armonías fuertemente arraigada a mi espíritu, tan hambriento de las bellas artes. Es posible que incluso haya escuchado tu música como terapia prenatal, mi estimado capitán Bob, es decir, como concierto intrauterino, pues me parece muy probable que mis jefes escucharan sus rolas a todo volumen durante mi gestación, desde antes que yo naciera; O por lo menos es seguro que escuché la mejor música desde que estaba aún en el vientre de mi mamá: desde clásico hasta jazz, rock y música popular mexicana o de otras latitudes terrestres y marinas; Y así, puedo imaginarme aún como un cómodo feto en el útero materno, bajo su piel iluminada por el Sol radiante de Cuautla-Mugrelos, y la música de Beethoven llenando como luz ese bendito recinto genético, para mi absoluto asombro, o Duke Ellington o Billie Holiday o Janis Joplin, o Leonard Cohen o bien,  porque no, el maese Bob Dylan, con su voz irónicamente bella a pesar de ser horrenda, quizás la peor del mundo, como de un pato u oveja encabritada y con gripe, todo lo cual no impide degustarla con familiaridad, sin embargo, a cualquiera con las orejas limpias, o que pueda escuchar más allá de lo evidente, hasta descubrir el timbre inconfundible de un guía tan terrenal como espiritual: Así es, capitán, en mi opinión es usted uno de los últimos juglares que bailó y cantó su camino por el mundo, marcando la pauta y ritmo del único y verdadero sendero dorado, by tha way.        
  Y no es que casi-casi lo quiera convertir en santo, sino que en verdad uno puede usar sus incontables canciones como un mapa de ruta para infinidad de coordenadas perdidas en este mundo tan maravilloso y endemoniado, el mapa de un tesoro enterrado en una isla mental, muy profundo en el mar adentro de la sangre, esa sangre que, si usted me permite, nos hermana a todos y por lo tanto, de alguna manera, pues siento como si fuera casi mi pariente, tanto así me ha acompañado en la vida. Y sea pues esta carta un humilde agradecimiento a las mil y una rolas con las que nos ha aclimatado a mí y a la gran familia universal. Nunca nos abandonaste, mi Capi, nos trajiste a buen puerto, desde el principio de mis buenos tiempos, hasta volver a este atribulado e incierto presente, tan volátil, a las puertas de un futuro cercano que, para bien o para mal, todavía compartimos; Al ritmo de las copas y el compás de las olas, en la misma frecuencia del verso único, yo digo, hemos danzado con tu música, y con la marea de esa cosa loca que llamamos “amor”, la savia del Gran espíritu cósmico, ese elixir imaginario, pero no menos embriagante, que causa y cura todos los males, inspira todas las artes ¡y anima nuestra siempre ardiente creatividad!
            ¡0h!, y con aquello de antes de pasar a mejor vida, que puse al principio, no me refiero a que seas un auténtico dinosaurio, prófugo de la extinción, cuyo inminente fin de sus días en la Tierra parece aproximarse velozmente, casi a la vuelta de la esquina, claro que no, munchos añejos más para ud., mi jefe, no faltaba más, si así los desea el maestro; es más, de mi parte, puede ser inmortal si así le place, o si sólo así estará finalmente satisfecho.
Pero bueno bueno, pues de vuelta allá en el pasado, back in 1989, recuerdo mi primer encuentro personal con su música, maestro, tu música puex, ¿puedo hablarte de tú, o de ti, sin aburrirte con mis necedades?, I wonder!... pero no, mejor insisto en el respeto que me impone…Vale, sin más preámbulo, te comento, mi estimado jefe de jefes de la escena rocanrolera internacional, que, como te decía, crecí literaria y literalmente bajo la sombra fresca y generosa de tus rolas, escuchándolas sin falta y con gran curiosidad cada vez que a mi padre le daba la gana, que era muy seguido. ¿Ya te dije que mi jefe es un melómano consagrado (sin albur)?, pues así fue, y recurría constantemente a ti, si bien había, y hay aún, muchísimas opciones en su colección de discos, primero acetatos y luego compactos, que ahora parecen también dirigirse al basurero tecnológico de la nueva era tecno-glacial; y quizá en esta era de internet, con sus miles de canciones gratis (aunque plagadas de comerciales), tener una colección de discos físicamente parece algo absurdo, o inútil, pero en aquellos tiempos bíblicos, la erudición musical de mi padre fue como un oasis al que yo, y muchas otras creaturas fantásticas, me acercaba diariamente, y aquello me proporcionaba un sustento espiritual que dotaba a mi vida de un extraño sentido, apenas palpable, donde música y letras se convertían en luces  y sonidos que guiaban nuestro camino como familia, en la vasta oscuridad del océano de ignorancia e inconciencia imperante.
Dicho esto, el puesto principal, el líder de toda la banda, en la cima de la pirámide roquera, siempre pareció estar reservado para usted, maestro, aún si el asesinato de John Lennon, su único verdadero contrincante, convirtió al ex-Beatle en una deidad indiscutible, que se celebra cada navidad, mientras vos, maese, apenas ha logrado tocar las puertas del cielo, intentando llegar antes de que las cierren. Para muestra, basta un botón: Justo ahora, escucho una versión de Bowie donde interpreta, con harto feelin', tu ya clásica "Trying to get to Heaven", ¿la has escuchado?... ¿Te gustó?
Pero ni el rey Elvis, ni el Dios Clapton, ni el camarada Neil Young, Cat Stevens o Donovan, Mark Knopfler, o Morrison siquiera (Leonard Cohen se cocina aparte), tienen la altura que han alcanzado sus incontables melodías, mi estimadísimo, pues fácilmente, si se les apilara una sobre otra, formarían una escalera tan alta que, con ella, ¡Se podría escalar hasta la Luna, en una sola noche!
