viernes, 2 de noviembre de 2018

X EL RETORNO DEL YETI






X
EL RETORNO DEL YETI

                        Esa última velada casi no dormí, pero me acosté por última vez en las camas frías de los departamentos rentables, amueblados y desiertos, de Javier Duhart y su amable esposa, y al día siguiente me regresé a Cuautla, tras despedirme de los grandes perros siberianos, prisioneros en el terreno baldío bajo la azotea, donde subí a fumar un porro final. Sabía que al día siguiente trasladarían a mi papá desde Puebla hasta Cuautla, y sólo permitían a dos acompañantes, que serían desde luego mi mamá y mi hermano Jesús, pues ahora su carrera de psiquiatra tomaría un giro inesperado, cuando nuestro propio padre se convirtió, de alguna manera, en su paciente, de por vida, aunque a larga distancia y eventualmente con la oportuna ayuda de sus colegas, en el Hospital de neurología y neuropsiquiatría, allá junto al viejo Tlalpan, en la Nueva Tenochtitlán.
            Yo me regresé temprano en camión, debía atender un par de dilemas domésticos, pero atento a la hora de su partida, los esperé junto al teléfono, en donde, en los mensajes grabados, encontré un amable recado de parte de Gael García Bernal, deseándole pronta recuperación, así como otro en la viva voz de Angélica María, quién, acongojada, con la voz entrecortada, plagada de viejos recuerdos sesenteros, preguntaba por la salud de su viejo novio de la juventud, don José Agustín, Había otros varios recados más, de familiares y amigos cercanos, que ya no alcanzo a recordar, pero ustedes saben quiénes son.
            En la tarde, al fin recibí una llamada de mi mamá, aclarándome que la ambulancia llegaría un poco después, al atardecer. Se me había indicado que sacara todas las botellas de alcohol de la cava personal de mi padre, donde por aquellos tiempos, guardaba una buena colección de vinos, siempre disponibles, así como whisky, tequila, vodka y ron, ya saben ustedes, los aperitivos de cualquier hogar decente (o indecente) y burgués (o arrabalero), del siglo pasado o presente. Las escondí con la secreta intención de bebérmelas todas, pero al final, tiré la mayoría, y sólo me quedé con un par, las más finas, que murieron lentamente en mi boca, en los próximos días.
            Ya cayendo la noche, por fin, llegaron en un vil automóvil, cuando yo había estado imaginando una ambulancia silenciosa, pero con las clásicas luces rojas girando, avanzando hacia mí, hacia adentro en la boca del lobo, es decir la calle Campánulas, que lleva, como en un túnel de árboles, a la casa paterna. Eso sí, descendieron con un enfermero, que acompañó todo el camino a mi mamá y mi hermano, y juntos bajaron a mi padre, hasta cruzar el portón de su casa, en una silla de ruedas. Lo llevaron hasta su habitación, lo dejaron en su cama y salieron todos de allí, exhaustos.
Afuera, pude ver que mi hermano estaba bastante preocupado por el estado semi delirante en que aún se hallaba nuestro padre, y con el cual había recorrido todos esos kilómetros de vuelta hasta su hogar. Era, me comentó, lo que en su profesión se denomina un  “Estado Confusional”, es decir que el paciente, muchas veces por traumatismo cráneo encefálico, pasa un periodo que puede durar días o más, en recuperar mediana o totalmente la cordura, la percepción del tiempo, un mínimo aterrizaje tras el periodo prolongado de amnesia, de demencia severa. Así que, en la carretera, cuando el Sol caía para ocultarse tras las montañas, hundiendo esta parte del mundo en la oscuridad, mientras iban recorriendo a gran velocidad los kilómetros del camino a Cuautla, me contaría más tarde mi hermano Jesús, el doc, que mi padre le decía cosas como que ya estaba muerto, e iban en  un sendero hacia el más allá, a Mictlán, o adonde usted mande, si cree en la vida después de la muerte, es decir, por ejemplo, un río astral, subterráneo y azul como un rayo de ánimas sobrenaturales, si gustan. Pero mi hermano trataba de calmarlo, de recordarle que aún estaba en la Tierra, a lo cual el respondía: “No es cierto, nada de esto es cierto”, o cosas por el estilo, y repetía que él había muerto en un accidente en Puebla. Entonces Jesús lo confrontó, preguntándole si realmente creía eso, y él le dejó ver un halo de sospecha, de que quizás era una licencia poética que él se estaba dando, para declararse muerto en vida.
Mi mamá, por su parte, me contó que la mayoría del trayecto, José Agustín estuvo muy callado, quizá por los medicamentos con los que lo sedaron, para facilitar un poco su traslado, y evitarle más ansiedad. Quizá el famoso y polémico Clonazepam.
            El caso es que mi broder y etc. se fueron rápidamente, en cuanto mi padre estuvo aterrizado en su jaula, y mi jefa y yo comenzamos nuestra guardia en este pequeño castillo de cartas, donde la locura lleva la corona, y que continúa a la fecha como una misión de la divina providencia, una prueba de vida y una bendición oculta más allá de lo evidente, para los ojos del hombre común.
            Pero déjenme contarles que, en cuanto se firmaron los papeles de recibido, y el chofer y paramédico se fueron, y poco después mi hermano Jesús, y con ellos los últimos residuos de algún recuerdo de las prohibiciones y recomendaciones médicas, mi padre procedió a quitarse la ropa, ponerse su traje de baño, y con los últimos rayos del atardecer, ya de noche en su vida, de hecho, se lanzó con un clavado en la gran alberca que construyó mi abuelo, sumergiéndose ahora en aguas más oscuras, pero como lo había hecho toda su vida, como un ritual que le recordaba sus días de niño, vacacionando con sus padres, hermanos y primos, en las playas de Acapulco y el mar abierto del estado de Guerrero.

