XIV
SIETE
AÑOS DE WHISKY
(PARTE II)
¿Tú sabes como a veces, en esta
vida, las cosas crecen más allá de todo control, o por lo menos más allá de lo
que se había planeado?, como las raíces de un árbol que rompen el concreto de
las calles y las banquetas, las paredes de las casas, o la grandeza de un ídolo,
una gotera que cae sobre la estatua de un héroe, y convierte una grieta en un
abismo, con el paso del tiempo, si no se le detiene… O una simple rutina, un
hábito, un pequeño vicio, que se siembra como una semilla mágica en el patio
trasero del cerebro, cuando se es muy joven, y de pronto, algunos años después,
tenemos una plaga espiritual, una epidemia psíquica familiar, una enredadera
ponzoñosa y antropófaga que se apodera de toda la edificación de un supuesto
ser humano, hasta que ni el amor, ni el oro o los aplausos y demás placeres
mundanos son capaces de devolver a un hombre a la cordura; Y entonces la
demencia anida en su alma, como una madre cuervo, que encuentra desesperadamente
un lugar para criar a sus herederos, en la tormenta de los tiempos, devorando
los recuerdos de quien, alguna vez, fuera el líder de la manada, el hombre de
la casa, el padre de familia, el gran escritor, mi padre, José Agustín. Yo
supongo que, para estas alturas, ya todos saben que sí, otra vez, estoy aquí escribiendo
sobre mi jefe, cobijado solamente por la luz de una vela intergaláctica, para
tratar de verter fuego escrito sobre los malditos eventos que tuvieron lugar en
nuestra vida, tras su fatídico accidente, casi mortal, cuando fue orillado
hacia el vacío y cayó hasta el fondo del escenario, en un teatro repleto de sus
admiradores, en la ciudad de Puebla. Y fue así como, a los sesenta y cinco años
de edad, esa caída le robó el don de la escritura, con el cual sacó adelante a
su familia durante años, deslumbró a sus simpatizantes y demás detractores, y
trató de educarnos, al menos a mis dos hermanos, a mi madre y a mí, además de cientos
de sus simpatizantes, y lo hizo todo muy a su pesar, manteniendo firmemente su
camino, intransigente y megalómano como todos los grandes mutantes de la
historia, contra la corriente de un mundo demencial.
Así que, ¿en que estábamos?, ah, sí:
después de que mi padre cayó en Puebla, o lo tiraron, o se dejó caer, y pasó casi
un mes en un hospital español, y exigió ser dado de alta contra la opinión
médica, donde lo diagnosticaron con una lesión cerebral severa, que le
provocaría por lo menos la famosa amnesia de lo reciente; Y que así regresó a
Cuautla donde poco a poco comenzó a beber otra vez, contra todas las
recomendaciones y pronósticos; Y sin darnos cuenta, nos fuimos hundiendo en una
espiral descendente, en la cual mi laureado padre, un hombre de tinta y papel,
hecho de símbolos herméticos y palabras escritas en las lenguas del fuego, y
construido como una pirámide de libros grandes y pequeños, comenzó a
desmoronarse, a convertirse en una ruina de sí mismo, (“Estas ruinas que ves”,
recita, salido de sus propios misterios) pero aún imponente, como si de una
zona de guerra arqueológica se tratara: Es como si mi papá fuera ahora una
serie de edificaciones derruidas, antiguas pero asombrosas, de alguna
civilización perdida, que aún relatan una historia de su grandeza y decadencia,
un pálido reflejo de las muchas batallas perdidas y ganadas, un cementerio sonámbulo
de maravillas dormidas, un monumento vivo a las artes libertarias, representante
de una generación de espíritus innovadores, hacia final del siglo pasado, y una
puerta de las percepciones abiertas al
infinito.
