lunes, 17 de diciembre de 2018

XII (PARTE I) SIETE AÑOS DE WHISKY




XII
(PARTE I)

SIETE AÑOS DE WHISKY





            La relación de nuestra especie con el alcohol es larga y profunda, -dijo el profesor X-y proviene de eras tan remotas, que seguramente se pierden en las zonas desconocidas de nuestra prehistoria. De entre esas lagunas oscuras de la amnesia genética, heredamos el gusto por el alcohol, pero más directamente de nuestros padres, por lo general, y cuando no es así, la sociedad se encarga de inculcárnoslo… Nos lo ofrece, seductora, diciendo: Ven, ¡Bébeme!, aquí estoy para ti, para liberarte de tus tensiones, fui diseñado por los dioses con ese propósito: ¡Bébeme!; Y en fin, que para los dieciséis años, uno ya se encuentra tocando a las puertas de la buena adicción al sagrado líquido etílico, al menos en mi caso, por ahí del segundo grado de la secundaria, cuando comencé a beber por diversión, yéndome de pinta, o en las noches de los fines de semana, en fiestas, casas de amigos, o en el cine de la pequeña ciudad que habito, que todos los viernes se llenaba con toda clase de escoria adolescente de las escuelas locales; Y entre insultos, gritos y silbidos, la película trascurría sin que casi nadie la pelara, mientras batallas encarnizadas se desataban, como pequeños tornados, u ocasionales escaramuzas que ocurrían en los pasillos de este gran cine, en una parodia de algún viejo aquelarre, iluminado brevemente por el resplandor de la pantalla desgarrada, la cual se encendia con los rayos caleidoscópicos del proyector y el escaso brillo de algunos filmes gabachos baratos; Era de rigurosa permanencia voluntaria, por el precio de un mísero boleto, así que siempre me recetaba sus comedias idiotas o muy buenas dosis de sexo, balas y sangre, rebotando con efecto ricochet, en este inmenso recinto casi a oscuras, que más parecía un coliseo o teatro romano ¡no como las salitas miserables de hoy en día!; No, este era un teatro de la vieja escuela, con arquitectura del siglo pasado, con grandes esculturas blancas a los lados, a lo Metropólitan, según esto, y en el viví varias de mis primeras experiencias sexuales,  e intoxicaciones con diversas formas de alcohol y algunos de mis primeros cigarros de marihuana. Pero divago, ¿será precisamente porque este es el Memorial de nuestra Amnesia, siendo esta última algo muy común entre nosotros, los alcohólicos de garganta profunda?...
Y la verdad es que la mayoría de estos recuerdos ya estaban a punto de desintegrarse, en el horizonte de los todos los eventos, al borde de ser devorados en el abismo negro del olvido, abandonados en el fondo de una botella, lanzada hace mucho al Mar del Aguardiente, cuando en el último momento me decidí a intentar rescatarlos, en un esfuerzo final para recordar cómo ocurrieron las cosas realmente, como es que la relación con mi padre se ha ido relacionando con el alcohol, como una enredadera se mezcla con las paredes de piedra, hasta convertirse en la locura que reina hoy en día, en este mundo intoxicado, y como seguramente muchos (as) de ustedes, estimadísimos lectores, comprenderán, me imagino.
            Pues bien, de vuelta en los viejos ayeres, solo por joder, en aquellos días del siglo pasado, hace ya tantos años, recuerdo que yo escribía un diario en la secundaria, en el cual vertía mis opiniones y observaciones de la vida, pero no tenía ningún rollo de que fuera secreto, o privado, así que dejaba que lo leyeran mis amigos de la escuela, que disfrutaban con verse nombrados, o retratados con letras en esos garabatos con los cuales yo pretendía representar y/o cristalizar los recuerdos de mi adolescencia. Así, mi padre se dio cuenta de que yo ya llevaba un rato escribiendo, y había llenado tres o cuatro libretas de esas que eran pequeñas, azules o rojas, como para contadores, pero a mí me gustaron para escribir mis delirios diarios en ellas. Me pidió que le mostrara estos escritos precoces, y yo le dije que no tenía ningún problema con mostrarlos, que mis compañeros de la secundaria lo leían, y se reían con mis ocurrencias, con más razón se lo dejaría leer a mi padre, el gran escritor, que se dignaba a pedirme mis cuadernos llenos de jeroglíficos y demás recordatorios.


            Un día después, me devolvió el tomo de diario que le había dado, diciéndome que tenía buen ritmo y la frescura de quién empieza inconscientemente, solo por el gusto de escribir. Que había allí material que se podía trabajar, con la intención de hacerlo algo mejor, quizá publicable, o algo así, me dijo. Sólo había un detalle, extraliterario: que en esas páginas yo hacía muchas referencias al alcohol, a la ingesta clandestina que comenzaba a ser una constante en mi vida, y de hecho me reclamó que en la última entrada de ese diario, claramente yo refería mis intenciones de comprar una botella para el próximo fin de semana, donde yo anunciaba que me iba a parrandear con algunos de mis jóvenes y beodos amigos. Entonces le dije que si para eso veía mis diarios, que mejor no se los mostraría más, si lo que escribiera se podía usar en mi contra en un juicio familiar; Sobre todo me pareció simplemente muy hipócrita, su reclamo, si fue él quien precisamente me había mostrado el camino de las chelas y la ocasional botella de tequila o whisky, aunque en las tardeadas y demás fiestas de quince años, a las que yo atendía casi semanalmente, lo que abundaba eran inmundos brandys y rones, que de cualquier manera yo engullía con celeridad y sin discriminar marcas u orígenes de aquellas antiguas bebidas embriagantes.
            Le dije que no se lo mostraría más, porque ahora seguro le iría con el chisme a mi mamá, y me castigarían por seguir los pasos del Yeti borracho. Pero no hubo reprimenda, ni juicio paterno. Mi padre se dio la vuelta y me dejó casi hablando con el aire, y nunca jamás volvió a cuestionar mi ingesta de alcohol, porque, desde luego, él no estaba dispuesto a predicar con el ejemplo, y a dejar de beber. Aunque a su favor, no bebía mucho ni a un grado que fuera algo notorio, de hecho, recuerdo que nunca lo vi propasarse con el trago, como para que yo lo viera borracho, de hecho recuerdo estar un tanto orgulloso de eso, de que nunca lo vi hacer exabruptos etílicos, durante mi infancia, o mi adolescencia. La neurosis rutinaria era otro cuento, pero no estaba inyectada con etanol particularmente, sino más bien por su insomnio creativo.
Fue como hasta los veintitantos, que en algunas fiestas grandes en la casa, mi padre se atrevió a beber hasta verse un tanto tomado, pero nada de gravedad, no como para avergonzarse de él o su conducta, ni hacía osos o se enfermaba, solo estaba visiblemente alcoholizado, con sus amigos, que andaban todos igual.
            Sobre la posibilidad de ayudarme a trabajar en mis talentos literarios, tampoco me habló más, ni me volvió a preguntar por mis diarios, y de paso me dejó en paz para que hiciera lo que me diera la gana con mis tendencias alcohólicas, y yo, desde luego, con una pequeña ayuda de mis propios camaradas, pues ingresé también, voluntariamente, en el país de los borrachos, en el estilo de vida bohemio y espirituoso de las bonitas bebidas embriagantes.
            Pero para ahorrarnos un buen tiempo, saltemos hacia un futuro más cercano, cuando mi vida se derrumbó por segunda vez, con mi segunda pareja importante, mi exesposa, de hecho, se podría decir, pues me había casado por la Iglesia un par de años antes, sin saber qué, pasado ese tiempo, estaría otra vez solo en la gran ciudad, en un departamento para dos, muy chido, en un cuarto piso de un edificio en la Prado Churubusco, una  de esas colonias de la CD, donde aún hay oxígeno, gracias a la gran cantidad de árboles en jardineras, camellones, muchos parques y hasta un pedazo de un viejo río desentubado, por un par de kilómetros, donde los vecinos se reúnen a hacer convivios, ejercicio y a alimentar a los muchos y graciosos patos.
Allí, en ese depa, que había rentado con la amable ayuda de mi tío José Luis, un pianista desconocido, quién fungió amablemente como fiador, me encontré con todas mis pertenecías en unas cuantas cajas, con mis muebles y demás basura de un hogar destruido en segundos, todos listos para la mudanza, todos los enseres mayores irían a parar a un cuarto de azotea de mi hermano Andrés, en la Narvarte (a donde tres años después regresaría a vivir con o sin su permiso, sintiéndome perseguido por la mafia y el ejército), y yo y las cajas, nos fuimos de retache a la casa de los jefes, con o sin su permiso, también, y desde luego, con las turbinas en llamas, cayendo en picada, en aterrizaje forzoso otra vez, a la vieja casa de mi abuelo, en Cuautla, Morelos. Regresaba fracasado, en mi segundo intento por sobrevivir a la gran ciudad con una dama, tras un recorrido por varios departamentos jodidos, de colonias populares del otrora distrito Federal, de donde nos corrían por escandalosos, pues sea que estuviéramos felices, escuchando música, bebiendo y fornicando, o que estuviéramos furiosos, gritando y maldiciendo, nuestro nivel de volumen, entre el placer y la amargura, estaba siempre más allá de los decibeles permitidos. El último de esos tres o cuatro cuartos y depas, fue el de la Prado, que para variar sí estaba chido, y allí vivimos casi dos años, en el número 76 de la calle Unicornio.
Con las venas cortadas y cosidas como trincheras de una vieja guerra inútil, o como si hubiese querido preparar unas fajitas con mi propio brazo izquierdo, y con las arterias recién reconectadas por un buen doctor samaritano, en el hospital de San Agustín, en la esquina de Ermita y Churubusco, me hallaba más crudo y enfermo que nunca en mi vida, pues la noche anterior, mientras acababa de meter todas mis porquerías en cajas y bolsas negras de basura, me había comprado una botella de vodka barato para mi solito, y me la había bebido toda, tras la fugaz visita de mi ex, que ya se había mudado, pero sacó sus últimas pertenencias, y nos cantamos a la cara esa de los Héroes del Silencio que dice: “¡Y ahora estás en mi lista de promesas olvidadas…!, La Chispa adecuada, creo, ¿no?, y luego ella se fue y yo me puse a pintar un Cristo que también es una montaña, y un árbol, y me peleé con mi técnica chafa toda la noche, mientras me chupaba esa botella, y guardaba mis cosas. Y al día siguiente, de milagro, el cuadro del Cristo había secado en una forma decente, cuando ya me había rendido en mi intento de que aquella imagen se viera bien ejecutada, pero los charcos de colores se habían detenido justo donde debían, por alguna razón, que no comprendo, pues mi dominio de la técnica de las veladuras, era muy precario aún, sino es que fueron mis primeros intentos de pintar así, con la técnica renacentista del Leonardo, de la que mi tío el pintor era fiel devoto. 