            Pero ok, compita, creo que divago, así que mejor me enfoco en mis más arcanos recuerdos, como en el afán de que, quién pudiera leer esto, en algún simple giro del destino, pueda comprender cabalmente como fue que lo conocí, y las razones de la sincera admiración mundial por su trabajo, así como de la hermanad que creció bajo un árbol genealógico gigante, en los ya casi invisibles años que me formaron. Esto como para dar una idea clara de porque se le quiere con ese gusto que sólo generan los más grandes artistas, y de los motivos por los cuales se le escucha con atención, tanto en nuestra pequeña casa musical, donde aún vivo con mis padres, así como en el resto del mundo libre. Pues bien, mi primer contacto personal con una de tus canciones, fue allá de mi paso por la escuela secundaria; Y ciertamente era secundaria para mí en cuanto a mi educación personal, que realmente ocurría en casa, donde desde la primera hora de la mañana, y, previo a que se me arrojara a las fauces de la sociedad antropófaga en que malvivimos, adquirí por algún tiempo el pequeño ritual privado de colocarme unos audífonos, en el estéreo de la sala, aunque con el volumen muy bajito, pues mi padre hibernaba después de escribir como un poseso toda la noche. Escuchaba una rolita muy específica, que debe ser de las primeras que usted escribió, mi Capitán, y que, de sobra está decirle, a mí me pega muy duro cuando la oigo, o que me agarra el sentimiento pues, dirían los mariachis, cuando la vuelvo a escuchar: se trata de “Bob Dylan’s dream”, de tu segundo disco, el Freewhelin’ Bob Dylan (1963), una de tus súper earlys piezas de rock, aun completamente folk, es decir acústica, o rupestre, con la clásica guitarra de palo y la inseparable armónica al cuello. Es una composición añeja y memorable, donde despliegas todos tus precoces dotes de escritor y juglar, con una breve narración autobiográfica, sobre tus primeros amigos desaparecidos y los apresurados viajes que emprendiste siendo muy joven, apenas un escuincle, cuando te fuiste de tu casa a rolar por los caminos y carreteras, a conocer la bella Norte América, una dama cálida que aún abría las piernas de su historia, a todos los viajeros tan intrépidos como para aventurarse a conocerla, en el más puro estilo del On the road de Kerouac, y sus secuaces del buen beat.

            Este texto de hecho, nace de la necesidad de platicarte todo cuanto he sentido oyendo tus rolas, mi capi, y ésta particularmente, tiene mucho jugo mañanero que exprimirle: Como un lagarto que se muerde la cola, volví a escucharla recientemente, esta vez gracias al monstruo inconmensurable de la interred y sus infinitos tentáculos, cuando de pronto apareció una versión del “Sueño de Bob Dylan” en la voz de otro grande intérprete del rocanrol, y me refiero a Brian Ferry, el  ex-cantante de un gran grupo ochentero, llamado Roxy Music, y cuyas versiones de grandes clásicos roqueros lo han hecho, en su carrera como solista, no sólo más célebre, sino más hermano. En su voz tan tersa, la canción cobró vida otra vez dentro de mí, como una fogata hace tiempo apagada, que se enciende sola en un bosque nevado, y me despertó después de muchos años de sonambulismo. Me recordé a mí mismo de niño, oyéndola, y deseando salir a conocer el mundo y vivir aventuras como aquel juglar trashumante, cosa que nunca ocurrió, pero a pesar de todo, no pienso dejar que la llama se apague otra vez.

Además, siendo ya un ruco como usted comprenderá de sobra, finalmente puedo relacionarme con lo dicho en esas arcaicas letras, sobre cómo pasó sus mejores días y noches con jóvenes amigos que después, el tiempo y la distancia hicieron imposible ver de nuevo.
Hay varias versiones en internet, desde luego, cantadas con más dulzura por sus célebres intérpretes de aquella época, como Joan Baez, su novia por aquellos días, o también el trío angelical de Peter, Paul y Mary, quienes junto con los célebres Byrds, o el Greateful Dead, fueron sus discípulos incondicionales. Y yo me pregunto: ¿Aún te acuerdas, maese, de aquel sueño?, seguro que sí, pues te la vives en la buena vida, o, como dicen ustedes los gringos: “livin’ the dream”, right?, y bien merecido te lo tienes.
            El caso es que, escuchando esa rolilla, el joven yo se daba ánimos para salir aquellas frías mañanas, a la maldita escuela secundaria “Cuitlahuac”, nuestra querida fábrica de cuautlenses conformistas, obligatoria y estupidizante, siempre soñando que quizás algún día, yo también escaparía de mi casa, como lo hiciste tú en tu juventud. Tal como narraste en esa pieza, que yo escuchaba, siendo solo un morrillo, en la vieja mansión de mis padres, donde, bajo un magnífico cuadro sobre la muerte del Che Guevara, pintado por mi difunto tío Guti, otro héroe de mi infancia, vuelvo a colocar el disco del Freewilin’ Bob Dylan, y, escuchando tu querida canción, me atrevo a volver a soñar que quizá, algún día, logre escapar de aquí y de mí mismo.           Pero en fin, parece que ahora si voy a cantar, en el lenguaje del bajo mundo, o a confesar todos mis pecados, voy a vomitar mis tripas y a masticarte la oreja, como si fueras un santo de mi devoción pagana, aprovechando que realmente no me escuchas, para platicar, aunque sea de forma escrita, mis recuerdos, sueños y pensamientos, diría el maestro Jung. Usando de pretexto este Mar de Música en el que voluntariamente he naufragado. Así pues, camarada-capitán, descorcha tu ron o prende tu toke, cualquiera que sea tu gusto o tu vicio hoy en día, porque en buena parte, tú nos has guiado a través de este laberinto, a mi padre y a mí, y a incontables otros que comprenden el verdadero valor de tu música en sus vidas, nos has acompañado y marcado el paso por este único sendero dorado, hasta el infierno y de vuelta, hasta las mismas puertas del cielo, nos arrastraste contigo, de las greñas, gritando y pataleando, y al final te lo agradezco… Así es como se refleja tu música, tu voz y tus letras, en las neuronas espejo de todos tus admiradores y simpatizantes, ¡Salud master!   


