IX
LA
MÚSICA NO SE DETENDRÁ JAMÁS
(OH,
MY SWEET LORD)
Durante los últimos días en el
Hospital de la Beneficencia Española, mi padre ya estaba más coherente y
platicador, de una forma más terrenal, más como siempre lo conocimos, y más o
menos como ha estado estos ocho años después de su accidente: a veces parece el
mismo, el de siempre, y las visitas repetían “yo lo veo bien”, pero yo, en
secreto, notaba como empezaban a cruzarse los cables de su cerebro, entre
falsos contactos, cortos circuitos y chispas en la bomba hidromagnética, que ya
no alcanzaba para elevar el flujo del agua hasta la azotea, ya comenzaba a
confundir datos de sus otrora vastos conocimientos históricos y culturales,
pero para darse cuenta de estos errores, uno aún debía ser tan culto como él, o
cargar con la computadora para buscar las respuestas correctas.
Pero veinte días después de su
ingreso, al cual arribó en calidad de urgencia extrema y directo a terapia
intensiva, el escape de aquel hospital poblano era inminente. Mi jefe ya había dejado bien en claro su rotunda
negativa a permanecer más tiempo allí, y menos con la terrible perspectiva de
iniciar tratamientos de rehabilitación física, para lo cual hubiera tenido que
bajar de su habitación casi de hotel, hasta un primer piso, donde la sala de
terapia corporal contaba con toda clase de especialistas y aparatos
tecnológicos para ayudar a los heridos en su recuperación. Pero mi padre
observó esa posibilidad con repulsión, como un vampiro al que le muestran una
cruz o la luz del Sol. Así que, los doctores, al ver su negativa a cooperar,
finalmente se hicieron a la idea de dejarlo ir, de soltarlo incondicionalmente,
liberarlo de vuelta a la naturaleza, adonde pertenecemos. Él, a su vez, insistía
obsesivamente en que le trajera unas chelas de la tiendita más cercana, o
tomaba a las enfermeras por azafatas y les pedía un trago de alcohol como si
estuviera volando en primera clase, o exigía que nos largáramos de allí cuanto
antes, pues se le estaba privando ilegalmente de su libertad, su libertad de
largarse pero ya, de inmediato, ¡ipsofacto!, así que el papeleo se hizo para
que pudieran darlo de alta, pero eso aún tomó un par de días.
Mientras
tanto, yo intentaba entretenerlo con películas y música, conectando mi viejo
dvd portátil a la televisión de su habitación, y poniéndole algunos discos que
traía de Cuautla cuando me daban chance de ir a recargarme de música y mota, pa
que más que la pura verdad. Así, le puse otra vez ese viejo viaje futurista del
2001, la odisea espacial, a riesgo de
que mi jefe creyera que ahora sí nos encontrábamos en la cabina de una nave sideral,
recorriendo el cosmos rumbo a lo desconocido. Pero la miraba ocasionalmente con
intriga y curiosidad, reservándose su
opinión. Entre otras cosas, en la última tarde/noche que pasé con él en su
cuarto de paredes y sábanas blancas, también le llevé el concierto de homenaje
a George Harrison, ese con motivo de su trágica y precoz partida, en 2001, a
raíz del cáncer que le provocó en los pulmones el apuñalamiento de un demente invitado
en su propia casa, ataque del cual lo salvó su esposa mexicana, Olivia Arias
Trinidad Harrison, ¿sabían esto?, se explica con lujo de detalles en el
documental Living in the material world,
de Martin Scorsese, del 2011. Pues bien, les puse el video. Yo acababa de
descubrir su existencia, y estaba muy prendido, aunque el concierto data del
2002, grabado justo a un año de la muerte del ex-beatle. De sobra está decir, que
el concierto les encantó, a mis padres y hasta a las enfermeras, pues es
abrumadoramente bueno, muy sensible y conmovedor, para todos los que amamos a
los Beatles sinceramente, con un lugar muy especial para el George, por ser el
más alivianado de los tres grandes compositores que engalanaron el cuarteto de
Liverpool. Harrison fue el que más tardó en florecer plenamente, pero como
Beatle o solista, logró una carrera que compite duramente con sus compañeros,
por ser el mejor de todos. En fin, Sir Paul aún sigue sacando discos a su septuagenaria
edad, así que la carrera aún no termina, pero en el corazón de los machines,
George ya ganó el segundo lugar, después de John Lennon, el rey indiscutible de
los jipis, por ser ambos campeones del amor, la hermandad y de imaginación: All you need is Love, así como Imagine, y de parte de Harrison, My sweet lord, son las cumbres del
mensaje pacifista de los Buitres, como les llama de broma mi prima, la Yuyi,
quien por cierto no tolera el Yesterday
de Paul, así como yo no me trago esa de Obladi,
oblada, ¡urgh, se me retuercen las tripas con esa rola tan ridícula!