Así que, como les estaba diciendo, increíblemente,
mi padre volvió a beber, diariamente, durante una cadena de días ya sin recuerdos,
que para él empezaron siempre después del mediodía, hasta que empezó a
despertar después de las dos o tres, hasta las cuatro de la tarde, y arrancaba
de nuevo con una dosis creciente de whisky o tequila, además de vino y cervezas,
rehusándose a malcomer poco más de una comida al día; Esto antes de una siesta
sincronizada con el atardecer y la salida de la Luna, para después beber un
poco más de sangre, al revivir en la noche, como un vampiro, y de ser posible,
beber un poco más, hasta la madrugada, para arrullarse nuevamente a dormir, en
un retiro voluntario de la vida, ya sin sueños.
Y desde luego, inevitablemente, con
el exceso de alcohol, comenzaron sus caídas sin fin (se fracturó el brazo
izquierdo en dos ocasiones), además de que volvió la ira irracional, y la
neurosis frenética, aunque ya muy disminuido por la lesión cerebral, con una
furia ya cansada, casi resignada y sin esperanzas de estallar como antes lo
hacía, buscando esa histeria con la que condimentó nuestras vidas siempre, como
el rey enloquecido y genial, de una familia brillante, pero siempre al borde
del abismo, y que sin embargo lograba mantenerse a flote, en el aire, en un
vuelo nocturno sin escalas, con el puro poder de sus palabras casi místicas, su
aparente comprensión del mundo real, y su inagotable imaginación, que nos
elevaba como una alfombra mágica.
Así que, al fin, contra todo lo que
pudiera imaginarse de la vejez de un buen escritor, que a diferencia de un
futbolista puede, si quiere, seguir trabajando en lo que ama hasta el día de su
muerte, mi padre dejó de escribir. Cuando le preguntaba si escribiría en la
noche, como lo hizo todos los días de mi infancia y juventud, bufaba con
desagrado, como si de una condena o una maldición se tratara. “Me mareo y me
siento enfermo”, me dijo, “si intento escribir” (sobre La locura de Dios… eso no lo dijo pero lo pensé yo); “Bienvenido a
mi Mundo”, le respondí y él asintió con un gesto de disgusto. También olvidó
que me había corrido de la casa unos días antes de su accidente, y que sólo
cuando vio las profundas heridas en mi muñeca izquierda, cocidas como un
Frankestein tercermundista, tras mi segundo intento serio de suicidio, accedió
a dejarme vivir otra vez en su Casa del Sol Naciente, al menos por un tiempo.
Esto lo concedió en silencio, dándome la espalda y yéndose a su conferencia
fatídica en Puebla. Y de pronto, un mes después de su convalecencia, al
regresar al fin a su casa en Cuautla, todo
cambió, a mi favor, debo reconocer, y me encontré viviendo otra vez con los
jefitos, pero en circunstancias totalmente distintas a mi primer retorno como
hijo pródigo, tras mi segundo fracaso amoroso en la nueva Tenochtitlan, y después
de mi triste, psicótico y absurdo intento de matrimonio, por fortuna trunco y
estéril; Es decir que, gracias a Dios, nunca tuve hijos con ninguna de las queridas
dementes que se atrevieron a tenerme por su pareja, aun cuando, para mantener
este record, o saldo blanco, tuve que solicitarle a dos de ellas, en tres
ocasiones, que abortaran a mis herederos, a lo cual accedieron amablemente,
conscientes de que traer un hijo mío al mundo, no era buena idea para nadie.
Y poco a poco, mi gran jefe Caballo
loco retacó de nuex toda su cava con pomos multicolores, mismos que yo había
vaciado antes de su regreso del hospital, y me había bebido heroicamente para
no desperdiciar, cuando los doctores que lo atendieron, y desde luego mi
hermano, el también escritor y siquiatra Jesús Ramírez Bermúdez, le prohibieron
tajantemente que continuara con su ritmo de ingesta diaria de alcohol, como lo
hacía felizmente hasta antes de su gran golpe, sin importarle un pepino las
reacciones secundarias, o el rastro de estragos causado por los abusos indiscriminados
de drogas y alcohol; Y por cierto, salud… We’re doomed, pensé otra vex,
camaradas lectores.