Pues bien, por aquel entonces, descubrí tus primeras canciones como si recién las hubieras escrito, pues en ese disco también se encuentran clásicas como “Blowin’ in the wind”, o “Don’t think twice, it’s all right”, cuya respectivas versiones de Stevie Wonder (en clave de un góspel muy elevado), Ziggy Marley (revitalizándola con una mezcla de reggae/folk) y Eric Clapton (convirtiendo aquella ruptura amorosa acústica tuya, en un blues de epifanía) supongo que te habrán gustado, (aunque me pregunto si te emocionaron tanto como a mí, es más, siempre me he preguntado si te molesta o te gusta tu voz gangosa, o los que creen cantar mejor que tú tus propias rolas), y yo digo que ningún buen escuchador de tu música debería perderse todas las versiones de tus infinitas melodías, interpretadas por igual número de grupos, solistas y combos improvisados que te rindieron sentidos e inspirados homenajes, en los numerosos discos tributo que se te han dedicado, como el homenaje por tus cincuenta abriles, o el Chimes of freedom organizado por Amnistía internacional, o el  blusero This aint no tribute, pasando por el excelente soundtrack de la no tan lograda película I’m not there… la lista de artistas famosos y desconocidos que retoman tu obra en estas grabaciones, es asombrosa, así como la incontable la cantidad de otros músicos que, a lo largo y ancho de la historia del rockanrol, le han hecho los honores a alguna de tus obras. Y sin embargo, voy a hacer un breve recuento aquí de esas alquímicas colaboraciones, abarcando tan solo una muestra de los cuatro discos de Chimes of freedom: The songs of Bob Dylan, donde destacan, para mí gusto: “One too many Mornings”, con Johnny Cash, “The Drifters escape”, con Patti Smith, Tom Morrello con el homenaje a “Blind Willie McTell”, después “Love Sick” con el Mariachi el Bronx, Sting con “Girl from the north country”, los Queens of the Stone age con “Outlaw blues”, o hasta la Miley Cyrus con “You’re gonna make me lonesome when you go”, y la fresota de Adele, con “To make you feel my love”, y una insólita Ximena Sariñana con “I want you”, y también el ya veterano Elvis Costello con su “Licence to kill”, “Buckets of rain” a cargo de los Fistful of Mercy, la banda donde se combinaron Ben Harper y Dani Harrison, el hijo clonado del Beatle George. Sinnead O’Connor con “Property of Jesus”, e incluso el Cuarteto Kronos hace su aparición con “Don’t think twice, it’s all right”, los duetos chidos como Taj Mahal y el Phantom blues band, interpretando “Bob Dylan’s 115th dream”, o Jeff Beck y Seal, con “Like a Rolling stone”, “All along the watch tower”, a cargo de la Dave Matews Band (un clásico que, entre otros, se han rifado Jimi Hendrix, Neil Young, U2, y Pearl Jam); Siguen “Trying to get to heaven”, con Lucinda Williams, y hasta los veteranos Eric Burdon y Mariane Faithfull, con “You got to serve somebody” y “Baby let me follow you down”, entre muchos otros menos conocidos, pero todos con excelentes versiones de algunas de sus mejores canciones, capitán Bob.

Pero definir cuales son esas “mejores canciones”, sería una tarea titánica, como se puede ver en el monumental tomo de sus canciones completas, maese Dylan, que fueron obligatoriamente reunidas en un solo libro, y traducidas a cientos de idiomas, en un alarde olímpico-enciclopédico; Todo esto poco después de ser usted condecorado con el máximo galardón del universo literario, el premio Nobel de letras, ni más ni menos, ante el asombro incrédulo, el pasmo paralizante de la comunidad internacional, que se rendía ante esta biblia de melodías reunidas, en un solo mamotreto que bien puede servir para matar a alguien si se le deja caer en la cabeza con fuerza, pero también puede enriquecer una mente si se le aprecia debidamente, escuchando sus mil y un rolas, my dear míster Zimmerman, mientras se descubren sus letras como una cascada de poesía y literatura ocultas entre las rimas y la voz de, si usted me disculpa, un cordero con gripa que va directo al matadero. Las traducciones a veces dejan mucho que desear, lamento informarte, y me refiero a la edición en castellano, que según me entero, fue publicada en un ardid temerario de la polémica editorial Malpaso, en una subasta subida de tono vs. Penguin Random House y editorial Planeta, las dos mayores empresas del ramo en México, y que implicó el desembolso de una cantidad estrafalaria de dinero, para comprar los derechos de reproducción, en nuestra nación de antiguos aztecas. Esta edición, sin embargo, hecha a todo lujo, es la única que existe en español, y fue esa misma, en su pasta dura, la que le regalé a mi padre en la navidad pasada, la del 2018. Aunque él no necesita que se las traduzcan, siempre se quejó de que ningún álbum tuyo, incluía las letras de tus rucanrolas, Y se lo regalé independientemente de si lo leerá religiosamente, mientras escuchamos esas queridas melodías tuyas, pero a veces sí, busco una canción en específico, el disco correspondiente en nuestra colección casi completa de tu obra, entre los eclécticos discos de José Agustín, y te escuchamos como quién persigue las huellas de un maestro, entre la nieve y las cenizas de un mundo ya casi olvidado.