Pero pasada esa breve alegría, un agudo dolor de cabeza, mareos y náuseas, volvieron a mí intermitentemente, y siguieron así toda la mañana, esperando a los batos de la mudanza, entre  estertores de un moribundo, me levanté como un zombi para limpiar mis propios vómitos de varios rincones de la sala y el baño, para entregar el departamento en condiciones presentables al encargado del dueño, un hombre de muy buena fe, que nunca fue agresivo ni nada, un buen casero. A los dueños, nunca los conocí, solo les depositaba la renta, pero fueron tan amables de dejarme ir antes de terminar el contrato de un año, cuando les dije que mi matrimonio había fracasado, y me regresaba a mi pueblo con la cola entre las patas. Fue así como me reboté nuevamente, por tercera vez, de la gran ciudad a la casa de mis jefes, y finalmente tuve que mostrarles mis sendas heridas, aún frescas y recién cocidas, como las de Frankestein de bolsillo, para que accedieran a darme una oportunidad más, después de que la última vez que viví allí, mi padre y yo casi acabamos matándonos de tanto pleito. Mi jefe no estaba nada feliz con mi retorno, pues ya algunos añitos antes había desempolvado la parábola del hijo pródigo, y esta secuela amenazaba con ser peor que el filme original, así que a los quince días, me volvió a solicitar que me largara. Solo me recuerdo gritando y exigiendo un lugar donde rehabilitarme, un rincón en el mundo donde el amor no estuviera muerto aún. A regañadientes (tal como me imagino que mi madre lo habrá convencido de tener un tercer hijo, con el choro de que chance ahora si les tocara una niña, cosa que mi jefe tanto anhelaba, pero desgraciadamente les caí yo del cielo, que desde que nací la vengo cagando), pero la jefa logró aflojarlo lo suficiente como para que accediera recibirme, al menos durante algún tiempo, mientras mis heridas se cerraban, y el mar volvía a una incierta calma, tras la tormenta.
Fue un par de días después que mi papá y mi mamá se fueron a ese viaje a Puebla, donde mi vetusto padre sufrió una caída, casi mortal, que rompió su cráneo y lesionó su cerebro, y lo incapacitó para escribir, dejándolo con amnesia inmediata, y la puerta abierta para la hidrocefalia, que hoy en día lo carcome como un goteo, deteriorando cada vez más sus capacidades cognitivas, haciendo de su famosa memoria y retención intelectual una ruina, y convirtiéndolo en una versión desorientada de sí mismo, una copia de copia del gran escritor, el querido José Agustín, ya perdido para todos sus fieles y esperanzados lectores.
Pero la hidrocefalia no habría avanzado a los grados que llegó, de no haber sido por la necedad de mi jefe de seguir bebiendo después de su lesión cerebral, después de su aparatoso accidente en Puebla. Y no sólo beber un poco, sino más bien despeñarse en un consumo excedido, en la mayor cantidad de ingesta de alcohol de su vida adulta. Era una última carrera contra el destino, que arrancó con cervezas y tequilas diarios, hasta dejar de comer casi durante el día. Esto ocurrió a unos seis meses de que regresamos del Hospital español en Puebla, cuando recuperó la capacidad de manejar su coche, para conducirse hasta la vinatería más cercana, muchas veces al puto OXXO, donde finalmente, un día no mucho después, también se toparía de frente con el karma acumulado por su arrogancia, pero esa es otra historia que les contaré en otro capítulo, si los dioses me dan licencia para confesarlo todo.
Estas compras y consumos de Tequila, cervezas, vino y whisky, ocurrieron con lesión y todo, pero la verdad, por unos momentos por allí, casi parecía curado, al parecer, en unos tan sólo unos pocos meses… Es un tipo duro, no me cabe duda, one tough moderfucker right there, mis friends.
Solo había un pequeño detalle: Ya no escribía, ni deseaba hacerlo, es más: la idea de encerrarse a trabajar en su estudio le  resultaba abominable, pues decía que se mareaba con sólo sentarse en su escritorio, frente a la computadora, y que sus malestares crecían exponencialmente al tiempo que pasara tratando de escribir sus al menos tres novelas empezadas y sin concluir, que ya había comprometido con Random House, y que desde luego ya no pudo culminar. Poco después, en un intento de aminorar los evidentes daños que le causaba el tequila, de los cuales él no parecía estar muy consciente que digamos, mi madre lo convenció de beber mejor whisky, que parecía distorsionarlo un poco menos, y el accedió, pues es más fácil de tragar, que el tequila. Así empezaron los que serían casi siete años bebiendo whisky a diario, hasta perder el conocimiento, todo el día o todo lo que pudiera, sin que nada que yo o mi jefa le dijéramos le importara un pinche pepino.
Y así empezaron también mis días de preguntarme que tanto realmente quería seguir los pasos de mi capitán, en esta carrera armamentista de pomos y largos tragos de alcohol, pues ya los resultados de ese camino eran bastante evidentes, con solo mirar a mi deteriorado padre.
Poco a poco, toda la muy cuidada elegancia, que había mantenido durante toda mi vida, en que jamás lo vi perder la compostura a pesar de su elevado nivel de alcohol en la sangre, se fue desmoronando para dar lugar a un borracho mucho más cínico y desenmascarado en sus actitudes más anticuadas y mediocres, que ya había mostrado desplantes misóginos y machistas, pero ahora se daba el lujo de serlo sin mayor recato o remordimiento. Así mismo, comenzó a tener serios problemas de equilibrio, y comenzaron las mil y una caídas de mi padre (mi maestro, mi mentor psicodélico) por toda la casa, casi en cualquier rincón habitable, me descubrí caminando detrás de él como su sombra, bajo la noche y hasta la lluvia, corriendo para levantarlo del suelo, temiendo que se lastimara aún más la cabeza, hasta que me volví un experto en ayudarlo a levantarse, como una grúa humana, una vez que estaba sentado en el suelo, lo abrazaba metiendo los brazos bajos su hombros, para elevarlo de un jalón, hasta que por suerte sus piernas se ponían firmes otra vez, y lo acompañaba de vuelta a la casa, a través del viejo jardín de piedra.