            No sé qué habrá sentido, pero fue una de las últimas veces que mi padre se atrevió a meterse a nadar en su propia alberca, que por cierto, por estos días está casi vacía, intentando revivir, debido a las grietas infringidas  por el reciente temblor, el cual secó muchos manantiales y afluentes de agua milenaria, mismos que muchos hombres confundidos intentan, desesperadamente, devolver a su cauce, en la soleada comarca donde habitamos, mis jefes y yo.
Pero ya hablaremos más delante de esa alberca, que es sin duda todo un personaje en esa casa de los jefes, justo al pie de la gigantesca araucaria que reina sobre un hogar resplandeciente, que siempre me recordó el magnífico cuadro de Magritte, donde en la casa ya es de noche, pero en el cielo, aún es de día. De muy escuincle yo también entraba en ese estado confusional, y solía creer que ese era un retrato de nuestra casa en realidad, hecho por el Guti, mi prodigioso tío, el pintor fantasma; Así como también confundía la labor genial de mi fallecido tío, con ese cuadro extraordinario de Andrew Wyath, en donde una mujer joven, con un vestido largo como de pionera, está recostada en un campo seco y ocre, y mira de espaldas hacia una casona vacía, en el horizonte, bajo un viento otoñal.  Incluso creía que esa mujer era mi mamá. Eso, hasta que él personalmente me aseguró que no era así, pues mi chief tenía una gran reproducción de esa obra, colgada sobre su escritorio, en el estudio, donde escribió algunas de sus mejores obras como escritor maduro, durante mis primeros años de vida aquí.
            Pero, back in the future, que frenéticamente se convierte en el pasado, ni lento ni perezoso, mi padre busco de inmediato sus alcoholes, al desembarcar en Cuautla, y al descubrirlos desaparecidos, montó en una cólera exhausta y sin esperanzas, harto de pelear con la sobriedad, comprendiendo que la infame prohibición de alcohol lo había perseguido desde el hospital, hasta su propia casa, y así empezó una larga batalla para emigrar de vuelta a la luz, desde un infiernito etílico, aceptado voluntariamente.
            Resignado, abandonó la idea por esa noche, bien dopado con ansiolíticos, y puso su antología de canciones de amor de Rolling Stones, en un audio cassette, y comenzó a murmurar sus rolas favoritas. Y así, exigiendo unos pomos que ya ni existían, comenzaron a pasar los días, mientras mi papá se aclimataba y acababa de creer que, por fin, había vuelto de Puebla, herido y dañado, pero vivo, para su fortuna o desgracia.
            En los días siguientes, empezó a exigir las llaves del coche, para salir el mismo por su tequila, algo que parecía imposible y demencial, en su condición, así que nos aflojamos y empezamos a darle una dosis creciente de cerveza para calmarlo, a lo que siguió el vino con las comidas, pero por suerte ya no le recetaban Clonazepam, por aquello de las cruces. Pronto se sintió con la fuerza necesaria para salir a manejar su auto, y aunque tratamos de impedirlo, aterrados, se largó un buen día a traer una botella de Whisky al Oxxo, misma que olvidó en el coche, y yo me tomé con unos amigos del barrio.