Hoy en día, sé que tienes 78 años, recién cumplidos el 24 de mayo pasado, mientras que mi padre cumplirá 75 en agosto 19, de este año en curso. Pero lamentablemente, la carrera de José Agustín se detuvo abruptamente en el 2009, tras un fatídico accidente en un teatro de Puebla. Por tu parte, sé que continúas imparable mientras tanto, dando giras por los E.U. y etc., entre cuyas presentaciones me tocó el honor de asistir a tu última visita a México, un concierto excelente, a pesar de haber sido en el aberrante foro del Pepsi Center. Recuerdo haberme tomado dos caguamas (además de unos tokes), para poder pararme, como improvisados zancos, sobre los duros vasos de plástico en los que las vendían, a precios de oro líquido, y recargado junto a un pilar, pude apreciar el concierto, en ese ridículo recinto, sin el más mínimo desnivel de un digno anfiteatro, cosa que arruina la experiencia para un pitufo como yo. Pero te fui a ver, y el playlist fue ideal para mí, y aunque iba solo como casi siempre voy a todas partes, fue un momento glorioso, con un set de rolas nuevas y viejas en versiones justas e inspiradas, memorable, digno de ti, como el maestro de tantos miles de iconoclastas y demás compositores alrededor del mundo. Mi papá no fue músico, te platico, pero su estilo y obra siempre estuvieron influenciados, principalmente, por el rocanrol, siendo usted, míster Dylan su carta fuerte, su mero gallo, su mentor y guía en la vida, un auténtico héroe del rock & roll, si nos atenemos a tus cientos de piezas escritas e interpretadas como solista, más discos de los que se puedan contar, cambios de estilo y transformaciones drásticas, como su conversión a la guitarra eléctrica o al cristianismo, decisiones ambas que le costaron un alud de críticas en su momento. Por cierto, mi propio padre también trató de convertirse a la palabra de Cristo, al salir de la cárcel, de la mano de mi madre, tanto que nombró a su segundo hijo Jesús y se propuso, o al menos le prometió a mi mamá, que dejaría la mota y el alcohol, tal como lo hicieron Dylan, Lou Reed, Harrison y Clapton, por ejemplo, quienes trataron de “cortarle por lo sano”, es decir dejar las drogas (con sus respectivas recaídas y liberaciones), versus Lennon, Clapton y los Rolling, más atados al lado oscuro de los sixties, que llevaron sus exploraciones más lejos en las profundidades abismales, y tardarían un poco más en reconocer la posibilidad de alejarse de sus adicciones; El caso más reciente, míster Keith Richards, que el año pasado comenzó a ponderar si debía dejar el tabaco, cosa que no le resultó nada fácil. Pero en el lado luminoso de la calle, por donde mi papá te siguió a regañadientes, máster, dejaste muchas muestras de tu transformación cristiana, especialmente el disco Slow train comming, territorios inexplorados para usted, como judío folklórico, más aún para mi padre como el rebelde e irreverente que era, o es. En su prolífica carrera, usted retornó continuamente a los temas religiosos, no lo podrá negar, pero con el tiempo se sacudió cualquier influencia y llevó sus propuestas musicales más allá que ningún otro compositor en el medio del rock, country, blues y su muy particular mezcla de todo ello, que semeja un whisky seco y ponedor, añejado por siglos en guitarras de roble… Por cierto, ¿no me invita un trago de su propio bootleg moonshine?
Pero neta, jefazo, usté es, sin discusión, quién siempre se mantuvo a la cabeza, por encima del nivel del Mar de Música, y mi jefe fue uno de sus principales promotores, como si de un fiel discípulo se tratara, difundiendo tus armonías y palabras al parecer interminables. Dudo que muchas personas hayan sentido un placer y regocijo tan contundentes como mi padre, cuando escuchó que le otorgaban el premio Nobel de literatura, en octubre 13 del 2016: Casi brillaba de gusto, mi papá, pero usted no tanto, creo, pues ni siquiera fue a recibirlo, ¿qué onda con eso?, ¡salud maestro!, ¡ja ja, mandó a la pobre Patti Smith, que hizo el ridículo más grande de su historia!, Fue como si dos mundos completamente ajenos colisionaran: la pompa y circunstancia de la realeza europea, contra los representantes de la una vetusta contracultura, la perversión de una pesadilla hecha realidad, una absoluta contradicción, el matrimonio fugaz e impuro de algo que alguna vez llamaron rock “punk”, y “hippie”, con los benévolos y decadentes príncipes y reyes de antaño. Y de postre, el premio Nobel de literatura mismo llegó a un alto un año después, tras sólo una premiación más, y aún se encuentra en una funesta crisis, a raíz de las acusaciones de abusos sexuales entre los miembros de la academia sueca… que momento tan bochornoso, para el Nobel de literatura y para usted, el gran juglar del rocanrol, que, eso sí, buen judío, no dudó en aceptar una buena suma de billetes que acompañan el prestigioso premio. Bien merecido se lo tiene y eso y más poder te deseamos. Es como dijo Leonard Cohen, el otro más grande cantautor del rocanrol, cuando se le cuestionó en entrevista, sobre la decisión final de darte el Nobel: “Es como pretender colgarle una medalla al Everest por ser tan alto”. Salud, maestro.
Aunque recientemente tus discos con la temática de Frank Sinatra me dejaron perplejo, por favor no te enojes, y reconocí que, en mi canija opinión, finalmente estabas chocheando, así como esa colección de canciones navideñas con tu voz, que realmente me pareció bastante jocosa, como los villancicos de un chivo malherido-garganta de lata, ¡juar juar!, no te pases de lanza, mi Ol’Skiper.  Esos fueron algunos de los últimos discos que mi padre y yo escuchamos juntos, adquiridos algunos ya a través de internet o en las moribundas secciones de discos de las tiendas departamentales. Poco después vino la caída de mi papá, y ya no lograría fabricar buenos recuerdos, debido a la amnesia de lo reciente y una creciente hidrocefalia, y llegaría increíblemente su silencio literario, y decaería su interés por la música nueva, pues le es muy difícil de retener en la memoria. Pero alcanzó a percibir su renacimiento desde el Time out of mind (1997), y esa racha de buenos discos que le duró dos o tres más y le valió su coronación como un artista maduro, con un tercer aire que se comparó con sus mejores tiempos. Desde los primeros con la onda folk/rupestre, armado solo con su guitarra de palo y la armónica, pasando por los catárticos años eléctricos del Blood on the tracks, que marcó la ruptura de su gran fracaso amoroso, y el inicio de su conversión mental definitiva, allá por 1975, el año en que, para que lo sepa, también nací yo, y vine a dar guerra a este mundo maravilloso y cruel.


De esas fechas también, en los lejanos años setenta, es también otro de los últimos discos que mi father mandó pedir por ese monstruo del Amazon, fue uno en vivo, que recopila  la gira Rolling Thunder Revue, con la que, por aquellos días, emprendiste un recorrido por los E.U. nuevamente, pero esta vez ya no como un joven vagabundo, sino como un trovador trashumante y líder de una banda de artistas inadaptados, un asombroso circo de fenómenos; Y ya me enteré que es sobre esa serie de eventos insólitos, que el gran Martin Scorsese ha desarrollado para Netflix su más reciente documental sobre usted, maestro, capitán Bob, míster Dylan, mis respetos jefe (de los cuales recordamos otros excelentes, como el primero sobre usted, No direction home (2005), y pues supongo que ya vio el Living in the material world (2011) sobre el Harrison, y los de recopilación de cine italiano, I’ll mio viaggio in Italia (1999).) Salud por todo eso, maextro.