jueves, 29 de noviembre de 2018

XI THE MUSIC NEVER STOPPED








XI

THE MUSIC NEVER STOPPED


Cuando escuché, de la boca de los buenos doctores, en el hospital de la Beneficencia Española, que mi padre tendría amnesia de lo reciente por el resto de sus días, yo, como el resto de mi familia, no lo podía creer. Es más, creo que aún nos cuesta trabajo aceptar el hecho; Y, en lo personal, constantemente hago pequeños experimentos secretos, para tener evidencia, de primera mano, de que realmente no recuerda lo acontecido en el día anterior. Y así, compruebo que, pese a su buen humor, desde que se le medicó correctamente, al salir del hospital, realmente no graba en su memoria casi nada de los días que van pasando, después del accidente. Es decir, cuando hablo de esta amnesia cotidiana, me refiero a que recuerda perfectamente quién es y su pasado, y a la gente que ama u odia, pero a partir del golpe, su memoria se fue empequeñeciendo frente al paso de los días, semanas y meses, y finalmente años, y su lesión fue avanzando proporcionalmente a su consumo desmedido de alcohol, hasta convertirse en una creciente hidrocefalia.
Pero en fin, como cinéfilo irredento como soy, y me disculpo por ello, esta advertencia, de que José Agustín padecería la famosa amnesia de los eventos recientes, me lleva a comentarles (¡oh, amables lectores!), de dos películas: La primera brincó a mi mente de inmediato, en el instante que, durante su internamiento en el hospital español, mencionaron esa terrible enfermedad, y me refiero desde luego a Memento, de Christopher Nolan, conocida en México con el ingenioso título de Amnesia… Y es que, gracias a este filme, la mayoría del vulgar pueblo nos enteramos de la existencia de este mal, de la extraña posibilidad de adquirirla con un buen madrazo, y además, porque en él, este padecimiento se lleva a sus extremos más intrépidos, aunque seguramente exagerados como todo en Hollywood, para lograr un thriller clásico del cine negro.  Mal augurio, pensé, al oír esas palabras, y recordar esa movie: Mala fortuna, diría el viejo I Ching, para la carrera de mi padre, como escritor; Pues, ¿cómo podría alguien escribir, si no recuerda lo que escribió la noche anterior, ni lo que ocurrió durante el día?... We’re doomed, deduje rápidamente o, como decimos por acá: “ya nos jodimos”.
Y la otra película que me salta a la mente, en orden de aparición, es The music never stopped, del emergente director Jim Kohlberg, quién sólo ha dirigido esta y otra obra: Trumbo, la biografía del polémico guionista prohibido de Hollywood. Pero La música nunca se detuvo, filme basado en el ensayo El último hippie, del Dr. Oliver Sacks, es un largometraje poco más que desconocido, salvo para los admiradores de este escritor y neurólogo, quienes escuchan atentos a cualquier noticia sobre un autor tan polifacético y reconocido, en la historia de la literatura médica; Entre sus obras también se recuerda aquella que inspiró la movie Despertares (1990), con Robert De Niro, como el paciente que recupera la cordura brevemente, y Robin Williams, como el Dr, Malcolm Sayer, alias del Sacks, testigo de su efímeras epifanías.
En el mismo tenor, The music never stopped es la adaptación cinematográfica de El último Hippie, un breve ensayo, de unas cuarenta y tantas páginas, incluido en el libro Un antropólogo en Marte, y también basado en un caso clínico del Dr. Sacks, el del paciente Greg F. a quién en la película se nombra como Gabriel Sawyer, y se cuenta que padeció un tumor cerebral, que debió ser extraído mediante neurocirugía, misma que lo dejó incapacitado, ciego, en silla de ruedas, calvo y eternamente alegre o catatónico, y con amnesia reciente, pero con su agudo instinto auditivo intacto, y su amor por la música como único antídoto momentáneo, contra el abandono de sí mismo, y gradualmente, de todos los demás. Pero el doctor Sacks no estaba dispuesto a rendirse aún.
En el filme, a Greg no se le muestra ni gordo, ni pelón, ni ciego, ni en silla de ruedas, por adecuaciones comerciales, pero, como en la vida real, su pasión por el rock psicodélico sigue intacto, y este amor por las melodías detona un renacimiento insólito en la relación trunca con su anticuado padre, Henry, quien encuentra una oportunidad inmejorable para reconectarse con su hijo perdido y los ideales jipis, a través de la música favorita del joven paciente, misma que él padre tanto detestaba, pero logrando así, antes de morir, una relación nueva, fresca, lúcida y entrañable con su hijo en recuperación. Extrañamente, esto solo fue posible aceptando la música predilecta de su hijo neurodañado, la del rock de los sixties, de la era lisérgica, tan aborrecida por Henry, pues la consideraba el origen de todo el mal que aqueja a su hijo, ya que culpa a este movimiento contracultural de haber mal encaminado a su hijo hacia el consumo excedido de drogas, causando, según él, el daño cerebral de Greg.
Y es que, en la vida real, de vuelta en el ensayo del Ultimo Hippie, gracias a la intuición filosa de este connotado musicólogo, Sacks descubre que su paciente, quien  normalmente se encuentra en un estado casi catatónico, solo se anima y recupera la cordura fugazmente, cuando se le permite escuchar la música que tanto amaba: Todas las rolas clásicas de la era jipiosa, que aquí ya hemos mencionado anteriormente, pero con particular fanatismo por una banda muy extravagante, aún para la era más pacheca del rock: el Grateful Dead, los Muertos Agradecidos, la legendaria agrupación de rock country marihuano y etc., madre de todos los hipsters originales, lidereada por Jerry García, y que fue un paragón del movimiento contracultural gringo, en la década de los años sesentas, así como un faro para muchos otrora jóvenes disidentes sociales: El Grateful Dead fue la locomotora de una fugaz pero incontenible vanguardia cultural, que devino en un momento histórico para los E. U. y sus anexas. En esa década tan convulsa y propositiva, ellos fueron voces melodiosas y estridentes de una generación, portadores de los ideales de una revolución cultural y sus múltiples ramificaciones.