Pero como les decía, de regreso en
la última noche que pasé como visita en el hospital con los jefes, nos chutamos
de cabo a rabo ese concierto Homenaje para el George, que no vale la pena
describir aquí, simplemente escúchenlo por primera vez, si pueden, o de nuez,
si les apetece, elijan un día especial y la compañía adecuada, y ese video
invocará la magia de los inolvidables cuatro. Pero especialmente el místico del
grupo, ese mi Jorge, con quién logré tocar el corazón de mis padres aquella
tarde/noche, rola tras rola, pero sobre todo cuando llegamos al clímax del
concierto donde tocan todos los invitados juntos: Eric Clapton, Jeff Lynne,
Paul McCartney, Ringo Starr, Jools Holland, Sam y Joe Brown acompañando a Billy
Preston en enormes versiones de Isn’t it
a pity y para coronar el evento, desde luego, la versión góspel de My sweet lord, que en mi opinión se
lleva a la original de paseo, hacia una altitud insospechada. Al escucharla
allí con mis papás, yo con trabajos de plomero me aguantaba las lágrimas, entre
de melancolía y también de felicidad, una alegría y un dolor que nunca se
rinden, en el espíritu de la buena música. Pero pude ver que un rayo de paz se
colaba al interior de mis atribulados padres, por unos instantes, y la canción
por si misma obraba una especie de magia, de curación, nos envolvía en aura de
esperanza, aun cuando el autor de la música ya no esté presente, lo bailado
nadie nos lo quita, tal como la enfermera entro bailando al ritmo de Mi dulce Señor, cargando una charola con
los medicamentos que, en adelante, se convertirían en el pan nuestro de todos
los días, para mi accidentado padre. Era una enfermera chaparrita, morena y
regordeta, que no había sido la más amistosa en particular, simplemente cumplía
con su trabajo eficientemente, con cierta frialdad emocional, propia de
doctores y enfermeras, pero al parecer esa música la acarició lo suficiente
como para mostrarse en confianza, más que humana, compartiendo esa alegría
momentánea. Era como si la guitarra del George volviera de entre los muertos
con un coro celestial, que se lamenta suavemente, invadiéndonos con el placer
de escuchar esa música tan especial en el tiempo; Y entonces la enfermera entró,
con su paso bailado, a la habitación, iluminándola aún más, haciendo reír a mis
progenitores, con dificultad, por un momento, un relámpago entre sus grandes
tristezas, mientras la melodía nos regresaba un poco a la vida antes del
accidente, a la posibilidad de recobrar algún tipo de normalidad, de volver a
la luz del Sol, que cotidianamente se irradia deslumbrante en la vieja Casa de
mis Padres, de mis ancestros, mi pedazo del paraíso perdido.
Todavía
miré con gula y tentación ese gotero Rebotes, en mi última tarde en el
nosocomio, porque como que me llamaba, a través de un cajón del buró, junto a
la cama reclinable del hospital, exigiendo que me lo robara y jugara con él, que
me lo llevara a vivir conmigo y le diera un buen trago, pero la idea me aterró,
pues el Rivotril es parte de mis peores recuerdos como junki, así que lo
abandoné allí, y me largué cuando el concierto para George culminó, sin mirar
atrás, a mis padres atorados allí por otra noche.
Por cierto, y ya para terminar, por
esta noche, este choro mareador, déjenme comentarles, o recordarles, acerca del
último deseo de ese gran maestro espiritual que fue el ex-beatle George, quién solicitó a su esposa
Olivia y su hijo Dhani que vertieran sus cenizas en el río Ganges, para lo cual
se trasladaron volando a la ciudad sagrada de Veranasi, en la India, adonde
George sembró su corazón siglos atrás, por allá en los últimos años de la
década de los sesentas. Así mismo, le dejó el diez por ciento de su fortuna a
los Hare Krishnas, una suma que rebasaba los treinta millones de dólares. Alrededor
del mundo, pero especialmente en Liverpool, hordas de fanáticos, simpatizantes
y seguidores se reunieron para cantar sus canciones u orar en silencio por su
partida, que abrió una grieta en el alma de todos cuantos tocó con su música,
dejando una feroz cicatriz luminosa y
deslumbrante.
Su esposa Olivia y su hijo, un
muchacho apenas, pero casi su clon de tan parecido, depositaron las cenizas en
el Ganges, como Harrison había pedido, cuando falleció en la ciudad
irónicamente llamada de Los Ángeles, a la tierna edad de 58 años, tras una dura
batalla contra el cáncer. Y así, una de las más grandes historias del rocanrol
había terminado, evaporada en el aire, rumbo al cielo, a conocer a ese Dulce
Señor, Aquel que Georgie Boy había anhelado ver y sentir, desde tantos años
atrás, y así sería sin duda, y usted puede imaginarlo, si acaso cree en la vida después de la muerte, y en el
encuentro final, con el mismísimo Creador del Universo.
¡Hasta el próximo capítulo, Salud!
Pinche Tino, haces llorar. Verme en tus textos me hace sentir que tengo un hermano.
ResponderEliminarLo siento, no quería herir a nadie, pero gracias por expresarse acá conmigo, broder, va para tí y todos los amables camaradas que visitan este mentado blog, tanks, bro
EliminarQue buenerrimo capitulo Jefe Tino. Tengo el dvd del concierto y, haciendo ffwrd a la intro y los cantos Krisnas, el resto del concierto no tiene pierde. Btw, pa cuando expones y donde? Avisa para estar al tiro, va?
ResponderEliminarYa vax mi buen, nomás deja me muevo a ver donde esa expo, pero si, te aviso, gracias por ese chido apoyo para este Blog from outer space!
ResponderEliminar