Y ya hablando de viajes sin retorno, si me permites, me gustaría platicarte mi propio “Bob Dylan‘s Dream”, a ver si tú lo recuerdas como yo; Déjame llevarte a pasear nuevamente por el fantástico y aterrador mundo de mis sueños, por si no te acuerdas de nuestro encuentro por allí, donde todo es posible… Incluso que, una buena noche, mientras me hundía en los brazos de Morfeo, desprevenido por completo de lo que me esperaba al cerrar los ojos y quedarme profundamente dormido (e imagínese usted mi sorpresa, por favor, si es tan amable, estimado Maestro) cuando me encontré a la mitad de un camino boscoso, vagando sobre una modesta carretera, entre la neblina que ocultaba cualquier rastro del sol y con cierto frío. Caminaba sin rumbo en medio de este escenario creado por el teatro de mis sueños, cuando de pronto, un gran auto antiguo, de lujo, negro y brillante, pasó por el camino junto a mí y al verme se detuvo. Los vidrios estaban polarizados y nadie dijo nada, pero se abrió la puerta trasera de esta limusina, o sería por lo menos un larguísimo Cadillac negro. No teniendo mejor opción, abordé la nave y me encontré en un elegante interior de piel roja, cálido y suave como el terciopelo. Una vez allí, una voz distorsionada por algún interfón, me indicó que me pusiera cómodo, y si así lo deseaba, hiciera uso, libremente, de una cava repleta de alcohol de lo más fino, que contenía también cajas de puros cubanos y cigarros de todas formas, substancias y sabores. La voz del interfón era irreconocible, pero algo en su timbre se me hizo muy familiar… ¿No te suena, aún no me recuerdas? Permíteme que continúe entonces con mi relato, si no tienes nada mejor que hacer que leerme, mientras bebemos de tu nueva marca de Whisky.
Al principio, relaciono este sueño, inconscientemente, con un antiguo recuerdo, de unos viejos amigos criminales, que, siendo yo solo un joven adolescente, pasaron por mí a las puertas de esta casa, y me llevaron de paseo a fumar mota con ellos, antes de que se dirigieran a cometer un asesinato, o al menos a intentarlo, no sé, pero uno de ellos sigue en la cárcel, pues allí se siente más en su hogar, el otro se cataloga como “paradero desconocido”. En la parte trasera del auto, había una pistola Magnum y un revolver Smith  & Wesson de acero puro y gris, y se sentía como auténtico metal pesado en mis manos; y recuerdo que me pidieron que les forjara algunos churros de yerba, sentado a mis anchas  en el asiento de atrás, mientras ellos planeaban su crimen.
Pero perdóneme, jefe, porque divago: De vuelta en mi sueño, el auto avanza por la carretera a gran velocidad y de pronto, cuando se hace de noche, entra en una típica ciudad gringa, con sus rascacielos, sus autopistas y boulevards; Y yo con mi trago y cigarro en la mano, como un Cantinflas en casa de Pardavé, me refocilo en los asientos de piel, mientras disfruto del paisaje citadino nocturno gabacho-americano, hasta que comienzo a preguntarme quienes son mis benefactores. Escucho que ríen, platican, gritan y beben, brindan ruidosamente con copas de cristal y el humo de sus puros se cuela por rendijas de las ventanas polarizadas, las mismas que me impiden ver quienes son el conductor y su copiloto, de este vehículo negro y brillante, que pese a su gran tamaño, se mueve entre el tráfico de la noche con fluidez y pericia, da vueltas como un auto de carreras y cada vez acelera más, ignorando semáforos rojos y policías de tránsito pidiéndonos que bajemos la velocidad, que no nos persiguen, pero emiten sonidos con sus sirenas de advertencia. El Cadillac fabuloso, sin embargo, sigue su camino a través de puentes estilo Nueva York, y cruza por barrios bajos rodando frenéticamente, levantando el polvo o estallando en los charcos de lluvia, hasta que comienzo a preocuparme y ninguna cantidad de alcohol es suficiente para calmarme, ni la mota ni las pastas ayudan, y aumenta delirantemente mi curiosidad por conocer la identidad de quienes ahora, parecen ser más bien mis secuestradores, que quienes me habían rescatado del frío bosque.  Así que me acerco a la ventana cerrada, y les toco el vidrio negro pidiendo que bajen la ventanilla y se muestren, se revelen, y descubran sus personajes misteriosos… Pero siguieron ocultos detrás de las carcajadas que les produjo mi petición, que poco a poco se tornaba en súplica, cuando el auto giró como un reptil en la noche, e ingresó en sentido contrario por una avenida repleta de automóviles fluyendo en dirección inversa. Dándome cuenta del peligro enorme en que nos hallábamos, les grité que quienes eran, que pretendían, que quieren de mí, que me dejaran bajar, pero todo eso solo parecía divertir más a mis pilotos anónimos, en su carrera contra el destino. Los carros en sentido contrario pitaban con sus cláxones y nos gritaban furiosos, toda clase de insultos y maldiciones, nos lanzaban objetos contundentes contra la carrocería y ventanillas, pero el Cadillac negro no se amedrenta, y continuó en contraflujo a todo lo que da el acelerador, olvidándose completamente del freno y esquivando la embestida de los autos enemigos escasamente, por milímetros, o de plano rozándolos y colisionando fugazmente, pero nada lo detenía, corría lanzando chispas al frotarse ligeramente contra la lámina de los otros pobres diablos, muertos de pánico, que desafortunadamente se cruzaban en nuestro camino. Y cuando estaba a punto de rezar, tras checar que las puertas estaban bien cerradas y no tenía escapatoria, más que a través del triunfo descabellado del conductor sobre sus improvisados e inadvertidos adversarios, la ventana que me separaba de la cabina se abrió, y ambos, los dos bromistas del camino, los retadores del peligro, se descubrieron, de entre las sombras y el humo, como quienes realmente eran. Con un silencio sincronizado se giraron para mirarme y estallaron en risas, al notar mi rostro pálido de pánico, tragando saliva ácida, y me sonrieron con camaradería, aún en contrasentido, ignorando ahora sí por completo el volante, pues el auto parecía manejarse solo. Y entonces, me palmearon las rodillas con fuerza, mirándome con gusto, como si me conocieran de siempre, y me hubieran jugado tan sólo una broma pesada. Una broma que aún no termina, por cierto, pues cuando me doy cuenta, con absoluta sorpresa, de quiénes son, el hábil piloto y su irreverente acompañante, el par de locos que me eligieron para cruzar la ciudad esa noche a contra corriente, una alegría narcótica me desarma por completo y me prepara para morir feliz y casi extático, pues al fin acepto la realidad absurda de mi sueño, y reconozco finalmente a quién viene manejando, el capitán de esa nave tan suicida e incontenible, es ni más ni menos, ¡que usted, el querido maestro de mi padre: Don Bob Dylan!, ¿Ahora si ya me recuerdas?, ¡estabas muerto de risa y con los ojos vidriosos de alguna droga intergaláctica!, ¿Te acuerdas, Capitán, aún estás soñando lo mismo que yo?; Y venías acompañado, por increíble que esto me pareciera, ¡por un intoxicado e hilarante Neil Young!; Y entonces ambos me animaron, a que no me tome las cosas tan en serio, que me ría de la vida y la muerte, que acepte mi destino y fluya a contracorriente. Así que me doy un buen trago, sonrío y me relajo entre los rechinidos de llantas y gritos de pánico, me hundo en los asientos de piel roja, y me desplomo en mi sueño, que se convierte en un telón de oscuridad, y ahora sí, entre el caos y los derrapones de mi confiable cochero, me duermo profundamente, hundido en mis sueños de rocanrol.