De hecho, el nombre de la película, The music never stopped, proviene de un antiguo disco que hace homenaje a las canciones, más viejas aún, de country o blues, que los Grateful solían tocar en sus conciertos, con largas versiones que fascinaban a sus seguidores. Es un disco para presentar sus respetos a varios mentores, aquellos que inspiraron a Jerry García y compañía, para retomar con nuevos bríos eléctricos la añeja tradición de música “americana”; O como diría el Piporro: Rocanrol ranchero, pero del lado de los güeros, y los más hipergrifos, by tha way. Es un LP que, por cierto, contó con la participación del icónico y genial caricaturista underground, Robert Crumb, pues lo Deads siempre incluían grandes ilustradores de la era jipi en sus portadas, logrando una colección de imágenes que a mí me gusta más que su música en sí, pa ser sinceros. Pero mi padre tiene un lugar especial, un altarcito reservado para Jerry García y familia, desde luego, en un oasis muy cercano a su corazón. Y también para sus raíces, plasmadas fielmente en este viejo disco; Mismo que revisitaba constantemente, en nuestra Casa Musical, pues era particularmente fan de varias rolillas que allí aparecían, ya que el álbum está plagado de piezas memorables, algunas de las cuales, mi padre había escuchado como niño en su estación de radio favorita, Radio 1000, donde oía, hasta altas horas de la madrugada, el hit parade de ese aún vital sueño americano. Especialmente me acuerdo de su amor por una pieza: El Paso, de Marty Robbins, un corrido en inglés que narra una historia romántica al estilo vaquero, con final trágico, y una buena balacera en “Rose’s Cantina”, en la ciudad de El Paso, Texas. Era el amor imposible de un gabacho y una señorita mexicana, cuyos hermanos celosos acaban baleando al gringo enamorado. A mi papá le encantaba esta rola, y a mí, escucharla me contaba una de vaqueros, como los westerns favoritos de mi jefe, El Dorado y Río Rojo, de Howard Hawks, y me rebotaba a ese pasado remoto del viejo oeste, perdido en un tiempo polvoso de amores prohibidos. Todo este disco es una clase sobre la más auténtica cultura musical de los Estados Unidos, y las raíces ancestrales del rocanrol. No se lo pierdan si, como yo, gustan de la antropología rockera, grabada en las eras paleolíticas de la piedra que rueda. Allí encontrarán otras joyitas como la tan exquisita y extensamente covereada Morning Dew, de Bonnie Dobson, una dulce balada postapocalíptica, si se clavan en la letra, y de la cual tampoco se deben perder la interpretación de Robert Plant en el disco Dreamland, mínimo. Además de homenajes más obvios como I’ts all over now Baby blue, de Dylan, o Going down the road t´fellin’ bad, de Woody Guthrie, viejos mentores del rock rupestre, y que los Grateful gozaban interpretando muy en su estilo de cowboy/jipis/junkies/vaqueros/psicodélicos, campiranos eléctricos, habitantes regulares de los estados alterados de la mente…


Y ya para complementar esta clase de la Escuelita del rock, les recomiendo las antologías de la extinta y nostálgica revista Uncut, sobre las raíces de los Rolling stones, The devil’s jukebox, o la de influencias del joven Bob Dylan. O el soundtrack de O Brother where art thou, la Odisea en el Mississippi, de los hermanos Cohen. Todos son un viaje en el tiempo al Big Bang del rock & roll, y mi jefazo las tiene archivadas por acá, en un librero, donde se ubican las antologías de su collection.
 Pero empecemos por el principio: Primero vi la película, que me acercó mi prima Yolanda de la Torre, tan interesada ella en los temas de enfermedades mentales y sus potenciales curas. Pero desde luego, The music never stopped, basada en El último hippie del Dr. Oliver Sacks, esta algo exagerada también, para hacer la película un poco más sorprendente, y reducir costos supongo, y así se le agregó la supuesta desaparición del hijo por un par de décadas, cuando en realidad nunca se extravió, y sus andares de jipi a paciente mental, solo tomaron un lapso de unos cuantos años, desde que efectivamente Greg se escapó de su casa para unirse a las comunas jipis de San Francisco, hasta su internamiento en el hospital psiquiátrico de Williamsbridge, tras pasar por unos añitos funestos en un par de templos de Hare Krishnas, donde su progresiva ceguera y paulatino desprendimiento de la realidad, fue confundida con un caso de beatitud,  o de “iluminación”;  Eso pensaron los swamis, hasta que había perdido la vista casi por completo y deambulaba por el templo, siempre asistido y con una “sonrisa estúpida”, como lo describió su padre, al internarlo en el hospital y someterlo a la atención de don Oliver Sacks, neurólogo de esa institución; Finalmente, en 1975, tras su epopeya de consumos psicodélicos y búsquedas espirituales, sus padres lo rescataron de un templo en Nueva Orleans, a donde los Hares lo habían enviado como premio, pero ya con una incapacidad severa, como un iluminado ciego.
El doctor Sacks rápidamente lo escaneó y diagnosticó un enorme tumor, un meningioma en la línea media del cerebro, que destruía la glándula pituritaria, el quiasma óptico y zonas adyacentes, se extendía hacia ambos lados, hacia los lóbulos frontales, pero también alcanzaba, hacia atrás, los lóbulos temporales y hacia abajo, el diencéfalo o cerebro anterior. O sea que estaba bien tronado del coco, este chaval, el pobre Greg F.
 Tras una intervención quirúrgica, en la que se le extirpó casi todo el tumor, del tamaño de una naranja pequeña, se determinó que sin embargo, lamentablemente, las zonas dañadas del cerebro ya no tenían recuperación posible, y quedaría en esa pobre condición de casi ciego y con amnesia por el resto de sus días. Esto se podría haber evitado, escribió posteriormente Sacks, si se le hubiera analizado a los primeros síntomas de pérdida de visión, pero por desgracia fueron confundidos, por los monjes y su mentalidad mágica, con un caso de trascendencia espiritual. Queda pues incapacitado como un paciente crónico, en esa institución para padecimientos mentales, interno de por vida, al cuidado de sus padres y el personal médico.
 El salto de tiempo, que permite a la película existir en los ochentas, aunque flashbackea a los sixtis cuando es necesario, efectivamente se produce también en el ensayo de Sacks, pero sin el caso de extravío, exagerado en el guión de The Music never stopped, sino por la simple razón de que Greg pasó todos esos años internado sin darse cuenta, pues padecía amnesia inmediata. Misma que el casi cruel Dr, Sacks intenta demostrar, cuando, años después, le informa una y otra vez a Greg sobre la muerte de su padre, solo para descubrir que cada vez que se lo recuerda, el eterno jipi vuelve a sentir el abismal dolor de la pérdida de su padre, pero en unos cuantos minutos después también vuelve a olvidar el asunto. Hacen falta muchas repeticiones para echar a andar la memoria atrofiada de un paciente con amnesia, pero en casos no tan graves, aún se pueden grabar pequeños instantes y datos, como demuestra Sacks en su ensayo. Así sea sólo por instinto, o mediante métodos alternativos, como la música.
El caso es que, conforme veía la película, y posteriormente leía el ensayo, cada vez me sorprendía más por las similitudes de este caso clínico, con el asunto particular de mi propio padre, don José Agustín, el gran escritor, y su incapacidad para escribir, después de su accidente casi fatal en Puebla, en 2009, un año para nosotros tan funesto, como familia de este respetado y polémico narrador de las letras mexicanas. Mi hermano Jesús Ramírez, también escritor y siquiatra, nos había dejado por aquí varios libros de Sacks, cuando nos introdujo a la obra de este otro gran escritor, Oliver S.: Nos compartió por lo menos esta serie de ensayos, del Antropólogo en Marte, además del célebre el Hombre que confundió a su mujer con un sombrero, y otro libro de ensayos, en este caso sobre su relación íntima con la música, llamado Musicofilia, pues resulta que don Oliver, como mi padre, el paciente Greg F., y yo tambor, son o fueron grandes apasionados de los ritmos y las armonías, de las composiciones, arreglos e instrumentaciones, de los timbres y los tonos, de las miles de emociones que sólo la música puede despertar en la humanidad, la voz armónica de nuestros más profundos o explosivos sentimientos.