Y así, de pronto, descubrimos que el
hecho de que mi padre ya no escribiera, dedicándose ya sólo a beber y dormir, tendría
serias repercusiones en la economía de esta su casa, que es algo grande y
necesita de muchos gastos de mantenimiento, sin contar nuestra propia
subsistencia, pues al agotarse toda fuente de ingresos, mis padres y yo de
polizón, un náufrago sobreviviente y aferrado, nos encontramos de pronto ante
el dilema de nuestra falta de recursos, y en mi caso, de empleo. Hasta poco
antes, me encontraba colaborando en el periódico La Jornada, escribiendo en la
sección de espectáculos, y también en las revistas La Moska y Rolling Stone,
además de que trabajaba haciendo dictámenes para la editorial Patria y Random
House, donde mi hermano Andrés es editor estrella. Así había mantenido a mi
esposa, en nuestras aventuras en el DF, pues ella primero se negó a chambear y
luego a contribuir con los costos de nuestro flamante matrimonio, allá en la
gran ciudad, hasta que aquella farsa romántica reventó en mil pedazos, y tras
mi segundo o tercer intento de matarme (neta no recuerdo cuantas veces me
cocieron las muñecas en hospitales, dos o tres veces, entre Cuautla y la CD,
pues era una época en que tragaba clonazepam como si fueran M&M’s, y bien
sabido es que te borran el cassette progresivamente, dejando al drogo en una
especie de amnesia de los acontecimientos recientes, tal como hoy malvive mi
lesionado padre), mi ex y yo nos separamos y acabé en Cuautla otra vez; Pero
renuncié a todos esos compromisos laborales, y me dediqué a hundirme en mi
depresión. De hecho, sólo renuncié a la Jornada (joder esa es otra historia
curiosa, que será contada en otra ocasión), pero aclaro que la Rolling, y La
Moska, desaparecieron por arte de magia, Patria fue devorada por Larousse, y
mis ilustraciones para Drácula en su prometida colección juvenil se fueron al
traste también. Y aunque la Stone regresó poco después, yo no volví con ella,
como jamás volví con mi exesposa, evitando, por una vez en mi vida, caer tres
veces en la misma trampa de oso. De modo que, desempleado y desesperanzado, yo
no iba a ser el héroe que con su trabajo sacara adelante a mis padres. Pero mi
jefe tampoco lo haría, estaba completamente incapacitado, aunque repitiera sin
cesar, a los medios que aún lo entrevistaban, que él seguía escribiendo y
pronto presentaría su nueva novela: La
Locura de Dios.
Como ya he platicado antes aquí, en
este Blog dedicado a José Agustín, donde escribo semana a semana El memorial de nuestra Amnesia, este
proyecto de novela autobiográfica, La
Locura de Dios era el título optativo para su siguiente obra, que resultó
inconclusa, así como otros dos proyectos que ya había arrancado con gran fuerza
y prometido a Random, incluso había recibido adelantos que no se retribuyeron,
y fue por eso que mi hermano Andrés rescató, de entre los baúles de rollos
viejos e inéditos de mi padre, el Diario
de Brigadista, un texto que mi padre jamás pensó se publicaría, mismo que
apareció promocionándose como un libro escrito aún antes que La Tumba, su de por si súper precoz
primera novela. El Diario… se editó
como un reemplazo de sus novelas inconclusas, que, tras el accidente,
súbitamente se detuvieron en seco, sin esperanzas ni sorpresas. Sólo las
regalías de todos sus grandes libros, que aún se editan y se venden gracias a
su calidad y vigencia, serían nuestros únicos ingresos para mantenernos en
línea, en la frecuencia de la buena vida, o lo que nos quedaba de ella, tal como
la conocíamos.