Pero bueno, let’s go back home, master, if you will, acá con don José Agustín, quién recientemente sufrió una caída leve, pero que le impidió caminar por varios días, y ahora, con dificultad, ha recuperado la capacidad de andar por el interior de su casa, e inevitablemente yo pienso en ese anciano astronauta, al final de 2001, la Odisea espacial del master Kubrick, a punto de convertirse en el embrión cósmico, tras deambular por una especie de estación espacial fuera del tiempo y el espacio: Pero en esta versión, mi padre no está solo, a su lado está mi madre y su esposa, doña Margarita, que valientemente enfrenta al dragón de su destino creado juntos, con una pequeña ayuda de sus amigos y las poderosas fuerzas de la naturaleza. Esto para que conozca de mi familia, antes de que el barco se hunda, mi capi.
A mi lado, Karen ha vuelto a visitarme, y descansa leyendo Armablanca de José Agustín (su sentido homenaje a Casablanca, otra película clásica, y favorita de mi jefe), acostada como toda una musa en silencio, en mí cama, sobre mi sarape de neón, y de pronto, en tardes como esta, escuchando las Trinity sessions revisited de los Cowboy Junkies, trato de ser uno con el Gran Espíritu, y de olvidarme de la pesadilla al otro lado de la gran piedra y el pasto, cruzando el jardín y la alberca, en la Casa que Canta, y de mi padre inmóvil en su cama, un tanto enojado y confundido, mirando a la nada. Y sueño que todo tendrá que cambiar, para bien o para mal, que la rueda de la fortuna seguirá girando, hasta que quizás nos permita escapar de nuestra prisión de piel. E intento imaginar que todo es como debe ser, y todo está bien en el Universo.
Pero aquí me despido, jefe, lo dejo seguir su camino por el atardecer dorado, y me quedo en esta nave de nuestra propia locura divina, donde nuestro muy particular drama humano se desarrolla lentamente, como las nubes que surcan el cielo abrasador de nuestras vidas; Y te comento, ya finalmente, antes de dejarte volar en paz, como un cuervo en la noche, que por acá aún te escuchamos, mi querido y viejo capitán Bob Dylan, alias don Robert Zimmerman, como si de la luz de un faro marino se tratara, te comparto que tú has sido, para mi gran familia universal, un destello inconfundible que nos salvó tantas veces de estrellarnos contra las rocas y los arrecifes, en algún naufragio inminente. Y para mí al menos, ya por última y nos vamos, capitán, te confieso que eres un resplandor en la noche, que aún nos guía, mientras tú mismo avanzas sin miedo, explorando este camino de estrellas sin nombre.
¡Salud Bob!, desde la hermana república de Cuautla Morelos:                    J.A.R. (15/06/2019)



domingo, 26 de mayo de 2019






EL PEQUEÑO LIBRO DE LOS SUEÑOS

CAPÍTULO II

DIOS ES MI VECINO


Mi padre solía decirme que Eric Clapton era Dios. Tú sabes, el gran guitarrista, primero de la Crema, luego de Blind Faith, después Derek & the Dominoes y finalmente un asombroso solista, la Lira más veloz y precisa en la historia del rock&roll. Quizás sólo detrás (o rivalizando) con Jimi Hendrix, ese otro dios negro, de la eterna Fender Stratocaster blanca. Pero mi Pater aún repite eso de vez en cuando, cuando escuchamos al Eric Claxon felizmente en esta, su Casa que Canta, y yo recuerdo que desde entonces, aquella declaración en tono bromista solía contrariarme, pues me costaba trabajo tragármela, y de hecho aún me cuesta trabajo imaginar a Dios como un cabrón rocanrolebrio inhalando sendas rayas de coca, bebiendo whisky sin parar, tragando ácidos y fumando mota, para finalmente caer en la adicción al arpón, los deliciosos elixires del opio intravenoso… Pero supongo que se refería a los buenos tiempos, cuando este músico súper dotado aun embrujaba a las masas roqueras con sus acordes, solos y efectos especiales, increíbles para su época, pues en aquel entonces, ningún músico le había logrado sacar tanto jugo a las guitarras eléctricas, como lo hicieron Hendrix y Clapton en los sixtis.
Sin embargo, esto de que el Clapton era God, no era una invención de mí papá, o algún disparate metafísico personal, sino una auténtica cita callejera de la contracultura, en la década de los sesentas, cuando, según él (así me contaba siendo yo un niño), los jipis y demás rebeldes de Inglaterra solían escribir esa pinta (“Eric Clapton is God”) con aerosol en las calles de Londres, o con lo que sea que pintaran sus consignas en esa era tan remota del rucanrol, cercana al precámbrico, o de perdida, al Jurásico.  Así crecí, entre mi madre que nos acercaba, a mis hermanos y a mí, al catecismo (y por suerte al padre José Luis, un sacerdote de la teología de la liberación), y mi Gran Jefe/Vato Loco, que nos inculcaba una historia pagana de heráldica rocanrolera, donde un tal “EriClapton” era más dios que el Papa, y así lo demostraba con las notas casi celestiales que emergían de su portentosa guitarra mágica, por la forma maravillosa de tocar las cuerdas, bendecido a todas luces, poseedor de un arpegio tan virtuoso como inspirado, prendido con la savia ardiente de las creaciones musicales más insólitas, alcanzando altitudes difíciles de superar por sus colegas guitarristas. Hasta que llegó Hendrix, claro, y se murió en la cumbre de su éxito y capacidad, grabando su nombre primero, en la historia de los mártires de la Gran Rocka Rodante. Pero si hablamos de una carrera de resistencia y la cantidad de trabajo, Clapton gana limpiamente.