También fue gracias a esta película que comprendí la importancia de la llamada músico terapia, que si bien era un concepto que ya masticaba, fue así que me dediqué a investigar un poco sobre lo que realmente significan este tipo de terapias, pues no se trata de sentarse simplemente a meditar y escuchar música “relajante”, de esa tipo new age que aparecerá en las búsquedas simplistas de la internet: No, señores (as), la músico terapia consiste en una especialización, casi un posgrado, para los sicólogos de algunos países europeos, donde han comprendido el verdadero valor neuronal de la música, y se prepara a terapeutas en educación musical, desde la historia del arte y las culturas populares, hasta el aprendizaje de canto y el dominio de algún instrumento como piano o guitarra; Además de enfocarse en la investigación de los gustos musicales del paciente, especialmente los de su niñez, y en particular lo que sus padres o mentores escuchaban mientras los criaban, pues esto tiene una enorme importancia para la conformación de la personalidad. Estos tratamientos son efectivos sobre todo en las personas con un gusto personal por la música, la terapia es más fácil y productiva con quienes aman las canciones, que para quienes solo piensan en este arte como algo necesario en la vida, un mero entretenimiento, carente de importancia. Pero aun así se sorprenderán de la importancia que pueden tener estos recuerdos enterrados, al hurgar en el alma, con el poder de las rimas y compases. Sin embargo, el amor por la música se hereda, quizás a nivel genético, pero sin duda a través de las costumbres y pasiones que los padres expresan a sus hijos, cuando escuchan la música de su predilección, que le inculcan inadvertidamente a sus hijos, al recetarles altas dosis de melomanías durante sus fiestas y quizás también sus depresiones, pues en las buenas y en la malas, la música nos acompaña a través de la vida, y no nos abandona, en nuestros peores y mejores momentos. Y es tan fuerte el vínculo que hace nuestro sistema nervioso central con nuestra música favorita, que es capaz incluso de anclarse en el fondo del cerebro, cuando el Alzheimer, la hidrocefalia o la demencia llegan como un tornado maldito a destruir los recuerdos y emociones de un adulto mayor. Incluso después de un daño cerebral severo como el de Greg F., la música permanece como un refugio del espíritu, por toda la existencia, por increíble que parezca. A esto se le conoce como Respuesta Meridiana Sensorial Autónoma (del inglés Autonomous Sensory Meridian Response), que se siente como un escalofrío eléctrico en el cuero cabelludo, especialmente en cabeza, la nuca, y ocurre cuando una pieza nos conmueve, nos gusta mucho, y se nos graba para siempre. Este fenómeno se ha observado regularmente pero se han realizado escasos estudios al respecto, como afirma el doctor Jeff Anderson, Ph.D., profesor de radiología en la Universidad de Utah: “En nuestra sociedad, los diagnósticos de demencia se están volviendo un alud, que cuesta mucho en recursos públicos, y si bien nadie afirma que la músico terapia pueda curar el Alzheimer, quizás si pueda hacer los síntomas más manejables, disminuir el costo de los cuidados, y elevar la calidad de vida del paciente.” 


En fin, compañebrios (as), que el arte de las melodías debería de tomarse más en serio en su rol como parte de la educación de los hijos, en la influencia que tiene para tratar de inculcarnos, con cariño, el ritmo y las matemáticas de la frecuencia universal.
Es tan fuerte la potencia de la música, en los laberintos al interior del cráneo, que incluso puede vencer a la muerte, como se asegura en la película Bringing out the dead, basada en un libro del mismo nombre y obra única de un paramédico nocturno de Nueva York, quién narró sus aventuras imposibles en las noches rojas de la Gran Ciudad, y terminó siendo material de trabajo para el prestigioso director Martin Scorsese, con actuaciones estelares de Nicolas Cage, John Goodman y Patricia Arquette. En este filme, en su escena de inicio, se narra la anécdota de un hombre moribundo, al que los paramédicos encontraron ya inmóvil y sin pulso, con varios infartos al corazón; Pero, durante los ejercicios de resucitación, al intentar todos los trucos y métodos para devolverlo a la vida, nuestro protagonista (Cage) le sugiere a la hija del don infartado, que si tienen alguna música que le gustara mucho a su padre, la hagan sonar en su estéreo… En estado de Shock, la hija (Arquette) obedece, y  aunque parece algo absurdo, al escuchar un disco de Frank Sinatra (cada quien sus gustos), este hombre recupera un débil pulso, pero vuelve a la vida, lo suficiente como para trasladarlo a un hospital y no a la morgue. Ese es el poder de la música en nuestro cerebro, en nuestro frágil espíritu llameante.
Esta película está, junto con cientos más, en los libreros de la sala, en la casa de mis padres, donde, en debido orden alfabético, mi padre coleccionaba todas las películas que le gustaban, primero en Betas, luego en VHS, y finalmente en DVD’s. Y aquí siguen con nosotros, junto con todos sus miles de discos, cd’s y acetatos, acompañándome como el dj oficial de mis jefes, en esta nave de locos, casa musical, pedazo del paraíso, burbuja cósmica.
Y cada vez más, esta interminable colección de discos de mi jefe, y cualquier otro medio moderno de propagación de nuestra adicción melódica, se ha convertido en uno de los pocos medios mediante los cuales me puedo comunicar con mi papá, y sentirlo como cuando estaba bien, cuando estaba sano de la mente y su brillo natural iluminaba toda esta casa y muchas otras. Y es que, al leerlo, en la intimidad  del alma, sus libros obraban su reconocida magia literaria, en la mente y los corazones de muchos jóvenes lectores, de todas las edades, hasta el día de hoy, en que sigo recolectando muestras de cariño de sus fieles seguidores, cuando me escriben para comentarme por este blog, o para preguntarme por el estado de salud de mi padre, y le expresan su más sentida solidaridad.
Y pues ya se imaginarán, si han leído este canijo Blog, como me afectó este ensayo, y su adaptación al cine, pues aunque exagerada, tenía una ventaja sobre la lectura: Que efectivamente, en la pista sonora, se escuchan todas las canciones sólo mencionadas en el texto escrito. Además de que pude compartirlas con mis padres, por puro gusto (en un dvd rigurosamente pirata, que casualmente encontramos mi prima y yo, en una visita a un mercado de Cuautla, el lugar menos probable), le puse a mi jefe esta película repetidamente, este caso clínico filmado, tan similar al suyo, con la secreta intención de ver si después, al  volver a verla con él por una segunda  y tercera vez, mi padre recordaba la trama, o la película en sí, y su obvia relación con su propio caso de amnesia. La respuesta fue moderada pero a la tercera dijo que sí, dudando un poco, que ya había visto esa película, con una sonrisa de extrañamiento. Al día siguiente, desde luego, no recordaría haber visto ni oído nada. Pero otro día se la vuelvo a recetar, a ver que show.
En la esa historia, del último jipi, en La música nunca paró, don Henry aprende a amar las rolas del Grateful Dead, como yo lo he hecho, pues eran la única forma de comunicarse con su hijo, tal como lo conoció antes de su lesión cerebral. Pero hay un detalle (aunque es otra alteración al ensayo original para este guión de cine): Supuestamente Greg nunca pudo ver en vivo a los Grateful antes de su enfermedad, así que su jefe compra unos boletos para disfrutarlos en  un concierto, antes de la extinción de esa banda. En realidad, su padre ya había muerto, cuando Oliver Sacks mismo decidió llevar a su ya veterano paciente a un concierto de los Dead, en el parque central de Nueva York, como una forma de amistad y solidaridad insólita entre un doctor y un paciente melómanos, y su pasión por el rockanrol. Entre paréntesis, Los Grateful no son inmunes a las tragedias de La rueda de la fortuna kármica, y para 1990, tres de sus tecladistas habían muerto por sobredosis, y su líder, Jerry García, fue hospitalizado con una agresiva diabetes y problemas del corazón, lo cual forzó a la banda a posponer su última gira por los E.U., misma que finalmente retomaron con nuevos miembros, y al parecer con un Jerry más saludable, pero sin embargo, no fue sorpresa para nadie cuando en agosto 9 de 1995, García fue hallado muerto en su habitación, en una institución de internamiento para rehabilitación de pacientes dañados por abuso de substancias, aparentemente por un paro cardiaco.