Pero poco a poco, recobró la memoria lo suficiente, como para manejar cada vez más lejos en la ciudad, y recordar las botellas de compraba para bajarlas del coche, generalmente tequila, y comenzó a tomarse unos tragos antes de comer, aunque generalmente lo mandaban a la cama sin probar bocado, debido a los medicamentos controlados con los que se mezclaba el etanol. Así comprendimos que José Agustín había vuelto, sino por venganza, si por más de lo mismo: continuaría jalándole la cola al tigre a pesar de las graves advertencias, activando sus mecanismos de autodestrucción, pues, por increíble y absurdo que pareciera, contra todos los pronósticos, era innegable que mi padre había retornado a las andadas, por una última batalla contra los dioses salvajes. Y yo tendría que testificarlo, de primera mano.
            Fue por esos días que comenzó a poner sus discos más queridos y secretos, de la era jipiosa, los más raros de su tiempo, bandas misteriosas que duraron menos en dispersarse que las exitosas, pero que generaron algunos clásicos desconocidos. Dejó de poner el rock clásico de los sixties, por todos bien conocido, y se clavó con algunas de las bandas más extrañas del universo roquero.
Y así comenzó mi última lección etílica en la escuela del rock, esa música libertaria y psicodélica, que años atrás comenzó con la función en video casero de Woodstock, y ahora finalmente se mordía la cola, cuando levanté las orejas como un elfo, para realmente escuchar y recordar esas bandas de fenómenos bizarros, tan poco disfrutadas por los neófitos marigüanos de hoy en día.
De modo que, a continuación, es decir en el próximo capítulo, si me acompañan, o si les interesa saber más sobre la música favorita de mi jefe, el gran escritor, don José Agustín, los invito a acompañarme en esta inmersión casi antropológica, pues les voy  mencionar algunas de estas bandas grabadas y perdidas en la era de piedra. Así como porqué valió la pena haberlas escuchado, así como todo el resto del caos y el orden, cósmico y metafísico, que aquí se me revelaron, aún si esto implicó vivir casi clandestinamente en un laberinto mental, con mi Daddy Rolling Stone enmascarado como el Minotauro, y mi madre en onda Ariadna, y yo no que digas Teseo, está muy edípico el asunto, pero si algún sirviente del reino, o algún mal bicho embrujado, viviendo escondido por los rincones, aprendiendo a reconocer en mí el lado oscuro de mi padre; Acá bien adentro, en los mecanismos cronométricos de mi Casa Musical, a 1000 kilómetros luz x hora, en este camino dorado y rodante del rucanrol. ¡Hasta la próxima, amables lectores y queridos amigos!



5 comentarios:

  1. Me parte el corazón saber de la situación de este enorme personaje,espero que puedan sortearlo de la manera mas leve posible

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    1. Rayos, no era la intención romper el corazón de nadie, lo siento, pero, trataré de encontrar una salida honorable, que sino al menos digna, buscando el lado luminoso de la calle, estimado unknown, para cerrar para todo esto

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  2. Esperamos con gusto las menciones de esas bandas rockeras ya perdidas. Gracias por compartir tus vivencias!

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  3. ¡Qué bien escribes!, insisto. ¿Cómo va el maestro? En prensa no se dice nada de la situación del maestro. Sé que son muy discretos, pero échanos de vez en vez el parte médico. Abrazos.

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