Pero no todo es santidad, en esta historia, una de sus últimas gracias bluseras fueron los dos discos en homenaje a su ídolo, Me & míster Robert Johnson y Sessions for Robert J. (ambos del 2004), un viejo cantautor rupestre, célebre por sus inspirados, crudos y oscuros temas en clave de blues, y por supuestamente haberle vendido su alma al Diablo, en un solitario cruce de caminos, al sur de los viejos Estados Unidos, a cambio de la habilidad para tocar la guitarra acústica con un talento prodigioso y su ingenio para escribir canciones, varias de ellas, de temática diabólica, fueron las que dieron pie a la leyenda, como “Hell hound on my trail” y “Me & the Devil”, mismas que Clapton interpreta con maestría y devoción, y que el mismo Eric confiesa, no puede emular sin ayuda de otro guitarrista de acompañamiento.
Pero su más grande prueba como ser humano, quizás el evento más duro de su vida, fue la muerte de su pequeño hijo, un bebé, en un fatal accidente. Un punto de quiebre para su carrera, que se reflejó en uno de sus mayores éxitos, la balada “Tears in  heaven”, donde hablaba con su hijo recién fallecido, a quién imagina en el cielo, en el Paradise lost, y lejos de reconocerse en quienes lo idolatraban como a un Dios, él se declara a sí mismo Persona Non Grata en el cielo: “Cos I know I don´t belong, here in Heaven”. Esta pieza se incluía, por cierto, en su excelente y muy tripeado soundtrack para la película Rush (1991), un clásico del Drug Cinema.
Pero a favor de su alma tan brillante, otrora comparada con el Gran Espíritu, tuvo varios accesos de iluminación, como en “Presence of the Lord”, de Blind Faith (Fe Ciega), su banda de culto, con un solo disco; Y desde luego, no podemos dejar de mencionar su asombrosa rehabilitación, cuando dejó la cocaína, la heroína, el alcohol y demás drogas, para dedicarse exclusivamente a su verdadero llamado: La música, la Lira de lo Orfeo. Incluso abrió varios centros de rehabilitación para adictos en distintas partes del mundo, así de comprometido se sintió a hacer el bien, y resarcir un poco sus travesuras, como haber acercado esa droga tan dura a otros músicos, la poderosa heroína, incluido John Lennon, con resultados nefastos, por todos bien conocidos. Así, se quitó de traumas y se atrevió a cantar, le robó la novia a George Harrison, la que inspirara su himno de amor apasionado, “Layla”, y desarrolló una de las carreras más fértiles de la historia del Rucanrol, como solista, roquero y guitarrista virtuoso, similar a la de Buddy Guy o B.B. King. Estos fueron sus maestros en la era de las armonías eléctricas. Con el B.B. King incluso tuvo una colaboración memorable: Ridding with the King (2000), donde aparecía como el chofer del Rey del Blues. 
Recuerdo a mi jefe comprándolo, poniéndolo y escucharlo a todo volumen, con deleite, fascinado, como quién prueba un vino de dos mil años. Otra de las facetas más plausibles, de este auténtico guitar hero, son sus múltiples colaboraciones con muchos otros grandes músicos, desde Dylan, hasta George Harrison o Dire Straits, en vivo o estudio, siempre fue buen hermano; Pero en últimas fechas, no se pueden perder sus dos discos, uno con y otro en homenaje al fallecido J.J. Cale, The Road to Escondido (2006), y The Brezze (2014). El primero de estos últimos dos discos, aún fue comprado por mi papá y el segundo, ya por un servidor, en una agonizante Mixup de avenida Universidad, pero ambos compartidos con entusiasmo, a todo volumen, y luego debidamente ordenados alfabéticamente, en la discoteca de mi padre, letra “C”, junto a otros grandes como los Cars, The Clash, The Cramps, Leo Cohen o The Cure.

Todo esto acá, en nuestro pequeño rincón del mundo, donde aún se conserva un pedacito del jardín del Edén, y allí se encuentra la Casa que Canta, en una cajita musical, dentro de una burbuja embrujada, flotando en el espacio negro del cosmos.
Recientemente, al igual que lamento el silencio escrito de mi padre, el otrora Joven Escritor Mexicano, suspiré al escuchar que Clapton anunció su retiro oficial de los grandes escenarios, debido a problemas de salud, por una neuropatía periférica, sea lo que eso sea, que le causa constantes dolores musculares en brazos y manos, además de inoportunas bio-descargas eléctricas. Es tan triste comprender que el Dios de la guitarra se apaga al fin, al menos en cuanto a sus apariciones públicas o la posibilidad de algún nuevo material, con la altura de sus trabajos de juventud y madurez. Pero poco antes de dar esta noticia tan cruel, realizó una última gran gira llamada “Manos Lentas” a los Setenta, donde casi le dio la vuelta al mundo, y todavía hizo gala de sus dotes como intérprete superdotado del blues y el rocanrol. 

Y aunque últimamente, Eric amenazó con volver, y dar una gira más, la triste verdad es que, aún si se concreta, huele a despedida, al igual que la de los eternos Rolling Stones, programada para este año, pero temporalmente pospuesta, por una cirugía de corazón del sir Mick Jagger.