Pero volviendo a Henry y Greg, padre e hijo, en la película, poco antes de la morir, Henry consigue los boletos para ver a los Dead, y Greg, extático, al fin puede corear todas las canciones ancladas en su corazón, mientras su papá sonríe, con una sonrisa grande como el mundo entero, rodeado de alegres e ingenuos jipis. Todo esto ocurrió realmente, solo que fue Sacks y no su papá, quién llevó a un Greg ciego y en silla de ruedas, que sólo podía oír y oler el hachís, sentir a la multitud con sus sentidos restantes, saborear un pretzel. Pero de pronto suena una canción que Greg nunca había escuchado: es de un disco que no alcanzó a oír ya, por su tumor cerebral. No se la sabe, pero de inmediato le agrada. Su padre se pregunta si Greg podrá recordar ese momento tan especial para él, y solicita que, en su funeral, al ser enterrado, suene esa canción en una pequeña grabadora/reproductor de cassettes, para tratar de grabar esa nueva pieza en la mente de su hijo, un último mensaje cifrado de su amor incondicional, en la forma de una simple melodía, ahí se la dejó de tarea.  


En la historia real, Sacks hizo todo lo posible por preservar esos recuerdos dorados en la mente del eterno joven, el último jipi, que en sus propias palabras, describió ese como: “El momento más feliz de mi vida”, de modo que, después del concierto, el buen doctor le llevaba, siempre que lo veía, una grabadora con las canciones de los Dead, primero las conocidas y favoritas, y luego las que no conocía hasta ese día, las de discos posteriores a su lesión cerebral: Y aunque la primera reacción fue negativa, cuando negó cualquier recuerdo de haber asistido a ese concierto del Greateful Dead en el Central Park, “inmediatamente reconoció las piezas nuevas”, relata Sacks, “las encontró familiares, fue capaz de cantarlas.”, “¿Donde has oído eso?” le pregunté mientras escuchábamos “Picasso Moon”, se encogió de hombros sin saber que decir. Sin embargo, no hay duda de que se la había aprendido”. Y es que, increíblemente, Greg era excelente para memorizar las canciones que le gustaban, antes e incluso después de su lesión. Este no es el caso de mi padre, quién disfruta mucho más de buena música y películas que reconoce, que cualquier novedad, por buena que sea.

En fin, camaradas, ahora, me regreso al laboratorio, buscando las conclusiones y descubrimientos posibles de mis investigaciones genealógicas, en este Memorial de nuestra Amnesia. De vuelta a los matraces y microscopios, a las cámaras de vigilancia y los espectrogramas, las grabaciones de audio y video, los libros impresos y digitales, en esta red internacional de PCras, me regreso a las tomografías y las substancias alquímicas, en estos experimentos públicos e investigaciones privadas que yo hago, como el protagonista de Memento, con tatuajes de travesías desaparecidas recientemente, para asegurarme de que, sin lugar a dudas, el día de hoy, y el mañana hasta su muerte, se perderá por completo y para siempre, en los recuerdos rotos de mi padre, el laureado escritor, don José Agustín.




viernes, 2 de noviembre de 2018

X EL RETORNO DEL YETI






X
EL RETORNO DEL YETI

                        Esa última velada casi no dormí, pero me acosté por última vez en las camas frías de los departamentos rentables, amueblados y desiertos, de Javier Duhart y su amable esposa, y al día siguiente me regresé a Cuautla, tras despedirme de los grandes perros siberianos, prisioneros en el terreno baldío bajo la azotea, donde subí a fumar un porro final. Sabía que al día siguiente trasladarían a mi papá desde Puebla hasta Cuautla, y sólo permitían a dos acompañantes, que serían desde luego mi mamá y mi hermano Jesús, pues ahora su carrera de psiquiatra tomaría un giro inesperado, cuando nuestro propio padre se convirtió, de alguna manera, en su paciente, de por vida, aunque a larga distancia y eventualmente con la oportuna ayuda de sus colegas, en el Hospital de neurología y neuropsiquiatría, allá junto al viejo Tlalpan, en la Nueva Tenochtitlán.
            Yo me regresé temprano en camión, debía atender un par de dilemas domésticos, pero atento a la hora de su partida, los esperé junto al teléfono, en donde, en los mensajes grabados, encontré un amable recado de parte de Gael García Bernal, deseándole pronta recuperación, así como otro en la viva voz de Angélica María, quién, acongojada, con la voz entrecortada, plagada de viejos recuerdos sesenteros, preguntaba por la salud de su viejo novio de la juventud, don José Agustín, Había otros varios recados más, de familiares y amigos cercanos, que ya no alcanzo a recordar, pero ustedes saben quiénes son.
            En la tarde, al fin recibí una llamada de mi mamá, aclarándome que la ambulancia llegaría un poco después, al atardecer. Se me había indicado que sacara todas las botellas de alcohol de la cava personal de mi padre, donde por aquellos tiempos, guardaba una buena colección de vinos, siempre disponibles, así como whisky, tequila, vodka y ron, ya saben ustedes, los aperitivos de cualquier hogar decente (o indecente) y burgués (o arrabalero), del siglo pasado o presente. Las escondí con la secreta intención de bebérmelas todas, pero al final, tiré la mayoría, y sólo me quedé con un par, las más finas, que murieron lentamente en mi boca, en los próximos días.
            Ya cayendo la noche, por fin, llegaron en un vil automóvil, cuando yo había estado imaginando una ambulancia silenciosa, pero con las clásicas luces rojas girando, avanzando hacia mí, hacia adentro en la boca del lobo, es decir la calle Campánulas, que lleva, como en un túnel de árboles, a la casa paterna. Eso sí, descendieron con un enfermero, que acompañó todo el camino a mi mamá y mi hermano, y juntos bajaron a mi padre, hasta cruzar el portón de su casa, en una silla de ruedas. Lo llevaron hasta su habitación, lo dejaron en su cama y salieron todos de allí, exhaustos.
Afuera, pude ver que mi hermano estaba bastante preocupado por el estado semi delirante en que aún se hallaba nuestro padre, y con el cual había recorrido todos esos kilómetros de vuelta hasta su hogar. Era, me comentó, lo que en su profesión se denomina un  “Estado Confusional”, es decir que el paciente, muchas veces por traumatismo cráneo encefálico, pasa un periodo que puede durar días o más, en recuperar mediana o totalmente la cordura, la percepción del tiempo, un mínimo aterrizaje tras el periodo prolongado de amnesia, de demencia severa. Así que, en la carretera, cuando el Sol caía para ocultarse tras las montañas, hundiendo esta parte del mundo en la oscuridad, mientras iban recorriendo a gran velocidad los kilómetros del camino a Cuautla, me contaría más tarde mi hermano Jesús, el doc, que mi padre le decía cosas como que ya estaba muerto, e iban en  un sendero hacia el más allá, a Mictlán, o adonde usted mande, si cree en la vida después de la muerte, es decir, por ejemplo, un río astral, subterráneo y azul como un rayo de ánimas sobrenaturales, si gustan. Pero mi hermano trataba de calmarlo, de recordarle que aún estaba en la Tierra, a lo cual el respondía: “No es cierto, nada de esto es cierto”, o cosas por el estilo, y repetía que él había muerto en un accidente en Puebla. Entonces Jesús lo confrontó, preguntándole si realmente creía eso, y él le dejó ver un halo de sospecha, de que quizás era una licencia poética que él se estaba dando, para declararse muerto en vida.
Mi mamá, por su parte, me contó que la mayoría del trayecto, José Agustín estuvo muy callado, quizá por los medicamentos con los que lo sedaron, para facilitar un poco su traslado, y evitarle más ansiedad. Quizá el famoso y polémico Clonazepam.
            El caso es que mi broder y etc. se fueron rápidamente, en cuanto mi padre estuvo aterrizado en su jaula, y mi jefa y yo comenzamos nuestra guardia en este pequeño castillo de cartas, donde la locura lleva la corona, y que continúa a la fecha como una misión de la divina providencia, una prueba de vida y una bendición oculta más allá de lo evidente, para los ojos del hombre común.
            Pero déjenme contarles que, en cuanto se firmaron los papeles de recibido, y el chofer y paramédico se fueron, y poco después mi hermano Jesús, y con ellos los últimos residuos de algún recuerdo de las prohibiciones y recomendaciones médicas, mi padre procedió a quitarse la ropa, ponerse su traje de baño, y con los últimos rayos del atardecer, ya de noche en su vida, de hecho, se lanzó con un clavado en la gran alberca que construyó mi abuelo, sumergiéndose ahora en aguas más oscuras, pero como lo había hecho toda su vida, como un ritual que le recordaba sus días de niño, vacacionando con sus padres, hermanos y primos, en las playas de Acapulco y el mar abierto del estado de Guerrero.