Esta situación nunca llegó a ser
dramática, supongo, pues siempre hubo comida en nuestra mesa, cortesía de mi
santa madre, y al jardinero y las empleadas domésticas se les mantuvo su
sueldo, y de alguna manera ambos nos las arreglamos para mantener activos
nuestros vicios, yo más que nada ya pura mota y chelas, y él lo mismo, aunque
siempre ha fumado sólo en la noche, pero eso sí a diario con el tequila o el
whiskey, todo el que pudiera. Por suerte el Rivotril ya no estaba en el menú,
pues ambos habíamos abusado ya, cada quién a su manera, de esa substancia tan
tramposa, del bonito ramillete de drogas legales con doble filo. También la
coca, que para ambos era un lujo ocasional, pero bien arraigado, en algún lugar
aparentemente remoto de nuestro pasado reciente, ahora era sólo un recuerdo, ya
casi olvidado, que sin embargo levanta las orejas y huele el aire, sintiendo
taquicardias, cuando escucha la palabra: “Cocaína”. Pero como aún no se ha
inventado una cura para el dolor, del cuerpo y el alma, ni para el amor o la
falta de, ni para la vida en sí, para acabar pronto, ambos continuamos
consumiendo, indiscriminadamente, entre medicamentos prescritos y drogas
ilegales, ausentes del mundo cruel y sus pesadillas, una cruel realidad que mi
padre ya sólo visita cuando lee las noticias escritas en los periódicos, mismos
que diariamente exige en su mesa de desayunar, aun cuando quizás ya no logra
registrar el paso de los días, y le cuesta un gran esfuerzo seguir el curso de
los acontecimientos en este nuevo milenio, debido, queridos camaradas, a su
amnesia de lo reciente, producto de su lesión tras el accidente en Puebla. Además
de una creciente hidrocefalia que aún avanza silenciosa, a pesar de que ya fue
operado por ella y carga con una válvula que drena el agua fuera de su cerebro,
pero el líquido vital continúa acechando su otrora mente tan brillante, al
ritmo vertiginoso de los mil y un tragos estroboscópicos del bendito etanol. Hoy
en día, les aclaro, ya sólo bebe algunas cervezas a diario, y vino
ocasionalmente, cuando algunas amables visitas nos presentan el pretexto para
beberlo, y entonces hay que tener cuidado con él, porque apaña la botella y si
no lo detienen, se la bebe casi toda él solito.
Y fue así que nuestras penurias
económicas, tras el abrupto silencio escrito de mi padre, llegaron hasta los
oídos de sus viejos súper amigos, entre ellos, por ejemplo, uno de sus fieles
herederos y reconocido admiradores, el querido Juan Villoro, o la mismísima
Elena Poniatowska, luchadora veterana y legendaria de las buenas causas y los
más altos ideales, quiénes ni lentos ni perezosos, junto con otros colegas en
posiciones estratégicas, comenzaron a fraguar un plan para ungir a mi jefe con
el Premio Nacional de Artes y Ciencias, el más alto reconocimiento que México
otorga a sus luminarias intelectuales. Pero me estoy apresurando, porque eso
ocurrió varios años después, en plena guerra calderonista contra las drogas.
Pero algunos años atrás, cuando sus compañeros de letras aún no podían aceptar
que el fuego de mi padre se hubiese extinguido, doña Elena, La Poni, como le
decía mi padre de cariño, decidió emprender la que quizás sería su última
visita a su amigo José Agustín, en su vieja y adorada casa de Cuautla. Esto fue
por el año de 2012, cuando una ola de interfreaks y demás malas lenguas
pregonaban el fin del mundo por algún supuesto presagio maya. Y fue por
aquellos días, unos tres años después de La Caída, que doña Elena se tomó la
molestia de visitarnos, en su gran bondad y solidaridad humana, e hizo un
espacio en su vida para visitar a los enfermos, quizá por su crianza católica, y
se vistió de hermana de la caridad, custodiada por otro colega escritor, y
viejo amigo de mi jefe, a quién invitó para su travesía, otro gran compañero de
vida de mi padre, el antropólogo Julio Glockner, reconocido escritor sobre los
rituales y tradiciones sincréticas de las comunidades que habitan a las faldas
del volcán Popocatépetl, quien a su vez recibió el encargo de hacerse acompañar
por una auténtica chamana y curandera de este tipo de antiguos rituales, y ya juntos
los tres, se embarcaron en la misión de llegar hasta la Casa de José Agustín en
Cuautla, para realizarle una limpia o algo por el estilo, en un desesperado
intento por rescatarlo del silencio escrito, y devolverle el espíritu mágico de
sus poderes literarios.