Pero por aquellas fechas, en que vimos (en un dvd pirata) esta última serie de conciertos internacional, tuve un sueño, en donde Eric Clapton era mi vecino, nuestro vecino de enfrente pues, acá en la casa de mis padres, en Cuautla Morelos. Esto ya en la era en que mi jefe convalece casi recluido, combatiendo la hidrocefalia y la amnesia reciente, tras su fatídico accidente en Puebla, en 2009. Pero no es la primera vez que sueño con grandes roqueros, o con Dios para ese caso, aunque esa es otra historia, y ya se las iré contando, todo a su debido tiempo, en este pequeño libro de mis sueños. Pues sí, el Eric era nuestro vecino y al salir yo, en la mañana, para abrir nuestro portón negro, me encontraba con que él, que también salía a la calle, abría de par en par sus puertas, en la casa de enfrente (que realmente existe, pero desde luego no la habita ninguna celebriedad), y con una gran sonrisa, me saludaba amablemente, muy natural y con cierta cordialidad amistosa, como quién se topa a diario con su vecino. Debo anotar que, la noche anterior, al parecer había caído una buena tormenta, en este mundo de mis sueños, pues toda la calle estaba húmeda, llena de hojarasca, y olía como el aroma de tierra mojada, que vuela con los primeros vientos del verano, anunciando las lluvias. Devolví el saludo a Eric Clapton con extrema felicidad, un tanto confundido por lo que la realidad del sueño me programaba para aceptar, que Clapton era mi vecino de muchos años, pues mi admiración real por él intentaba recordarme que eso era imposible, mi conciencia trataba de abrirse paso en aquella realidad alterna, poblada por esta estrella fugaz, que había aterrizado frente a las puertas de la casa, y al parecer allí vivía desde siempre, no iría a ninguna parte. De pronto, noté que traía una guitarra eléctrica entre manos, al parecer inalámbrica, una Fender roja, Stratocaster. La sacaba de detrás de su espalda sorpresivamente, como un mago que la materializara desde una ilusión óptica, como si fuera cualquier cosa, y comenzó a tocar su música celeste, pero apuntando la guitarra hacia las hojas muertas que se apilaban en las entradas de nuestros hogares: y entonces noté que la fuerza de su música se convertía en una corriente de aire a presión, que brotaba del brazo de la Ferder roja, como una sopladora de hojas eléctrica, pero con la potencia de un pequeño tornado personal. Y cantando entre el ruido de esa música estridente, el rugido del viento y la escarcha de las hojas secas levantándose en el aire, Eric Clapton limpió ambas aceras de toda suciedad, todo residuo de la tormenta, toda el agua de la lluvia, todo el lodo, y todas esas muddy waters se fueron volando con un vendaval perfectamente controlado, directo al heaven. Mientras tanto, el Eric tocaba su lira con gran naturalidad y cantaba sencillamente, como un obrero que murmura una melodía, sin importarle quién alcanza a escucharlo o no, dirigiendo su guitarra hechizada, que tenía el poder de convocar y conducir a los vientos huracanados del cielo azul, como una orquesta, una danza y una fiesta de hojas secas y flores muertas.  Ante todo lo cual, al terminar su pequeña hazaña, yo aplaudí sinceramente, a rabiar, con fuerza, como queriendo ser un público más grande, y el maestro me correspondió con una sonrisa, y una reverencia de juglar, y luego dio la vuelta, y con paso cansado, como el fantasma de un gigante que se desvanece entre las Brisas, volvió tranquilamente a su casa, detrás de una puerta enrejada, y desapareció entre los árboles y el pasto, de un jardín soleado…
            Y sobre si el EriClaxon es o no Dios, y el Papa su Representante en la Tierra, o sólo Alá es grande y Mahoma su profeta, ¿Qué les puedo decir, valedores?, No es la primera vez que alguien es identificado con el Creador del Universo, que es muy distinto a creerse Dios, como Calígula y Nerón, o tener arranques mesiánicos en Jerusalem, como le suele pasar a muchos turistas de la Tierra Santa, y a muchos pachecos con aspiraciones a Jesucristo superestrella. Pero es diferente cuando otros creen que un ser humano es Dios, como of course, Jesus Christ, o una especie de dios pagano, como, por ejemplo, ahí tienen a Maradona, o ser ascendido al Palacio de Jade en el mismísimo Cielo, junto al Buda Supremo, como Lao Tsé, por escribir un sólo libro (el Tao Te King). Pero ya en serio, lo que sí se puede afirmar sin temor a dudas, es que la chispa divina existe en todos nosotros, y cada uno nace con talentos heredados o no, que no son más que un regalo de la vida, y todo lo que el artista, o cualquier persona puede hacer, es elegir o no si seguir su llamado, si decide o no trabajar el resto de su vida en esta gracia que le ha sido concedida por algún Espíritu Santo, que cae como el Rayo en el Pentecostés sobre sus elegidos, diría el master Philip K. Dick, encendiendo lenguas de fuego sobre sus cabezas y dándoles el poder de guiar a sus discípulos, hasta enloquecerlos con su omnipotencia, y regalarnos a todos obras de arte magníficas, que iluminan un camino para esta humanidad tan errante. Así, recuerdo a mi padre afirmando en público, ante cientos de lectores, seguidores, simpatizantes y auténticos fanáticos de su obra, de todas las edades, que cuando escribía en las noches, entraba en una especie de trance, y se convertía en un vehículo de La Fuerza Creadora, un conducto mediante el cual los dioses salvajes se expresaban, usándolo como un instrumento de su verdad y su camino, y no me cabe duda que los grandes músicos, desde, primero que nada, Beethoven y compañía, hasta Eric Clapton, pasando por todos los héroes de las artes y del rocanrol, y para ese  caso, cualquiera que se empeñe en hacer el bien, o intente embellecer un poco nuestra existencia, todos ellos se encontraban, o aún se encuentran, al menos un poco prendidos por la magia del cosmos, si no es que plenamente sintonizados con la gran energía de la creación misma… Deténganme si me estoy poniendo muy Mascarita Sagrada, sé que algunos de ustedes odian esta mierda mística.
Así que ahora, volviendo al tema que nos truje, aun cuando finalmente Don Eric Patrick Clapton se extingue como intérprete en vivo, como una estrella primero blanca, luego azul, después amarilla y finalmente roja, su música sin duda vivirá por siempre, o al menos mientras viva el Rocanrol; Y como todos saben, esa madre no morirá jamás, al menos no hasta que nos vayamos todos sus fieles, directo al infierno en una autopista: Al Diablo o con Jesús, al infierno o a la cruz, todos aquellos que amamos esta música de radicales libres, hasta con los huesos y la calavera, carne y sangre, body & soul, pero nunca antes, moderfokers. Así que yo les digo: ¡Hasta la próxima vida!, maestros (as) del espíritu danzante, o hasta nuestro próximo encuentro, hermanitos(as) de la polifónica Interred. Amén, abrazos, y Salud.