            No sé qué habrá sentido, pero fue una de las últimas veces que mi padre se atrevió a meterse a nadar en su propia alberca, que por cierto, por estos días está casi vacía, intentando revivir, debido a las grietas infringidas  por el reciente temblor, el cual secó muchos manantiales y afluentes de agua milenaria, mismos que muchos hombres confundidos intentan, desesperadamente, devolver a su cauce, en la soleada comarca donde habitamos, mis jefes y yo.
Pero ya hablaremos más delante de esa alberca, que es sin duda todo un personaje en esa casa de los jefes, justo al pie de la gigantesca araucaria que reina sobre un hogar resplandeciente, que siempre me recordó el magnífico cuadro de Magritte, donde en la casa ya es de noche, pero en el cielo, aún es de día. De muy escuincle yo también entraba en ese estado confusional, y solía creer que ese era un retrato de nuestra casa en realidad, hecho por el Guti, mi prodigioso tío, el pintor fantasma; Así como también confundía la labor genial de mi fallecido tío, con ese cuadro extraordinario de Andrew Wyath, en donde una mujer joven, con un vestido largo como de pionera, está recostada en un campo seco y ocre, y mira de espaldas hacia una casona vacía, en el horizonte, bajo un viento otoñal.  Incluso creía que esa mujer era mi mamá. Eso, hasta que él personalmente me aseguró que no era así, pues mi chief tenía una gran reproducción de esa obra, colgada sobre su escritorio, en el estudio, donde escribió algunas de sus mejores obras como escritor maduro, durante mis primeros años de vida aquí.
            Pero, back in the future, que frenéticamente se convierte en el pasado, ni lento ni perezoso, mi padre busco de inmediato sus alcoholes, al desembarcar en Cuautla, y al descubrirlos desaparecidos, montó en una cólera exhausta y sin esperanzas, harto de pelear con la sobriedad, comprendiendo que la infame prohibición de alcohol lo había perseguido desde el hospital, hasta su propia casa, y así empezó una larga batalla para emigrar de vuelta a la luz, desde un infiernito etílico, aceptado voluntariamente.
            Resignado, abandonó la idea por esa noche, bien dopado con ansiolíticos, y puso su antología de canciones de amor de Rolling Stones, en un audio cassette, y comenzó a murmurar sus rolas favoritas. Y así, exigiendo unos pomos que ya ni existían, comenzaron a pasar los días, mientras mi papá se aclimataba y acababa de creer que, por fin, había vuelto de Puebla, herido y dañado, pero vivo, para su fortuna o desgracia.
            En los días siguientes, empezó a exigir las llaves del coche, para salir el mismo por su tequila, algo que parecía imposible y demencial, en su condición, así que nos aflojamos y empezamos a darle una dosis creciente de cerveza para calmarlo, a lo que siguió el vino con las comidas, pero por suerte ya no le recetaban Clonazepam, por aquello de las cruces. Pronto se sintió con la fuerza necesaria para salir a manejar su auto, y aunque tratamos de impedirlo, aterrados, se largó un buen día a traer una botella de Whisky al Oxxo, misma que olvidó en el coche, y yo me tomé con unos amigos del barrio.
Pero poco a poco, recobró la memoria lo suficiente, como para manejar cada vez más lejos en la ciudad, y recordar las botellas de compraba para bajarlas del coche, generalmente tequila, y comenzó a tomarse unos tragos antes de comer, aunque generalmente lo mandaban a la cama sin probar bocado, debido a los medicamentos controlados con los que se mezclaba el etanol. Así comprendimos que José Agustín había vuelto, sino por venganza, si por más de lo mismo: continuaría jalándole la cola al tigre a pesar de las graves advertencias, activando sus mecanismos de autodestrucción, pues, por increíble y absurdo que pareciera, contra todos los pronósticos, era innegable que mi padre había retornado a las andadas, por una última batalla contra los dioses salvajes. Y yo tendría que testificarlo, de primera mano.
            Fue por esos días que comenzó a poner sus discos más queridos y secretos, de la era jipiosa, los más raros de su tiempo, bandas misteriosas que duraron menos en dispersarse que las exitosas, pero que generaron algunos clásicos desconocidos. Dejó de poner el rock clásico de los sixties, por todos bien conocido, y se clavó con algunas de las bandas más extrañas del universo roquero.
Y así comenzó mi última lección etílica en la escuela del rock, esa música libertaria y psicodélica, que años atrás comenzó con la función en video casero de Woodstock, y ahora finalmente se mordía la cola, cuando levanté las orejas como un elfo, para realmente escuchar y recordar esas bandas de fenómenos bizarros, tan poco disfrutadas por los neófitos marigüanos de hoy en día.
De modo que, a continuación, es decir en el próximo capítulo, si me acompañan, o si les interesa saber más sobre la música favorita de mi jefe, el gran escritor, don José Agustín, los invito a acompañarme en esta inmersión casi antropológica, pues les voy  mencionar algunas de estas bandas grabadas y perdidas en la era de piedra. Así como porqué valió la pena haberlas escuchado, así como todo el resto del caos y el orden, cósmico y metafísico, que aquí se me revelaron, aún si esto implicó vivir casi clandestinamente en un laberinto mental, con mi Daddy Rolling Stone enmascarado como el Minotauro, y mi madre en onda Ariadna, y yo no que digas Teseo, está muy edípico el asunto, pero si algún sirviente del reino, o algún mal bicho embrujado, viviendo escondido por los rincones, aprendiendo a reconocer en mí el lado oscuro de mi padre; Acá bien adentro, en los mecanismos cronométricos de mi Casa Musical, a 1000 kilómetros luz x hora, en este camino dorado y rodante del rucanrol. ¡Hasta la próxima, amables lectores y queridos amigos!



IX LA MÚSICA NO SE DETENDRÁ JAMÁS (OH, MY SWEET LORD)







                                                                             IX  
    
LA MÚSICA NO SE DETENDRÁ JAMÁS

(OH, MY SWEET LORD)