Así fue como llegaron hasta La Casa
de Todos Ustedes, mis queridos lectores y únicos amigos, y bajaron de una nave,
doña Poni, la princesa roja, seguida de una verdadera Bruja del volcán, y el
antropólogo, sabio maestro del conocimiento enteógeno, flanqueando a la
periodista legendaria, que a mis ojos apareció siempre como una bodhisattva,
fuerte y segura de sí misma, más allá de mi humilde asimilación. Aunque ella es
más bien laica, creo, porque he leído que acompañaba a su madre a misa, pero escondía
algún buen libro dentro de la Biblia, para cultivarse mientras los demás oraban
por las ánimas del purgatorio.
Poco
después de su visita, soñé con ella, otra vez en la casa, y yo pretendía
adorarla casi como si de una santa se tratara, pero ella me reprendía, me
impedía canonizarla, y me indicaba que la tratara como a cualquier otra
persona: con amor al prójimo y nada más. Algunos años después, comencé un
retrato de doña Elena, decidido a pintar mi primer buen lienzo, de hecho por
encargo de su hijo, Felipe Haro, para donarla a su Fundación, pero no me he
atrevido a visitarla. Y es que esta dama es una luchadora social galardonada ni
más ni menos que con el premio Cervantes, además de todos los reconocimientos
que México puede ofrecer y con casi más doctorados Honoris Causa que el
mismísimo Dios, ganados a pulso con sus muchos grandes libros, escritos por
puro amor al arte, a la vida, a la libertad. Ya la había conocido, muchos años
atrás, cuando era niño, en esta misma casa donde escribo esta noche, y la
recuerdo como una mujer cálida y dulce, muy amable, que me preguntó el nombre
de mi gata, La Katrina.
Pero
aquella vez si la vi bastante más grande, durante esa última visita, que se
desarrolló como un epílogo de una gran amistad. De hecho, la foto en que me
basé para su retrato, estaba pegada en la pared del estudio de mi father, una
foto de la juventud de doña Poni, y él siempre me dijo que era una gran
camarada de viejas batallas, que él apreciaba muy personalmente. Y como no la iba a ver más veterana, si en
efecto, la señora ya cargaba sobre los hombros sus casi ochenta años, por aquel
entonces. Y sin embargo, doña Hélene Elizabeth Louise Amélie Paula Dolores
Poniatowska me pareció siempre recia como un roble. Y así, con un decidido paso
huichol, se abrió camino a través de nuestros viejos portones de hierro negro,
flanqueada por sus mágicos acompañantes, y entró en nuestra casa, decidida a
salvar a mi padre de sí mismo y de su aparente bloqueo creativo.
Ante
esto, mi padre abrió un par de botellas de vino, y junto con sus viejos
demonios, se preparó para recibirlos, como un retador que juega en su casa.
Pero
por hoy, me temo que es hora de decir: Buenas Noches Planeta Tierra, para todos
los estimados lectores y únicos amigos, y para todos los hombres de buena
voluntad. Gracias a los visitantes, nacionales y extranjeros, a este Blog from
outer space. ¡Salud!
5 de febrero de los tiempos que transcurren. Estoy llorando, realmente estoy llorando. Mi héroe, mi plus, mi ejemplo, mi asolescencia, mi despertar a la vida y a mucha literatura... Leí todo de José Agustín. Qué gran tristeza siento, una tristeza inimaginable... ni siquiera la muerte puede arrancar tanto como este "Memorial de nuestra amnesia"... La última vez que lo vi y conversé con él fue, justamente, en su Casa de Cuautla. Lloro, realmente lloro, y estoy sola. Blanca Aurora Mondragón
ResponderEliminar... Todo Gran Iniciado debe bajar al Infierno para completar el Ritual...
ResponderEliminar"Un retiro voluntario de la vida"... Sí, creo que así lo decidió; su mirada también se perdió ¿Dónde quedó aquel niño José Agustín? Es que su mirada, su aspecto era la de un niño a punto de hacer alguna diablura. Qué tristeza.
ResponderEliminarAbrazo al gran José Agustín... mi ídolo literario... es duro leerlo sabiendo todo esto... gracias por la lectura Tino
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