            Durante los últimos días en el Hospital de la Beneficencia Española, mi padre ya estaba más coherente y platicador, de una forma más terrenal, más como siempre lo conocimos, y más o menos como ha estado estos ocho años después de su accidente: a veces parece el mismo, el de siempre, y las visitas repetían “yo lo veo bien”, pero yo, en secreto, notaba como empezaban a cruzarse los cables de su cerebro, entre falsos contactos, cortos circuitos y chispas en la bomba hidromagnética, que ya no alcanzaba para elevar el flujo del agua hasta la azotea, ya comenzaba a confundir datos de sus otrora vastos conocimientos históricos y culturales, pero para darse cuenta de estos errores, uno aún debía ser tan culto como él, o cargar con la computadora para buscar las respuestas correctas.
            Pero veinte días después de su ingreso, al cual arribó en calidad de urgencia extrema y directo a terapia intensiva, el escape de aquel hospital poblano era inminente. Mi  jefe ya había dejado bien en claro su rotunda negativa a permanecer más tiempo allí, y menos con la terrible perspectiva de iniciar tratamientos de rehabilitación física, para lo cual hubiera tenido que bajar de su habitación casi de hotel, hasta un primer piso, donde la sala de terapia corporal contaba con toda clase de especialistas y aparatos tecnológicos para ayudar a los heridos en su recuperación. Pero mi padre observó esa posibilidad con repulsión, como un vampiro al que le muestran una cruz o la luz del Sol. Así que, los doctores, al ver su negativa a cooperar, finalmente se hicieron a la idea de dejarlo ir, de soltarlo incondicionalmente, liberarlo de vuelta a la naturaleza, adonde pertenecemos. Él, a su vez, insistía obsesivamente en que le trajera unas chelas de la tiendita más cercana, o tomaba a las enfermeras por azafatas y les pedía un trago de alcohol como si estuviera volando en primera clase, o exigía que nos largáramos de allí cuanto antes, pues se le estaba privando ilegalmente de su libertad, su libertad de largarse pero ya, de inmediato, ¡ipsofacto!, así que el papeleo se hizo para que pudieran darlo de alta, pero eso aún tomó un par de días.
Mientras tanto, yo intentaba entretenerlo con películas y música, conectando mi viejo dvd portátil a la televisión de su habitación, y poniéndole algunos discos que traía de Cuautla cuando me daban chance de ir a recargarme de música y mota, pa que más que la pura verdad. Así, le puse otra vez ese viejo viaje futurista del 2001, la odisea espacial, a riesgo de que mi jefe creyera que ahora sí nos encontrábamos en la cabina de una nave sideral, recorriendo el cosmos rumbo a lo desconocido. Pero la miraba ocasionalmente con intriga y curiosidad,  reservándose su opinión. Entre otras cosas, en la última tarde/noche que pasé con él en su cuarto de paredes y sábanas blancas, también le llevé el concierto de homenaje a George Harrison, ese con motivo de su trágica y precoz partida, en 2001, a raíz del cáncer que le provocó en los pulmones el apuñalamiento de un demente invitado en su propia casa, ataque del cual lo salvó su esposa mexicana, Olivia Arias Trinidad Harrison, ¿sabían esto?, se explica con lujo de detalles en el documental Living in the material world, de Martin Scorsese, del 2011. Pues bien, les puse el video. Yo acababa de descubrir su existencia, y estaba muy prendido, aunque el concierto data del 2002, grabado justo a un año de la  muerte del ex-beatle. De sobra está decir, que el concierto les encantó, a mis padres y hasta a las enfermeras, pues es abrumadoramente bueno, muy sensible y conmovedor, para todos los que amamos a los Beatles sinceramente, con un lugar muy especial para el George, por ser el más alivianado de los tres grandes compositores que engalanaron el cuarteto de Liverpool. Harrison fue el que más tardó en florecer plenamente, pero como Beatle o solista, logró una carrera que compite duramente con sus compañeros, por ser el mejor de todos. En fin, Sir Paul aún sigue sacando discos a su septuagenaria edad, así que la carrera aún no termina, pero en el corazón de los machines, George ya ganó el segundo lugar, después de John Lennon, el rey indiscutible de los jipis, por ser ambos campeones del amor, la hermandad y de imaginación: All you need is Love, así como Imagine, y de parte de Harrison, My sweet lord, son las cumbres del mensaje pacifista de los Buitres, como les llama de broma mi prima, la Yuyi, quien por cierto no tolera el Yesterday de Paul, así como yo no me trago esa de Obladi, oblada, ¡urgh, se me retuercen las tripas con esa rola tan ridícula!
            Pero como les decía, de regreso en la última noche que pasé como visita en el hospital con los jefes, nos chutamos de cabo a rabo ese concierto Homenaje para el George, que no vale la pena describir aquí, simplemente escúchenlo por primera vez, si pueden, o de nuez, si les apetece, elijan un día especial y la compañía adecuada, y ese video invocará la magia de los inolvidables cuatro. Pero especialmente el místico del grupo, ese mi Jorge, con quién logré tocar el corazón de mis padres aquella tarde/noche, rola tras rola, pero sobre todo cuando llegamos al clímax del concierto donde tocan todos los invitados juntos: Eric Clapton, Jeff Lynne, Paul McCartney, Ringo Starr, Jools Holland, Sam y Joe Brown acompañando a Billy Preston en enormes versiones de Isn’t it a pity y para coronar el evento, desde luego, la versión góspel de My sweet lord, que en mi opinión se lleva a la original de paseo, hacia una altitud insospechada. Al escucharla allí con mis papás, yo con trabajos de plomero me aguantaba las lágrimas, entre de melancolía y también de felicidad, una alegría y un dolor que nunca se rinden, en el espíritu de la buena música. Pero pude ver que un rayo de paz se colaba al interior de mis atribulados padres, por unos instantes, y la canción por si misma obraba una especie de magia, de curación, nos envolvía en aura de esperanza, aun cuando el autor de la música ya no esté presente, lo bailado nadie nos lo quita, tal como la enfermera entro bailando al ritmo de Mi dulce Señor, cargando una charola con los medicamentos que, en adelante, se convertirían en el pan nuestro de todos los días, para mi accidentado padre. Era una enfermera chaparrita, morena y regordeta, que no había sido la más amistosa en particular, simplemente cumplía con su trabajo eficientemente, con cierta frialdad emocional, propia de doctores y enfermeras, pero al parecer esa música la acarició lo suficiente como para mostrarse en confianza, más que humana, compartiendo esa alegría momentánea. Era como si la guitarra del George volviera de entre los muertos con un coro celestial, que se lamenta suavemente, invadiéndonos con el placer de escuchar esa música tan especial en el tiempo; Y entonces la enfermera entró, con su paso bailado, a la habitación, iluminándola aún más, haciendo reír a mis progenitores, con dificultad, por un momento, un relámpago entre sus grandes tristezas, mientras la melodía nos regresaba un poco a la vida antes del accidente, a la posibilidad de recobrar algún tipo de normalidad, de volver a la luz del Sol, que cotidianamente se irradia deslumbrante en la vieja Casa de mis Padres, de mis ancestros, mi pedazo del paraíso perdido.
Todavía miré con gula y tentación ese gotero Rebotes, en mi última tarde en el nosocomio, porque como que me llamaba, a través de un cajón del buró, junto a la cama reclinable del hospital, exigiendo que me lo robara y jugara con él, que me lo llevara a vivir conmigo y le diera un buen trago, pero la idea me aterró, pues el Rivotril es parte de mis peores recuerdos como junki, así que lo abandoné allí, y me largué cuando el concierto para George culminó, sin mirar atrás, a mis padres atorados allí por otra noche.
            Por cierto, y ya para terminar, por esta noche, este choro mareador, déjenme comentarles, o recordarles, acerca del último deseo de ese gran maestro espiritual que fue el  ex-beatle George, quién solicitó a su esposa Olivia y su hijo Dhani que vertieran sus cenizas en el río Ganges, para lo cual se trasladaron volando a la ciudad sagrada de Veranasi, en la India, adonde George sembró su corazón siglos atrás, por allá en los últimos años de la década de los sesentas. Así mismo, le dejó el diez por ciento de su fortuna a los Hare Krishnas, una suma que rebasaba los treinta millones de dólares. Alrededor del mundo, pero especialmente en Liverpool, hordas de fanáticos, simpatizantes y seguidores se reunieron para cantar sus canciones u orar en silencio por su partida, que abrió una grieta en el alma de todos cuantos tocó con su música, dejando una feroz cicatriz luminosa  y deslumbrante.
            Su esposa Olivia y su hijo, un muchacho apenas, pero casi su clon de tan parecido, depositaron las cenizas en el Ganges, como Harrison había pedido, cuando falleció en la ciudad irónicamente llamada de Los Ángeles, a la tierna edad de 58 años, tras una dura batalla contra el cáncer. Y así, una de las más grandes historias del rocanrol había terminado, evaporada en el aire, rumbo al cielo, a conocer a ese Dulce Señor, Aquel que Georgie Boy había anhelado ver y sentir, desde tantos años atrás, y así sería sin duda, y usted puede imaginarlo, si acaso  cree en la vida después de la muerte, y en el encuentro final, con el mismísimo Creador del Universo.
 ¡Hasta el próximo capítulo, Salud!